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– No es nada horrible, pero es que tiene una especie de fobia a la publicidad. Por eso tiene siempre esos perros de presa adiestrados vigilando su casa. No quiere periodistas. «Un médico decente no los necesita», dice siempre.

Costa le explicó que Schönbach había cambiado radicalmente y que ahora estaba tan rodeado de publicidad que incluso se veía protegido por ella.

Teckler no lo entendió.

– ¿Qué quiere decir eso de que lo protege? -quiso saber.

Costa reflexionó un momento si debía explicarle toda la historia. Al fin y al cabo, posiblemente la japonesa formase parte también de la serie de asesinatos.

Todo eso le pasó por la cabeza en un instante, pero aun así decidió ahorrarle al anciano el sobresalto y, en lugar de eso, le explicó que se trataba de un caso de homicidio por negligencia a causa de un tratamiento erróneo. Era sumamente importante descubrir de quién había sido el fallo decisivo, y por eso necesitaba comprender lo más exactamente posible la forma de trabajar de quienes habían participado en la operación.

– ¿Y Schönbach estaba operando? -preguntó Teckler.

– Él dirigía la operación -mintió Costa.

– Entonces no fue él -dijo Teckler-. A él nunca le pasa nada así.

– Si me explica lo sucedido en aquel entonces, sólo le estará ayudando -insistió Costa una vez más.

Franziska Haitinger bien merecía que recurriese a un embuste como ése. También ella había hecho testamento a favor de Schönbach y, si él era el asesino, ella podía ser la siguiente víctima. De nuevo sintió que esa mujer no le era indiferente.

Teckler asintió y, despacio, siguió explicando:

– La historia tuvo lugar en el otoño del ochenta y ocho, poco antes de que nos abandonara. Tuvimos esa pelea y al final acordamos que me haría una demostración del procedimiento. Yo me ofrecí como voluntario, pero él propuso enseñármelo primero con Horstmeier, puesto que el hipnotizado suele pensar que lo que ha hecho, lo ha hecho por propia voluntad. Eso me convenció. En nuestro experimento, Horstmeier haría de paciente al que Schönbach preparaba para la operación. Para ello le induciría un trance, aunque, claro está, después no habría ninguna intervención.

»Nos reunimos una tarde en el despacho de Schönbach. Él encendió una vela en la que Horstmeier debía fijar la mirada. Después le dijo que estaba cayendo en un sueño muy agradable y que rememoraría hermosos recuerdos de su infancia. No sentiría ningún dolor y no percibiría nada de lo que sucedía a su alrededor. Horstmeier entró verdaderamente en una especie de trance, y entonces Schönbach le dio la orden de que, al despertar, le sacara la lengua. Cuando salió de ese estado hipnótico, Horstmeier se quedó un rato sentado en silencio, algo insólito en él. Cuando le pregunté cómo se sentía, dijo que muy bien y que no estaba nada cansado. Entonces Schönbach le ofreció una taza de café. Horstmeier se sobresaltó y se quedó mirando al vacío con los ojos muy abiertos. Schönbach me hizo una señal y se apartó de Horstmeier. Cuando éste notó que Schönbach ya no lo veía, le sacó la lengua. Me hizo una señal de complicidad y sonrió. Naturalmente, pensé que se había enterado de todo y que estaba aprovechando la oportunidad para tomarle el pelo a su odiado Schönbach. Sin embargo, más tarde le pregunté por qué le había sacado la lengua y me di cuenta de que no recordaba nada de la sesión. Yo le expliqué entonces que la orden de sacar la lengua se la había dado Schönbach, pero él no me creyó y dijo que le había sacado la lengua porque era un capullo presuntuoso. -Teckler sonrió-. Interesante, ¿verdad?

– Suena un poco a espectáculo de feria -dijo Costa.

– Sí, eso pensé yo también al principio, pero la prueba definitiva estaba aún por llegar.

– ¿Y bien?

– Por aquel entonces yo estaba empezando a quedarme calvo y ya le había pedido una vez a Schönbach que me hiciera un trasplante capilar. Él se había negado a hacerlo, seguramente porque prefería que sus colegas fueran feos. Esa vez, sin embargo, como quería convencerme, le propuse que me hiciera una demostración de la hipnosis anestésica con el trasplante de cabello. Sabía que es un loco que hace lo que sea por conseguir su objetivo. De modo que accedió. Concertamos una cita y empezó a hipnotizarme. Eso duró aproximadamente una media hora. Noté que paulatinamente yo iba accediendo a sus peticiones. Me tumbé sobre la mesa de operaciones y él preparó la intervención. Recuerdo muy bien que me operó, pero no sentí ningún dolor. Todo me parecía como salido de una vieja película descolorida. Podría haberme inducido una narcosis total, pero a mí me pareció incluso más bonito así. -Teckler inclinó la cabeza-. ¿Ve, aquí? Aún tengo las cicatrices.

Costa no sabía qué pensar de todo aquello. A lo mejor no se trataba más que de una pequeña intervención cosmética.

– ¿En qué consiste esa operación? -quiso saber.

– Generalmente se le extrae al paciente el parche de piel que se va a injertar. Para ello, se arranca una franja de veinte centímetros de largo por cuatro centímetros de ancho del cuero cabelludo posterior, algo parecido a una gran lengüeta. El injerto se recoloca hacia delante, de manera que la lengüeta con raíces capilares cubra la zona de la calvicie. Se deja siempre un pedúnculo para que el injerto con cabello, que ahora está en lo alto de la cabeza, siga recibiendo riego sanguíneo. Schönbach, sin embargo, sabía cómo aplicar un injerto autónomo, es decir, que a mí me extrajo un parche de piel con vasos sanguíneos y raíces capilares, y me lo implantó en lo alto de la cabeza. Normalmente, eso lo hacen sólo los cirujanos vasculares. Son habilidades de cirugía traumática, en la cirugía cosmética nadie lo había hecho hasta entonces.

– ¿Ni siquiera los cirujanos de medicina traumática?

– No, no. Ellos no hacen operaciones de estética. Se trata de una operación de importancia, y siempre existe el riesgo de que el injerto fallezca.

– ¿Y con usted funcionó?

– De maravilla. Me cerró la franja de cuatro centímetros de ancho de la nuca desplazando hacia abajo todo el cuero cabelludo y cosiendo un borde de piel con otro. Debo decir que hizo un trabajo excepcional. Al tercer día ya me crecía el pelo.

– ¿Y no notó nada?

– Notaba todo lo que pasaba, pero, como ya le he dicho, sin participar de ello.

– Increíble -dijo Costa.

Entretanto ya habían llegado al restaurante. El jefe de camareros, al que Teckler saludó como Karl, se les acercó y los condujo a una mesa de madera que quedaba junto a la ventana. Teckler pidió una ensalada y un vino tinto, mientras que Costa, decepcionado, no encontró escalopa a la vienesa en la carta.

– ¿No tendrán por casualidad escalopa a la vienesa? -preguntó.

Teckler hizo un ampuloso gesto con el brazo y dijo:

– Tonterías. Karl, dile al cocinero que le prepare al joven una escalopa a la vienesa. Viene de muy lejos, ha venido especialmente desde España para comer una buena escalopa a la vienesa en vuestro restaurante.

El jefe de camareros se inclinó.

– Como desee, señor doctor. ¿Y usted, la ensalada y el vino tinto?

– Y patatas salteadas.

– ¿Vino tinto con patatas salteadas?

Teckler despidió al camarero con gestos exagerados, diciendo:

– Escalopa a la vienesa con patatas salteadas. ¡Y una cerveza! ¿Correcto?

Costa asintió.

– Karl es un buen chico. Fue testigo en mi segunda boda. La celebramos aquí, en el Grüner Jäger. Hace ya mucho tiempo. Bueno, cuénteme algo de usted.

Costa le explicó que su padre era español y su madre alemana, que los primeros nueve años de su vida los había pasado en el sur, pero que después sus padres se habían separado y su madre había vuelto con él a Alemania, donde al principio había tenido dificultades para encontrar trabajo. Por eso lo envió durante un año a un internado en Irlanda.

– Fue una época espantosa. Una época llena de melancolía -explicó Costa, y Teckler lo miró con sus grandes ojos bien operados.