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– Entonces ponte a ello. Estás tan cansado que vas a caerte sobre tu cara si no lo haces -hizo un esfuerzo para alzar sus pestañas y estudiar su cara bajo los pesados párpados-. No voy a culparte si esto duele -sus ojos estaban claros y en aquellos momento lúcidos-. No quiero perder mi pierna, así que cueste lo que cueste, haz lo que sea necesario para salvarla

Rio no iba a hablar más de ello. La aversión para la fea tarea brilló tenuemente en sus ojos mientras se inclinaba sobre su pierna. La herida tenía que ser limpiada, lavada a fondo, cauterizada y vendada con más antibióticos. Había realizado la cirugía una vez fuera en el campo cuando un amigo había sido disparado y sangraba profusamente, y el helicóptero no podía recogerlos inmediatamente. Pequeñas gotas de sudor salpicaban su cuerpo, entrando en sus ojos nublándole la visión mientras colocaba la hoja de su cuchillo sobre las llamas.

Abrir la herida para permitir que la infección saliera hizo que su estómago se revolviera. Ella gritó cuando vertió el antiséptico, casi saltando fuera de la cama. Vaciló sólo un momento, apoyando su peso sobre sus muslos, y tomando un profundo aliento puso la hoja del cuchillo contra su carne. El olor le puso enfermo. No se apresuró, no queriendo cometer ningún error, fue cuidadoso para limpiar y reparar, antes de entablillar la pierna para mantenerla inmóvil, para darle una mejor probabilidad de curarse.

No podía mirarla mientras limpiaba el lecho y remetía las mantas alrededor de su pierna para mantenerla inmóvil. No se había movido hacía mucho, su respiración era baja, su piel estaba húmeda. Definitivamente en shock. Rachael estaba temblando en reacción. Rio maldijo suavemente. Se relajó a su lado, estirándose a lo largo de la cama, arrastrándola cerca de él, incapaz de pensar en que más podía hacer.

– ¿Rio? -Rachael no se apartó de él, en cambio se acurrucó más cómodamente contra él como un gatito-. Gracias por intentar salvar mi pierna. Sé que ha sido difícil para ti -su voz era débil. Él apenas entendió las palabras.

Rio frotó la barbilla contra la cima de su cabeza, sopló a los hilos de pelo que se engancharon en la barba de varios días.

– Trata de relajarte, no puedo darte más calmantes durante una rato. Solamente déjame sostenerte -sus brazos se apretaron con posesión. Al mismo tiempo algo apretaba su corazón como unas tenazas-. Te contaré un cuento.

Su cuerpo se amoldaba al suyo. Se curvó alrededor de ella, muslo contra muslo, sus nalgas embutidas contra su ingle, su cabeza empujaba segura contra su garganta, y encajaba allí como si hubiera sido hecha para él. Sus pechos eran llenos y suaves y empujaban contra sus brazos cómodamente. Había yacido con ella antes. No una vez, sino muchas veces. El recuerdo de su cuerpo estaba grabado en su cerebro, en sus nervios, en la carne y en los huesos.

Frotó su mejilla en la masa de sedoso cabello. No era todo físico. Sentía algo por ella. Estaba vivo alrededor de ella.

– No es necesariamente una cosa buena -dijo en voz alta-. ¿Lo sabes, verdad?

Rachael cerró los ojos, deseando que su cuerpo dejara de temblar, queriendo que el dolor retrocediera aunque sólo fuera durante un breve espacio de tiempo para darle un momento para respirar normalmente. Rio era un ancla a la que se aferraba, un trozo de realidad que tenía. Cuando cerraba sus ojos, veía a hombres retorciéndose, la piel ondulando sobre sus cuerpos, ojos brillando de un feroz amarillo-verdoso. En aquel mundo de pesadilla el sonido de armas estalló y sintió el golpe de una bala. Miró aquellos mismos ojos inteligentes y vio el dolor y la locura. Oyó su voz gritando No. Eso era todo. Simplemente no.

– Necesito oír tu voz -porque eso ahuyentaba los demonios. Conducía el olor a pólvora y sangre fuera de su mente, y amaba la caricia profunda de su tono.

– No conozco muchas historias, Rachael. Yo nunca he tenido a alguien contándome cuentos a la hora de acostarme -se estremeció por la aspereza de su voz. Era sólo que ella volvía blandas sus entrañas y le hacía difícil recordar que podría haber sido enviada para matarlo. Creía en la lógica y el modo en que ella le afectaba no era lógico.

– Te contaré uno cuando me sienta mejor -ofreció.

Él cerró los ojos. Ella era como un regalo, entregado a él. Enviado a su mundo implacable de violencia y desconfianza.

– Bien -concedió para agradarla-. Pero intenta dormir. Cuanto más duermas más rápido se curará la pierna.

Rachael tenía miedo de dormir. Miedo de dientes y garras y de todo el dolor que los acompañaba. Tenía miedo de perder la tenue atadura a la realidad. Y si así era, seguía olvidando quién era Rio. Se sentía familiar. Reconocía su voz, pero no podía recordar su vida juntos. Cuando le hablaba, flotaba en el sonido de su voz. Cuando sus manos se deslizaban sobre su piel caliente, se sentía segura y querida.

Rio le contó un absurdo cuento sobre monos y osos que inventó. No tenía sentido, de hecho era un cuento de hadas terrible y mostraba que no tenía imaginación, pero ella estaba tranquila, deslizándose en un sueño irregular y eso era todo lo que le importaba. Si la mujer quería un cuento todas las noches, iba a tener que afilar a toda prisa unas habilidades inexistentes y aprender a inventar cuentos interesantes.

Suspiró, su aliento revolvió los zarcillos de su pelo. ¿En qué pensaba queriendo ser capaz de contar historias a la hora de acostarse? No podía imaginarse una cosa tan ridícula, no podía imaginarse por qué lo anhelaba. ¿Una mujer propia? ¿Por qué? ¿Para compartir una casa en lo profundo del bosque? ¿Compartir una vida de muerte y violencia? No sabía nada sobre mujeres. Tenía que sacarla de su vida tan rápidamente como fuera posible.

Rachael murmuraba suavemente en su sueño, agitado, irregular. Una protesta suave contra las pesadillas que se arrastraban en su sueño. Rio la calmó con algunas tonterías murmuradas, ignorando el dolor que traía a su corazón. Ignorando los recuerdos extraños de su cabeza y el endurecimiento de sus músculos. Aunque su cuerpo estaba agotado, su cerebro estaba vivo con la actividad. Ni siquiera lo calmaban los sonidos normales del bosque.

Permaneció escuchándola, el miedo rompiendo en olas sobre él con el pensamiento de que ella sucumbiera al envenenamiento de la sangre. Su piel quemaba contra la suya. La bañó en agua fría, manteniendo la puerta abierta con el mosquitero colgando tanto en la puerta como alrededor de la cama.

Apagó la linterna para impedir que los bichos entraran. La lluvia persistía, un ritmo constante hasta el siguiente golpe tormentoso aproximadamente una hora más tarde. Rabiaba con bastante fuerza como para hacer volar la lluvia a través del pesado follaje. Río se deslizó de la cama, cruzando el cuarto para cerrar la puerta. Estuvo mucho tiempo mirando hacia fuera a la oscuridad, aspirando el aroma de la lluvia, la llamada de la jungla. Un coro de ranas macho cantaba desafinadamente, cazando alegremente compañeras, añadiendo el señuelo al bosque. Durante un momento lo salvaje estaba sobre él, golpeándole con la necesidad de cambiar, de escapar. Pero la llamada de la mujer era más fuerte. Suspiró y cerró la puerta firmemente, dejando fuera el viento y la lluvia. Dejando fuera los sonidos embriagadores de su mundo. Avanzó lentamente hacia la cama, tirando una manta ligera sobre ambos, rodeándola con los brazos y soldando su cuerpo al suyo. Estaba agotado, pero a su cuerpo le llevó tiempo relajarse, a su mente permitirle irse. Cayó dormido con un cuchillo bajo la almohada y una mujer en los brazos.

CAPÍTULO 4

Eran pesadillas. Simplemente una a continuación de otra. Rachael sentía que vivía en un mar de dolor y oscuridad donde nada tenía sentido excepto por la voz de tono bajo de un hombre que le murmuraba para consolarla. La voz era su salvavidas, atrayéndola desde la oscuridad donde los dientes y las garras destrozaban su cuerpo, donde las balas silbaban alrededor y se estampaban en cuerpos, donde la sangre fluía y horribles criaturas se agazapaban para atacarla.