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Él murmuró algo en voz baja.

– Y no me maldigas o me pondré a llorar. Voy a dar lo mejor de mí aquí y tú no me vas a dar trabajo.

Sus dedos eran gentiles sobre su pelo incluso aunque no quería tocarla.

– No te atrevas a llorar -el pensamiento era más alarmante que si alguien viniese hacia él con una pistola. Sus lágrimas quizás removieran su interior-. La morfina ya no surte efecto, ¿no es verdad? No te suministré mucha por que temía que entraras en shock.

Se le escapó una pequeña risa carente de humor. Sonaba al borde de la histeria.

– Estoy en shock. Creo que me he vuelto loca. Pensé que te convertirías en un leopardo e intentarías arrancarme la garganta.

Él deslizó la punta del cuchillo entre su espalda y la sanguijuela, tirándola al suelo y deshaciéndose rápidamente de ella.

– Los leopardos no arrancan gargantas. Muerden la garganta y ahogan a sus presas -hundió un paño en un bol de agua fría y enjuagó la cara de ella-. Son asesinos limpios.

– Gracias por la información. No me gustaría pensar que mi muerte sería un asunto sucio.

Rio estaba incómodamente consciente de su mirada estudiando su cara. Sus ojos eran grandes, demasiado viejos para el resto de ella. Había algo triste en las oscuras profundidades que tiraban de su corazón. Sus pestañas eran increíblemente largas, cubiertas por sus lágrimas. Realmente sintió como si estuviese cayendo en sus profundidades, una gastada y totalmente ridícula noción con la que se estaba inquietando. Su corazón empezó a golpear en su pecho. Anticipando algo que él no conocía. Deliberadamente pasó el paño sobre sus ojos, una suave caricia para salvarse de caer bajo su hechizo.

– ¿Eres siempre tan sarcástica o debo achacarlo a que estás considerablemente dolorida?

Rachael intentó reírse pero sólo salió un jadeante sollozo.

– Juro que esto se siente igual que si mi pierna estuviese ardiendo.

– Está hinchada. Voy a darte un poco más de analgésico y entablillarte la muñeca -los dedos de Rio se arrastraron por su pelo, una espesa masa de seda. Había un extraño color rodeando su cuerpo, igual que una sombra que no quería marcharse. No importaba cuantas veces parpadease, o se frotara los ojos con la mano para aclarar su visión, el extraño color rodeándola persistía.

– Creo que necesitas encargarte de ti mismo -dijo Rachael, su mirada vagabundeando sobre su cara. Él tuvo la física sensación de unos dedos que lo tocaban con una ligera caricia. Ella no parecía advertir el efecto que tenía sobre él y lo agradecía-. Pareces cansado. Honestamente en este momento no puedo siquiera sentir mi muñeca, aunque creo que el analgésico es una buena idea. Quizás una enorme dosis de analgésicos -Rachael intentó hacerle sonreír haciendo una broma. Si no encontraba algo para detener el dolor iba a pedirle que la noquease. Tenía un puño enorme.

Estaba temblando bajo la sábana, un claro signo de fiebre. Había tratado la herida con antibióticos antes, pero era obvio que no iba a ser bastante. Rio echó unas píldoras en su mano y la ayudó a sostener la cabeza para tragarlas. Apretó los dientes, pero un pequeño sonido parecido al de un animal herido, se le escapó.

– Lo siento, sé que duele, pero tienes que hacer que bajen -si había venido aquí para asesinarlo, estaba siendo un completo estúpido, pero no le importaba. Tenía que quitar la desesperación de sus ojos. Parecía tan desvalida que retorcía con fuerza sus intestinos en pequeños nudos. Le suministró otra pequeña dosis de morfina junto con los antibióticos y esperó hasta que sus ojos se nublaron antes de entablillarle la muñeca. Su piel estaba caliente, pero no descuidaría sus propias heridas mucho más o ambos estarían en problemas.

Rachael se sintió yendo a la deriva. El dolor estaba ahí. No quería retorcerse y provocarlo, pero podía manejar la intensidad del que flotaba en la superficie. Rio se alejó de ella con su curiosa gracia animal. La intrigaba. Todo acerca de él la intrigaba. No podía evitar mirarle fijamente, aunque intentó pensar en otras cosas. El viento. La lluvia. Los leopardos saltando a su garganta. Sus pestañas se caían. Escuchó la lluvia y tembló. Antes había estado ardiendo, ahora se sentía inexplicablemente fría. El sonido de la lluvia cayendo sobre el tejado la incomodaba. No podía oírle moviéndose alrededor de la casa. Y no porque la tormenta ahogara los sonidos, él simplemente estaba quieto. Igual que un gran gato de la selva.

CAPÍTULO 3

Rachael se forzó a abrir los ojos para mantenerle a la vista. Se sentía somnolienta, desconectada de la realidad. Rio estaba, a varios pasos de ella, cerca de la estufa. Enganchando casualmente los pulgares en sus vaqueros mojados, los separó de sus caderas, exponiendo despacio sus nalgas firmes y su trasero musculoso. Trató de no quedarse boquiabierta mientras él se lavaba, usando agua caliente de la estufa. Era cuidadoso, sus músculos se flexionaban mientras trabajaba. Le recordó a las estatuas que había visto en Grecia, los músculos definidos y bien proporcionados del cuerpo ultra masculino. Lo que ocurría era que estaba completamente sin ropa en casa. Parecía que había olvidado que ella estaba en el cuarto, no mostrando ninguna modestia en absoluto.

Encendió una cerilla y sostuvo la aguja que había usado para coser su pierna antes de realizar la misma tarea en su brazo. Rachael lo oyó jurar cuando mojó su cadera con el mismo maldito líquido que había usado con ella. Evidentemente guardaba grandes provisiones para rellenar el pequeño frasco. Se dio la vuelta ligeramente mientras cosía su cadera y ella consiguió una vista frontal. Miró las columnas gemelas de muslos y cada trozo que era tan bueno o mejor que las anatómicamente correctas estatuas.

– Tienes un hermoso cuerpo.

Rachael nunca hubiera llamado la atención sobre el hecho de que estaba desnudo. Las palabras se escaparon antes de que pudiera censurarlas, o tal vez alguien más las había dicho. Miró alrededor para ver si estaban realmente solos. Lo había dicho después de todo y quiso decirlo. La honestidad de su voz ni siquiera la hizo ruborizarse o darse la vuelta cuando la examinó con su penetrante mirada.

Rachael le miraba abiertamente, inspeccionándole del modo en que podría mirar a una escultura hermosa. Sonrió somnolienta

– No te preocupes por mí. Creo que son las drogas las que hablan. Nunca he visto a un hombre con un cuerpo tan hermoso como el tuyo.

No había invitación en su voz, ni deliberada seducción, sólo una simple y honesta admiración. Y eso era lo que lo hacía tan malditamente sexy. No había estado pensando en el sexo. O en piel suave. O en pechos llenos. O en pelo sedoso. Ella olía como una maldita cama de flores. Le dolía como el demonio. Estaba cansado y nervioso, no entendía que le pasaba. Y ahora su cuerpo reaccionaba a su voz. O a sus palabras. O a su olor. ¿Quién lo sabía? La necesidad le perforó el estómago y endureció su cuerpo como una roca. Estaba furioso con ella. Con él. Con su carencia de control. Ahora estaba malditamente excitado y tenía a una mujer enferma en su cama. Y maldición, si tenía que aguantarlo, ella solamente podría mirarlo.

Terminó de coser su cadera, demasiado consciente de su fija mirada. No parecía molestarle que él estuviera excitado y listo, y que estuvieran completamente solos. Los ojos de ella estaban muy brillantes, su piel enrojecida con el calor a pesar de los estremecimientos continuos. Por suerte, el dolor de la fea incisión sobre su cadera expulsó el calor de su cuerpo por lo que la lujuria no fue tan brutalmente expuesta.

Rio no la miró pero sintió sus ojos sobre él. Calientes. Mirando fijamente. Devorándole. El pensamiento hizo que le doliera todo. Juró otra vez. Incluso con el dolor de coser sus propias heridas, la mirada de ella, mirando su cuerpo endurecido, hizo que unos martillos golpearan en su cabeza y las sienes le palpitaran.