– ¿Adónde vamos? -le gritó al oído.
– ¡A Na Xamena! -contestó ella a gritos.
Conseguiría aguantar los veintidós kilómetros que había desde el aeropuerto hasta San Miguel, aunque el cinturón de cuero de su compañera no hacía más que azotarle en el muslo derecho. Era un dolor punzante, pero lo olvidó en cuanto Elena torció hacia la derecha para bajar al puerto natural de Balansat y, sin disminuir prácticamente la velocidad, empezó a descender las curvas cerradas. Costa tenía la sensación de que el caballete acabaría arañando la carretera. Estaba medio mareado y sentía que se le aceleraba el corazón. Olvidó entonces todo su recato, la rodeó con sus brazos y apretó la mejilla contra su espalda. Así se sintió algo más seguro.
Mientras veía pasar las colinas verdes y los árboles a toda velocidad, inspiró hondo la aromática fragancia de los pinos. Cuando ya casi habían llegado abajo, Elena torció hacia la izquierda y entró en el bosque sin aminorar la marcha. Costa reconoció el camino hacia Na Xamena.
Llegaron al aparcamiento circular de la Hacienda, el hotel de cinco estrellas que se alzaba sobre el mar en lo alto de un acantilado, por cuyas paredes de roca descendían sus seis pisos de profundidad. El Obispo estaba apoyado en su jeep y tenía el móvil al oído. Sonrió cuando vio bajar a Costa de la moto, pálido como un cadáver.
Elena le explicó que habían estado vigilando a Martina Kluge desde su puesta en libertad. La joven había permanecido todo el tiempo en su pequeña finca, pero ese mediodía de repente se había subido al coche y había conducido hasta allí. No se había detenido en el hotel, sino que había enfilado ese camino del bosque cada vez más pedregoso que llevaba a la explanada de roca que había al otro lado de la pequeña bahía, frente al hotel. El Surfista dejó su coche y la siguió el último tramo a pie, ya que por allí no podía escapar. La observó un rato mientras ella permanecía sentada en su Mazda plateado. Mantuvo una breve conversación telefónica. Alguien la había llamado.
El Obispo estaba en contacto con El Surfista por el móvil. Hasta el momento no había pasado nada más. Martina Kluge seguía en su coche, parecía estar esperando algo.
Costa preguntó si habían visto a Schönbach llegar al aeropuerto. Elena le explicó que el hombre había ido en coche hasta su casa de Es Cubells y que había desaparecido tras sus verjas de acero. Ella lo había seguido y se había escondido tras una finca medio derruida. El cirujano abandonó finalmente la casa con su Range Rover, y Elena lo siguió hasta la Hacienda.
– ¿Se ha dado cuenta de que lo seguías? -preguntó Costa.
– Creo que no, si no, seguramente habría intentado darme esquinazo.
– ¿Dónde está su coche?
La teniente señaló a un todoterreno negro que no quedaba muy lejos de allí.
– ¿Ha entrado en la Hacienda y de momento no ha vuelto a salir?
La joven asintió. Costa le pidió que fuera a recepción a preguntar por él y que se hiciera pasar por una paciente que quería hablar con él urgentemente. Ella asintió y desapareció.
Costa le dio unos golpecitos a Rafel en su enorme barriga y le preguntó qué se contaba de nuevo. Se alegraba de que El Obispo, pese a la advertencia de El Cubano, hubiese permanecido a su lado. Sin embargo, Elena los interrumpió y les informó de que Schönbach estaba en esos momentos en una reunión con la dirección. El funeral de su mujer, al que estaba invitada toda la gente importante de la isla, iba a celebrarse allí, en el hotel.
Costa le preguntó a El Obispo si se sabía algo más de El Surfista. Este sacudió la cabeza y comentó que seguramente con prismáticos se podría ver bastante bien a Martina Kluge desde un balcón del hotel. Como El Obispo era un apasionado cazador, Costa le preguntó si no tendría unos prismáticos entre todos los trastos de su jeep, pero Rafel le dijo que no. Costa lanzó una mirada al interior de su coche y vio en el asiento de atrás una de sus escopetas.
– ¿El objetivo de esa arma de caza no tiene también cristal de aumento? -preguntó.
El Obispo se lo confirmó, y Costa propuso coger la escopeta y pedir en el hotel una habitación con balcón mientras Elena seguía montando guardia ante el edificio. Tenía que avisarles en caso de que Schönbach saliera, y después seguirlo.
En recepción, Costa mostró su identificación y explicó que necesitaban una habitación con balcón para observar el mar durante una o dos horas. El joven recepcionista supuso enseguida que tenía ante sí a unos agentes de Narcóticos que debían de estar tras la pista de unos traficantes de cocaína, y les ofreció la suite Sa Creu, en el sexto piso.
Costa y El Obispo cruzaron un pequeño salón y entraron en el gran dormitorio con vistas panorámicas al mar y a las paredes de granito de enfrente, que conformaban la parte izquierda del puerto natural. Enseguida vieron el Mazda plateado de Martina Kluge en la explanada de roca. Estaba a cierta distancia del borde del acantilado, que caía unos cuatrocientos metros hacia la playa rocosa. Era imposible sobrevivir a esa caída.
Costa cerró la puerta tras de sí, sacó el arma de su funda, comprobó la mira de aumento y salió al balcón, que tenía su propia bañera de hidromasaje. Menudo lujo. ¿No sería inolvidable poder pasar allí una noche con Karin?
– ¡Eh, tú, idiota! -rugió El Obispo-. ¿Quieres pegarme un tiro?
Y empujó hacia un lado el cañón del arma que Costa había alzado, distraído, hacia delante.
Este se disculpó y se inclinó sobre la barandilla de manera que Martina quedara en su punto de mira.
– ¿La ves bien así? ¿No quieres desenroscarla?
– ¿Para qué? -Costa sacudió la cabeza-. ¡Se la ve muy cerca! ¡Qué barbaridad! Menudo cristal de aumento.
– Déjame ver -dijo El Obispo.
Costa le dio el arma y cogió, a cambio, el móvil de Rafel. Saludó a El Surfista y preguntó si todo seguía tranquilo. El joven respondió que sí.
– ¿Qué habrá venido a hacer aquí? ¿Por qué estará todo el rato ahí sentada, como atontada tras el volante? -preguntó su joven compañero.
En ese momento sonó el móvil del propio Costa. Era Elena, que informaba de que Schönbach acababa de salir del hotel y que había subido a su coche. En el maletero llevaba a su perro encerrado en una jaula. Ella no podía coger la moto, llamaría la atención, así que había corrido tras él y había logrado ver que tomaba el pedregoso camino del bosque que iba a la explanada de roca.
Costa cogió enseguida el otro móvil.
– ¡Cuidado, Schönbach va para allá! ¡No dejes que te vea!
– Todo controlado, tío -respondió El Surfista.
– Déjame ver otra vez -le dijo Costa a El Obispo. Le cogió el arma y le pasó los dos móviles-. Ve informándome de lo que dicen.
Costa ajustó el objetivo y volvió a encuadrar a Martina Kluge en el centro de la mira. El Range Rover negro no tardó en aparecer en el claro del bosque. Se detuvo cerca del Mazda. Schönbach y Martina bajaron y se acercaron juntos al borde del acantilado.
– ¡Por el amor de Dios, va a matarla! -exclamó Costa-. ¡Dile a El Surfista que corra! ¡Tiene que reducir a Schönbach como sea, da igual lo que pase!
El Obispo retransmitió la orden, pero El Surfista adujo que Schönbach lo reconocería y Costa vociferó:
– ¡Que se lo ordenes! ¡Es una orden!
El Obispo lo gritó al teléfono. Schönbach y Martina Kluge ya habían llegado casi al borde del abismo.
Rafel seguía gritando al teléfono. Por lo visto El Surfista todavía no había echado a correr.
Costa dejó la escopeta apoyada en la barandilla del balcón y le pidió a El Obispo que no dejara de apuntar a Schönbach. Si intentaba tirar a Martina Kluge por el acantilado, debía dispararle. Entonces echó a correr hacia la puerta y oyó aún a El Obispo que gritaba: