Allí, a la psicóloga jefe le llamó la atención lo reducida que tenía la consciencia. La masajista estaba en una especie de trance permanente que en algunos lugares de su memoria se condensaba en auténticos agujeros negros. Esas regiones estaban protegidas por el bloqueo hipnótico, así que llamaron a un experto de Madrid para que lo levantara y Martina Kluge fuera capaz de exponer todos los encargos que Schönbach le había pedido que realizara.
El departamento de la Guardia Civil de Ibiza que había realizado las investigaciones fue informado de ello, y Costa voló a Barcelona para interrogar a Martina Kluge.
Sacudida una y otra vez por histéricos llantos convulsivos, Martina explicó lo que le había sucedido.
Todo había empezado hacía cuatro años, cuando recibió la oferta de Schönbach de encargarse de pacientes especiales. Ella aceptó sin pensarlo dos veces. El cirujano siempre estaba en contacto con ella, la llamaba todos los días y le pedía que lo informara acerca de sus pacientes. Su relación fue volviéndose más estrecha, y él le permitía incluso opinar sobre su trabajo. El hombre estaba avanzado a su tiempo en muchas cosas, también en la anestesia. Dominaba aquel campo en todas sus facetas, desde los fármacos hasta la hipnosis. A Martina le había resultado especialmente fascinante el trabajo con la hipnosis. Él le propuso someterla a una sesión para demostrarle su método. La joven, que no entendía mucho del tema, le preguntó con cierto temor si después la haría regresar. Él le estrechó las manos, la acarició, la miró fijamente a los ojos y le dijo que la necesitaba con plenas facultades conscientes. Poco podía imaginar ella lo que entendía el cirujano por «plenas facultades». Había sido, como ahora recordaba, el 31 de octubre de 1999.
– Estábamos en mi sala de tratamiento. Cuando fuera oscureció, encendió una vela en la que yo debía concentrarme. Me tumbé en mi camilla, escuché su agradable voz… y entonces caí inconsciente. En aquel momento no oí lo que me decía, pero ahora sí lo recuerdo. Tenía que informarle por teléfono cada día sin falta de cómo les iba a Ingrid Scholl, Erika Brendel y Franziska Haitinger. Aquello quería decir que tenía que sondear a sus pacientes. Él deseaba saberlo todo de ellas, lo más banal y lo más íntimo. Y yo lo hice, las espié y las delaté. Hoy me avergüenzo, porque ellas confiaban ciegamente en mí. Ninguna se dio cuenta de mi juego sucio… ni siquiera yo.
Ocultó su rostro entre las manos.
Costa no la presionó. Sentía el terror de la joven ante la verdad. Un terror que crecía con el paso de las horas. Martina prosiguió:
– Fui una bruja. En las sesiones de lectura de runas tenía que darles malas noticias hasta escoger la carta que les predecía la muerte. Así me lo había ordenado él. Esas mujeres creían en su funesto destino. Con Ingrid Scholl fue con quien mejor funcionó. A Ingeli la tenía completamente sometida, no hacía nada sin que antes se le hubiera aconsejado.
– ¿Y Erika Brendel? -preguntó Costa-. ¿También hacía ella todo lo que le ordenaba?
– Lo que ordenaba no… Hacía lo que le aconsejaba.
Costa recordó su veleidad y su espíritu contradictorio. No podía imaginar a una Erika Brendel obediente.
Durante el largo interrogatorio, Costa fue descubriendo poco a poco todos los detalles que hasta entonces aún le habían parecido poco claros o que le faltaban por conocer. Martina Kluge había enviado a Erika Brendel a Mallorca porque podía haberla molestado en la ejecución del asesinato de Ingrid Scholl. Le había recomendado que se reconciliara con su hijo, Andreas; una madre siempre debe querer a su hijo. Sin embargo, Erika se lo tomó demasiado al pie de la letra y le prometió a Andreas nombrarlo heredero a él en lugar de a Schönbach. Aquello fue su sentencia de muerte. Había fallecido por una sobredosis de su propia medicación, pero le había explicado demasiadas cosas de su vida a Franziska Haitinger, de modo que también ella debía morir.
Todo estaba planeado al detalle. De no haber aparecido Günter Grone, nunca habría podido demostrarse nada.
Schönbach le había inculcado a la joven sus ideas sobre la belleza, la riqueza y la perfección. La vejez, el tormento, el deterioro y el dolor quedarían desterrados de su reino. Ella había dedicado toda su vida a esa visión. Ejecutaba los asesinatos como un autómata, y en cada uno de ellos moría también un pequeño pedazo de ella. Cada vez más partes de sí misma quedaban a merced del poder de Schönbach. Él se había ido apoderando poco a poco de sus ganas de vivir, hasta que finalmente le exigió que le sacrificara su vida. Junto al acantilado, le sugirió que saltara a las profundidades, pero ella no lo hizo. Un rechazo que ya se había dado con anterioridad y que se había expresado en los fallos cometidos en sus crímenes. Cuando Costa se acercó a ese punto, ella pareció revivir esa resistencia, esta vez en forma de doloroso desgarro: se rebelaba y llegó incluso a lanzarse dos veces al suelo, donde se revolcó sin dejar de chillar.
La primera vez que Costa se encontró con ese fenómeno fue al hablarle de la visita al apartamento de Ingrid Scholl.
– Lo habían planeado todo a la perfección, ¿no es cierto? -preguntó el capitán.
– El jamás cometía un error -repuso ella-. Lo repasó todo conmigo en diversas conversaciones telefónicas.
Costa asintió. Ése era también el juicio que se había formado él del cirujano. Sólo la casualidad podía torcerle las cosas. Hasta el mayor de los monstruos tendría que inclinarse ante ese maestro.
– No pudo olvidar decirle que comprobara antes que no había nadie más en el apartamento de Ingrid Scholl. Un grave fallo. ¿No le ordenó que lo hiciera?
En ese momento, Martina Kluge se quedó helada y abrió mucho los ojos. Costa lamentó no haber insistido en que hubiera un médico presente en el interrogatorio. No sabía que la dirección del psiquiátrico había dispuesto a una doctora en la sala de supervisión contigua. No querían dejarlo a solas con esa asesina enajenada. Más tarde, ante el tribunal, la psiquiatra declaró que Costa había interrogado a la acusada con mucha comprensión y que no había evitado el contacto físico. La prensa lo retrató en grandes titulares y preguntó a las lectoras si preferirían entregarse a un hipnotizador o a un seductor. Costa se enfureció al leerlo.
– ¿Qué le sucede? -preguntó, preocupado.
Martina inspiraba y espiraba con breves alientos.
– ¿Qué le pasa? -Costa se levantó de un salto.
– No…
El capitán rodeó enseguida la mesa, la asió con fuerza del brazo y le acarició la espalda. Aquello duró un momento. Después la joven se relajó, volvió la cabeza y lo miró con culpabilidad.
– No… me acuerdo.
También había sido un error humedecer ella misma el sobre de la carta y dejar marchar a Franziska Haitinger.
Costa le preguntó entonces por ella y supo que a Franziska ya le habían sido administradas varias dosis elevadas de su propia medicación, que tres días más tarde habrían desembocado en su muerte. Si no se hubiese puesto en tratamiento nada más llegar a Alemania, también ella habría acabado tumbada en la mesa de Torres. El capitán comprendió por qué Franziska Haitinger, probablemente poco antes de la operación, había cambiado su testamento a favor de Schönbach. La gratitud por que no le hubiera operado las pantorrillas no era más que una fantasía, puesto que no podía recordar la instrucción directa comunicada durante la hipnosis.
– ¿Sabía usted por qué quería el doctor Schönbach que murieran esas mujeres?
– Le habían salido mal -pronunció la sencilla frase de un modo tranquilo.
Costa no tenía muy claro qué quería decir con eso, y ella le describió en detalle todas las operaciones que Schönbach había realizado con la señora Scholl y la señora Brendel. En ellas se le habían escapado varios pequeños errores que, con los años, podían degenerar en una fealdad monstruosa.