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Tenía que subir allí arriba antes de que Schönbach se recuperase. Para eso necesitaba un apoyadero en la roca, pero apenas se atrevía a buscarlo, ya que su oponente podía reaparecer en cualquier momento y golpearle. Aun así, era su única posibilidad. El capitán se obligó a examinar la pared hasta encontrar un hueco adecuado. Puso allí el pie, se impulsó hacia arriba, lanzó los dos brazos y apoyó las manos sobre la superficie de la explanada. Aunó fuerzas y se izó hacia arriba. ¡Entonces vio que Schönbach lo estaba esperando! Volvía a tener aquella gran piedra en las manos. Costa se encaramó a la explanada y rodó hacia un lado. Lo hizo con tal impulso que sus piernas resbalaron de nuevo hacia el abismo mientras la contundente piedra se estrellaba y se hacía pedazos junto a él. Schönbach no sólo era un excelente planificador, también había resultado ser un despiadado estratega en el cuerpo a cuerpo. Costa no había contado con eso. En una fracción de segundo comprendió que se había dejado engañar por el estúpido cliché de que los intelectuales no eran capaces de reacciones corporales coordinadas. Schönbach, en cualquier caso, sí lo era. Lanzó el pie hacia delante y le dio una patada a Costa en toda la cara. Seguramente le había roto la nariz, porque de pronto sintió todo el rostro cálido y húmedo. Se le saltaron las lágrimas. Intentó agarrar al cirujano, pero falló por poco. Schönbach se lanzó enseguida al suelo, empezó a darle fuertes empujones con las piernas y dejó a Costa en el borde y con las piernas colgando ya en el aire. De hecho, conservaba el torso encima del saliente, pero sus manos no encontraban dónde sujetarse. Palpando febrilmente, consiguió encajar los dedos en una ranura de la roca para auparse de nuevo hasta la explanada. Schönbach, sin embargo, dio un salto y le propinó una patada en el hombro izquierdo. La fuerza catapultó a Costa de nuevo hacia el borde del acantilado, sólo el tenaz aguante de sus dedos le impedía caer. Comprendió que a Schönbach le bastaba con pisarle las manos con el tacón de su zapato para lanzarlo finalmente al más allá. Pero no sucedió nada, así que alzó la cabeza con esfuerzo. El cirujano estaba de pie con las piernas muy abiertas, y volvía a tener una pesada piedra en las manos. ¡Sonreía! ¿Se le estremecían los labios? Costa no podía distinguirlo, lo veía todo borroso.

– ¿Conque ha resuelto usted el caso, Costa? ¡Bravo! Ahora ya puede relajarse y dejarse caer. No hay nada que lo retenga. Lo invadirá una extraordinaria sensación de libertad, la sensación de volar. ¿Quiere que cuente hasta tres?

A Costa empezaban a dolerle los dedos, pero el miedo a morir le confería una fuerza sobrehumana. «A los locos hay que hablarles tranquilamente», eso le habían enseñado en la Academia, pero en ese momento no se le ocurría nada. Un nudo le cerraba la garganta. A lo mejor tendría una última oportunidad si le suplicaba piedad. ¡Tenía que ser capaz de pronunciar al menos un ruego! Se obligó a abrir la boca.

– ¡Hay testigos de su crimen! -logró exclamar.

Schönbach soltó una pequeña carcajada gutural.

– La verdad es que es usted un imbécil muy simple -dijo-. Martina Kluge está bajo el influjo de mi hipnosis. Si no, ¿por qué habría hecho todas esas cosas? Le pediré que salte al vacío después de usted. A ambos los guardaré en el recuerdo como «los amantes frente a la muerte».

Costa no soportaba la crueldad y el cinismo. Se vio arrastrado por una ira inmensa. Alzó la mirada. ¡Quería observar a la bestia, aunque fuese la última imagen que viera en su vida!

Schönbach sonrió y estiró la espalda para levantar más aún aquel pedrusco. A Costa le pareció entonces un gigante al que nada podría vencer. Su vida había acabado, lo sabía. Sin embargo, de pronto el cirujano dio un paso hacia atrás, dejó caer la roca, que por pocos centímetros no cayó sobre las manos de Costa, y se tambaleó un poco, aunque enseguida volvió a erguirse. Parecía que le costase un gran esfuerzo hacerlo, porque tenía el rostro demudado. Aun así, apretó los dientes, inspiró tan hondo que se le hinchó todo el torso, alzó incluso los brazos y los extendió como si quisiera abarcar el mundo en un gesto de dominio y poder. Entonces se estremeció como si le hubieran asestado un golpe, se tambaleó dos pasos hacia delante y cayó hacia las profundidades por encima de Costa.

Al capitán ya no le quedaban fuerzas para izarse hasta la explanada. Concentró toda su energía en no soltarse, pero no podría aguantar mucho más. De pronto oyó la voz de El Obispo en alguna parte. Sintió consuelo y alivio, pero, al ver que seguía sin pasar nada, comprendió que estaba inspirando los últimos alientos de su vida. Por un breve instante vio ante sí los rostros felices de sus hijos. De nuevo concentró toda la fuerza en sus manos. Al cabo de un rato, que le pareció una eternidad, oyó que se desprendía gravilla por el sendero.

– Ya llega la ayuda -exclamó El Surfista con voz animada.

Poco después, unas manos poderosas lo agarraron de las muñecas y Costa se vio alzado con tal ímpetu que aterrizó de pie sobre la explanada. Las rodillas le cedieron, pero El Obispo lo sostuvo por debajo de los brazos. Lo llevó un trecho a rastras, lo recostó contra la pared de roca, le dio unos golpecitos en las mejillas y le sonrió.

– ¡Sin reproches, hombre! El primer disparo en el hombro no ha sido más que una advertencia, pero, cuando me he dado cuenta del cariño que te tengo, me he decidido a pesar del riesgo. -Le palpó los huesos a Costa para comprobar que no tuviera nada roto-. Cuando se lucha contra Satán hay que ir sobre seguro -siguió diciendo-. Un tiro en el estómago. -Escupió en un pañuelo y le limpió a Costa la cara-. Tienes la nariz bastante hinchada. -Lo agarró con fuerza del brazo-. ¿Crees que podrás volver a trepar hasta arriba?

Costa asintió. El Surfista estaba tumbado boca abajo, mirando por el borde del acantilado. Se levantó y dijo:

– Debe de haberla palmado en un saliente de roca que hay allí abajo.

Durante el ascenso, Costa no hacía más que sentir nuevas oleadas de miedo, como si hubiesen permanecido congeladas y se estuvieran derritiendo de pronto con cada uno de sus movimientos.

Al llegar a la gran explanada, vio a Martina. Seguía allí de pie, cerca del borde del acantilado, junto al perro muerto. Se había levantado una suave brisa y sobre el mar se habían formado pequeñas coronas de espuma.

La joven volvía a llevar su peluca y tenía la cara embadurnada de tierra y lágrimas.

Costa cojeó hasta allí. Tenía la nariz hinchada, los ojos inyectados en sangre y la piel rasguñada y despellejada por todas partes. Se detuvo frente a ella y se miraron. Los ojos azules de la joven estaban afligidos, sus párpados se pusieron a temblar cuando él alargó su brazo, despacio. Quería estrecharle la mano, pero detuvo su movimiento cuando ella, en voz baja y acusadora, dijo:

– Ha disparado usted al perro. Baal está muerto.

Costa se volvió despacio hacia los demás, que aguardaban junto a los coches.

Capítulo 29

Al día siguiente tuvo lugar en presencia del juez Montanyà una revisión de la condicional en la que el abogado Roca Ribas se encargó de la defensa de Martina Kluge. El juez decretó prisión preventiva para la joven y al mismo tiempo la envió a un centro psiquiátrico de Barcelona.