– Vivir sin amor es algo terrible -dijo-. Aunque sólo sea el amor por la profesión de uno. Usted ama su profesión, lo noto. También mi profesión fue para mí algo maravilloso. Sin embargo, ahora me aburro. Ni siquiera salgo ya a pasear desde que murió mi perro, y estoy solo en esa casa tan grande que tengo.
Costa se sintió extrañamente afectado. A él le gustaría disponer de más tiempo, y ese hombre sufría porque tenía demasiado.
Tenía bastante hambre cuando llegó la escalopa. No era ni muy fina ni muy gruesa, deliciosa. Las patatas estaban salteadas con beicon y cebolla, y maravillosamente crujientes. El beicon español sabía diferente del alemán. A Costa el de España no le gustaba, lo encontraba demasiado aceitoso.
Teckler, sonriente, lo miraba comer. Costa le preguntó por qué sonreía.
– El que tiene tan buen apetito como usted sabe ser feliz. -Adoptó una expresión beatífica-. Por lo que a la comida concierne.
– ¿Y cómo se siente entre comidas? -preguntó Costa mientras masticaba su escalopa.
– Tiene problemas con las mujeres -dijo Teckler con una amplia sonrisa.
– Gracias -repuso Costa con ánimo un tanto agridulce, y pensó en Karin.
– ¡Pero puedo darle un consejo! -exclamó Teckler, riendo con cierto tonillo alegre.
– ¿Y cuál es?
– Búsquese a una mujer con cara de mula y llévela a ver a Schönbach. ¡Él la convertirá en una belleza y ella le estará a usted eternamente agradecida!
Costa se echó a reír.
– ¿Y cuánto me costaría eso?
– Entre diez y doce mil marcos. Aunque, si deja que escape de ese homicidio por negligencia por el que está usted aquí, a lo mejor se lo hace gratis. -Teckler volvió a sonreír-. ¿Qué clase de negligencia médica ha cometido, por cierto, para que la policía tenga que investigar?
Costa se limpió la boca con la servilleta, se inclinó un poco hacia atrás y puso cara de pecador cazado.
– No ha cometido ninguna negligencia. En realidad, su único fallo ha sido impresionar demasiado a la mujer que me ha mandado a paseo.
– Ya decía yo.
El camarero llegó con la cuenta y Teckler insistió en pagar.
De regreso a la casa, el anciano se entretuvo explicándole más cosas sobre el cirujano.
– No debería llamarse Schönbach, «bello riachuelo», sino Schöngeist, «bello intelecto». No sólo lee mucho, sino que también se interesa por la música y la pintura. A mí incluso quiso venderme la mamarrachada de que se había hecho cirujano plástico porque tenía la convicción de que la belleza salvaría el mundo. Yo siempre le decía: «No quiero llevarte la contraria, arcángel Gabriel, pero yo lo expresaría de otra forma. No es la belleza la que salvará el mundo, ¡sino el bello dinero! Eso, al menos, es lo que nos salvará a nosotros». -Se echó a reír y abrió la verja del jardín, en la que el capitán se despidió ya de él.
Cuando Costa se disponía a marchar de nuevo hacia la estación, vio que el extravagante caballero se había quedado en la verja y alzaba ambos brazos para despedirse de él como si fuese la última despedida del mundo.
De pronto, Costa lo comprendió. Las piezas de la imagen encajaban. El gran plan de Schönbach. Lo vio todo ante sí. Antes de las operaciones, había hipnotizado a las pacientes y les había sugerido que cambiaran su testamento a favor de él. Una exposición manuscrita de su última voluntad con fecha y firma bastaba. No hacían falta testigos. En 1997 había conocido a Martina Kluge en el centro de belleza de Vista Mar y enseguida se había dado cuenta de que era una víctima complaciente. Una vez la tuvo bajo su influjo, ella cumplió siempre todos sus deseos. Hasta que le ordenó que asesinara a su antigua paciente Ingrid Scholl con una sobredosis de la medicación que tomaba para el corazón, y Martina Kluge le administró el brebaje mortal.
Lo que la masajista no podía sospechar era que en el apartamento se encontraba también en aquel momento un psicópata homosexual. Grone había hecho entrar a la policía en el juego, con lo cual Schönbach se había visto cada vez más acorralado. Costa supuso que Arminé había empezado a sospechar algo después de su visita. Schönbach tenía que ordenar su muerte. La iraní posiblemente habría desempeñado antes la misma función que cumplía ahora Martina Kluge: la red que recogía todas las herencias para que ninguna sospecha recayera sobre él como médico. Schönbach se hacía pasar por el buen samaritano que no actuaba por dinero y que lo donaba todo a una especie de asociación de la madre Teresa, de la que él luego, cuando toda sospecha hubiera pasado ya, podría recuperarlo. Bien volviendo a reclamar sus donaciones, o bien matando a la beneficiaria.
Schönbach no corría riesgo en ningún momento. Cuando los hechos tenían lugar, él estaba convenientemente lejos. Si su marioneta cometía algún error y se descubría todo, siempre podía decir: «Yo no he heredado nada, ella se lo quedaba todo». Así, eliminaba el motivo que lo señalaba como sospechoso. Y en caso de que la juzgaran por asesinato, él podía impugnar las donaciones concedidas. ¡Genial!
¿No le había explicado Elena que a los hipnotizados se les puede practicar una contrahipnosis, y que entonces recuerdan todo lo que les ha sido ordenado?
¿Había pensado Schönbach tal vez en eso al saber que Martina Kluge sería enviada al psiquiátrico y por eso lo había mirado de esa forma tan extraña?
Costa vio ante sí el plan de Schönbach en toda su perfección. Al mismo tiempo, no obstante, comprendió que Martina Kluge estaba en grave peligro. El cirujano intentaría hacer cualquier cosa para impedir su ingreso en el psiquiátrico, y eso sólo podía conseguirlo matándola. ¡La joven era como una caja fuerte que guardaba todas las pruebas contra él! El que encontrara la combinación y lograra hacerla hablar acabaría con Schönbach. Sin embargo, si Martina moría en la cárcel, él podría recuperar las donaciones y embolsarse todo el dinero, porque nadie podría demostrar nunca nada.
Comoquiera que fuese, Elena tenía que volver a interrogar a fondo a Martina… y cuanto antes.
Costa marcó su número y la teniente escuchó con calma todo su informe hasta el final.
– Pero no voy a poder interrogarla otra vez. Esta mañana la han dejado en libertad bajo fianza.
¡Costa no podía creerlo! ¡Lo que había temido! Le dijo que tenían que intentar encontrarla enseguida y vigilarla sin llamar la atención. No podían perderla de vista ni un solo momento, ni siquiera a bordo del yate de altura de Schönbach. Lo mejor sería que se pusieran enseguida en contacto con la policía del puerto para que les proporcionara un barco. En cualquier caso, Costa quería que lo mantuvieran al corriente de todo.
Después volvió a llamar a la consulta del doctor Schönbach y le preguntó a la secretaria si el doctor Hemmelrath, por casualidad, se encontraba allí. Ella se extrañó, pero le dijo que el notario había estado allí a mediodía y que se había quedado muy poco rato.
De modo que Hemmelrath había ido a ver a su cliente justo después de la visita de Costa. ¿Y dónde estaba Schönbach?
– En tal caso, tengo otra pregunta -dijo el capitán con su voz tranquila-. La verdad es que me gustaría volar a Ibiza con el doctor Schönbach… ¿se ha ido ya?
– Hace dos horas -dijo la chica.
Costa sospechaba lo que intentaría hacer: matar a Martina Kluge.
Capítulo 28
Cuando cruzó las puertas corredizas de cristal de la terminal de llegadas del aeropuerto, Elena Navarro ya lo estaba esperando. Le dio su arma enfundada en la pistolera y le dijo que la había cogido de su despacho por si acaso. «Tan fea no se pondrá la cosa», pensó Costa, pero le dio las gracias y se la colocó al salir fuera, donde no lo viera todo el mundo. Elena no había ido a buscarlo en un coche de servicio, sino en su moto. Costa no quería ponerle pegas, pero no se sentía demasiado cómodo. No estaba acostumbrado a ir en moto y no sabía si debía rodearle la cintura con los brazos o si era mejor dejarlos caer a los lados. Se decidió por esto último, pero en cada curva tenía la sensación de que Elena iba a perder el control de la moto; una perspectiva desagradable. Su miedo se transformó en enfado por el hecho de que, además, así no tenían posibilidad de hablar.