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– ¿Son mascotas?

– No tengo mascotas -dijo malhumoradamente-. Los encontré. A la madre la habían matado y desollado. Yo retrocedí sobre sus huellas y los encontré. Eran muy jóvenes, aún necesitaban leche.

Ella volvió la cabeza hacia él levantando las pestañas así su mirada cercana devoró su rostro. La sonrisa que iluminaba su pálido rostro le quitó el aliento.

– Los amamantaste con biberones, ¿no es así?

Se encogió de hombros, tratando de no sentirse afectado por la forma en que lo miraba. En ella notaba una deslumbrante admiración, una mirada que no se merecía. Nunca nadie lo miraba, lo veía, de la misma forma en que lo hacía ella. Era desconcertante, y aún así lo aceleraba. Perdía una gran cantidad de tiempo tratando de no permitirle a su cuerpo reaccionar, ni a su corazón. Le soltó la mano, alejándose de la cama rápidamente.

Ella se rió de él, un sonido suave y tentador que sintió como si hubiera dedos jugando sobre su piel. Estaba empezando a sentirse desesperado. Yacía en la cama, con el cuerpo lujurioso y tentador, el sedoso cabello derramándose alrededor de la cabeza como un halo. Deseaba que sólo se tratara de la tentación de su cuerpo. Eso al menos tendría sentido. No había estado con una mujer en mucho tiempo. Curvas de mujer, suave piel, calor y la fragancia del bosque eran una combinación temeraria y podía proporcionarle una excusa para la feroz reacción de su cuerpo ante el de ella. Pero era mucho más que eso. El conocimiento de su cuerpo. Recuerdos de su risa. Susurros en la noche, un mundo secreto que compartían. La mente y el corazón reaccionaban ante su presencia. Y maldita sea, si fuera un hombre que creyera en esas tonterías, habría pensado que su alma la reconocía.

– ¿No es así? -Rachael persistía- Encontraste unos gatitos bebé y los trajiste a tu casa y los alimentaste con biberones.

– No estoy de acuerdo con desollar animales -fue conciso.

Ella observó como el rojo rubor le trepaba por el cuello hacia la cara. El hombre no se sentía para nada avergonzado por andar desnudo por ahí pero se ponía rojo al admitir un acto de bondad. Ese rubor le pareció adorable.

– ¿Por qué siempre andas caminando por ahí desnudo? ¿Me topé con una Colonia Nudista secreta? ¿O crees que disfruto mirándote desnudo?

– En realidad disfrutas viéndome -Rio sonrió a pesar de sí mismo. Era muy abierta en la apreciación de su cuerpo.

Rachael le contestó con el usual candor.

– Bueno, debo admitir que eres hermoso para observar, pero está empezando a hacerme sentir incómoda. ¿Por qué lo haces?

Su ceja se disparó hacia arriba.

– Hace que sea mucho más fácil cambiar de forma a la de leopardo para salir a correr por el bosque.

Ella le hizo una mueca.

– Ja, ja, ¿Siempre eres tan gracioso? Supongo que nunca me dejarás olvidar eso. Pienso que después de lo que pasó es perfectamente lógico tener pesadillas sobre hombres convirtiéndose en leopardos malignos.

– ¿Leopardos malignos? -Él revolvió buscando en un pequeño armario de madera y volvió con un par de vaqueros-. Los leopardos no son malignos. Puede que sean depredadores naturales, pero no son malignos.

– Gracias por hacer tal distinción. No tenía idea de que hubiera una diferencia. Sentí lo mismo cuando me estaban masticando la pierna.

– Eso fue mi culpa. Estaba enfocado en la idea de que alguien me esperaba para matarme.

– ¿Por qué alguien querría matarte?

El se rió suavemente.

– Entonces, ¿no te parece que es más lógico que alguien quiera matar a un hombre como yo que a una mujer como tú?

Quería desviar la mirada, pero estaba fascinada por el juego de músculos debajo de la piel. El aliento se le quedó atascado en la garganta mientras lo veía meterse dentro de los tejanos y subírselos casualmente por encima de la fuerte columna de los muslos y las estrechas caderas. Descuidadamente abrochó un par de botones y dejó el resto desabrochados como si fuera demasiada molestia terminar.

Se humedeció los labios, que súbitamente se le habían secado, con la punta de la lengua antes de poder hablar.

– Rio, este es tu hogar. Yo soy la intrusa. Si estás más cómodo sin ropa, puedo vivir con ello -La conmovió el hecho de que se cubriera por ella… y parte de ella no lo quería vestido. Había algo primitivo y sensual sobre la forma en que caminaba tan silenciosamente a través de la pequeña casa, descalzo y desnudo.

– No me molesta Rachael. Estás atrapada en la cama y sé que te duele como el demonio. Aprecio el hecho de que no te quejes -dejó que pasara un latido. Dos-. Mucho.

– ¡Mucho! -lo miró-. No he dicho una palabra sobre dispararle a tus preciosos pequeños gatitos cuando pueda salir de esta cama. Pero lo estoy considerando. Los malcrías abominablemente, y para que lo sepas, estropea tu imagen de tipo duro, la hace trizas.

Los gatos, en medio de una violenta lucha, se golpearon contra el borde de la cama y toda la bravata de Rachael, que le había costado tanto pronunciar, desapareció por completo. Jadeó con alarma y se abalanzó hacia un costado lejos de ellos. Rio, parado al lado del armario, cubrió la distancia entre ellos con un salto, fijándola contra la cama, los ojos verdes súbitamente brillando de un color amarillo oro. La cara a pulgadas de la de ella. Rachael miró hacia arriba, apretándose la manta contra los pechos desnudos, pareciendo asustada, tratando de hacerse la valiente, tentándolo hasta casi más allá de su resistencia.

La agarró entre los brazos, con cuidado de evitar que se le moviera la pierna.

– Tienes que tener presente en todo momento que no puedes moverte. Estoy a punto de quedarme sin antibióticos y esa pierna no puede volver a abrirse. Dale un par de días más.

Rachael era muy consciente del pecho desnudo presionando contra sus pechos, de las manos deslizándose arriba y abajo por su espalda en un movimiento calmante. Pero más que nada era consciente de la distancia que había cubierto con un solo salto. Una distancia imposible. Inclinó la cabeza para mirarlo, para examinarle detenidamente los rasgos. Tenía cicatrices, sí. Le habían roto la nariz más de una vez, pero encontraba que era el hombre más fascinante que jamás hubiera conocido. Los ojos eran diferentes. Más como los de un gato.

– Lo estás haciendo otra vez -levantó la barbilla, rompiendo el contacto de los ojos, para frotar la mandíbula sobre la parte de arriba de su cabeza-. Puedo ver el miedo en tu cara, Rachael, si fuera a lastimarte, ¿No lo habría hecho ya? -Había exasperación en la voz.

Rachael retrocedió ante su lógica.

– Los gatos me ponen nerviosa, eso es todo.

Él deslizó los dedos hacia la nuca masajeándola suavemente.

– Después de lo que has pasado, no te culpo, pero no te atacaran. Déjame que te los presente. Eso ayudará.

– Antes de que lo hagas, ¿te importaría buscarme una camisa para ponerme? Creo que me sentiría menos vulnerable -Y tal vez evitara que su cuerpo reaccionara al de él, le dolían los pechos ansiando que los tocara. La pierna era un desastre, dolorida e hinchada, la fiebre la consumía, pero aún así parecía incapaz de evitar la extraña atracción que sentía por él-. Si tus violentas mascotas deciden comerme para la cena al menos deberán trabajar por ella masticando a través de la ropa -Los músculos de él se sentían como acero debajo de su muy humana piel-. ¿Cómo hiciste eso? ¿Cómo cruzaste toda la habitación de un solo salto? -si estaba perdiendo la razón, era mejor saberlo inmediatamente-. No lo imaginé y no es por la fiebre.

– No, la fiebre te ha bajado un poco -concedió mientras la ayudaba a colocarse en una posición que la dejaba completamente tendida-. Vivo en el bosque y lo he hecho casi toda mi vida. Corro por arriba y por debajo de las ramas y salto de una a la otra todo el tiempo. Trepo árboles y nado en el río. Es una forma de vida.