– Kim no miente. Si sigue vivo; cosa que voy a averiguar cuanto antes; le pediré que desaparezca para que no le hagan preguntas. Tiene un bien merecida reputación y no debe perderla por esto.
Rachael apartó la cara.
– Me gustaba. Me gustaba más que los otros. No creo que los bandidos quisieran secuestrarnos por el rescate, creo que les pagaron mucho dinero para encontrarme.
Río sacudió la cabeza.
– No puedo creer que alguien te odie tanto.
– No dije que él me odiara.
Sintió el golpe en su tripa, la extensión oscura de los celos, los peligrosos restos de su lado animal. No iba a dejar que la pasión le cegara, era demasiado peligroso. Ahora tenía una vida de la que disfrutaba y que podía vivir. Rachael no iba a causar su ruina.
El viento cambió, llenando sus caras con gotitas de agua. Río se inclinó inmediatamente sobre ella, protegiendola de la lluvia hasta que el viento volvió a cambiar.
– Los bandidos son habituales por aquí, tanto río arriba como río abajo. Y no solo aquí si no en todos los países donde hay bosques y ríos en los que desaparecer rápidamente. Indochina, Malasia, Filipinas, Tailandia, todos ellos. No es una situación única ni anormal. ¿no te advirtieron de los peligros? -mantuvo el tono de voz bajo. No iba a traicionar la furia que ardía en su interior. Ella no le pertenecía. Y nunca iba a pertenecerle.
– Las probabilidades parecen estar a nuestro favor.
– Lo veo continuamente. Deberías haberte quedado en casa, Rachael. Deberías haber acudido a la policia.
– No todos tenemos esa opción, Rio. Hice todo lo que pude dadas las circunstancias. Solo me quedaré aquí el tiempo necesario hasta que se me cure la pierna.
– ¿Crees que eso va a suceder de la noche a la mañana?
Su voz era baja, casi sensual y suave como el terciopelo, pero ella tuvo que contener las lágrimas. Llevaba el peligro con ella, tanto si él quería creerlo como si no. Quería pensar que podía alejarse, mantenerse a salvo, pero sabía que él tenía razón. No quería volver nunca más a la realidad que era su vida. Si estuvo lo bastante desesperada como para desafiar al embravecido río, él debía adivinar que necesitaba algo de tiempo para poder suponer que estaba a salvo.
El bosque la llamaba, un oscuro santuario capaz de ocultar toda clase de secretos. ¿Por qué no a ella? El follaje y las enredaderas ocultaban su casa situada entre las ramas de un árbol. Tenía que haber un modo de desaparecer en el bosque pluvial.
– Rio, se que vives aquí porque te ocultas del mundo. ¿No puedes enseñarme a sobrevivir en este lugar? Tiene que haber algún lugar para mí.
– Nací aquí. El bosque es mi casa y siempre lo será. No puedo vivir en la ciudad. No tengo ningún deseo de vivir y trabajar allí. No quiero ni televisión ni películas. Voy, consigo mis libros y soy un hombre feliz. Una mujer como tú no podría vivir aquí.
– ¿Como yo? -le miró con sus poderosos ojos oscuros- ¿Una mujer como yo? ¿Y que tipo de mujer soy, Rio? Me gustaría saberlo, porque lo dices mucho. Una mujer como yo.
Río no volvió la cabeza, estaba divertido e incluso admirado. En la voz de ella había un tono de desafío típicamente femenino. Estaba sentada en su porche delantero, envuelta en su camisa, con el muslo desnudo pegado a su pierna, con una devastadora infección y la selva acechando; y seguía actuando como si estuviera en su propia casa e incluso se molestaba con él.
En casa con él. A gusto, como si se conocieran desde siempre.
Un pájaro gritó una advertencia, por encima del follaje. Los monos parecieron dar una alerta. Todo movimiento en el bosque, cesó. Se produjo un repentino y antinatural silencio. Solo se oía el sonido monótono de la lluvia. Rio se puso instantaneamente de pie, escondiendose entre las sombras, elevando el rostro al viento, olisqueando el aire como si percibiera el olor de los enemigos. Chasqueó los dedos, agachándose, cuando los dos leopardos se movieron silenciosamente por la veranda, como si les hubiera convocado. Uno de ellos enseñó los dientes con un silencioso gruñido. Rio se acuclilló lentamente, con cuidado para no hacer ruido, rodeó los cuellos de ambos felinos con los brazos y le acarició mientras les susurraba algo. Cuando se alejó, los dos leopardos treparon a los árboles.
Río levantó Rachael en sus brazos. Otra vez sus movimientos fueron lentos, muy lentos.
– No hagas ni un solo ruido. Ni un sonido, Rachael -Sus labios estaban presionados contra su oído, enviando un pequeño estremecimiento por su espina dorsal. Se movió con agilidad para colocarla de espaldas encima de la cama. Estando como estaba pegada a su cuerpo, le notó temblar, algo se movió bajo su piel empujando contra la de ella. La perturbó por un momento. Sus manos fueron suaves cuando la arropó pero ella notó algo afilado a lo largo de su piel, como si algo la hubiera arañado.
Cogiendo su cara entre las manos, la miró fijamente a los ojos.
– Tengo que asegurarme de que sabes lo que haces. Estaré ahí -señaló la puerta abierta- será lo mejor. No puedes encender ninguna luz, Rachael, si no quieres delatar tu escondite. Tendrás que arreglartelas a oscuras y te daré un arma, pero tienes que permanecer alerta. ¿Podrás hacerlo?
La voz de Río era tan solo un hilo. Rachael le miró y quedó atrapada en su feroz mirada. Sus ojos eran, en ese momento, más amarillos que verdes, tenía las pupilas dialtadas y miraba fijamente. Parecía un misterioso e inolvidable animal salvaje a punto de salir de caza. Su corazón empezó a palpitar.
– Rachael, contéstame. Tengo que saberlo -un destello de preocupación atravesó sus ojos. Su expresión era sombría- Viene alguien.
Había algo completamente diferente en sus ojos. No era una alucinación. Sus ojos eran enormes, amplios, miraban fijamente, había una misteriosa tranquilidad en ellos, algo intensamente peligroso. La pupilas eran tres veces mayores a las de ningún otro ser humano, permitiéndole ver en la oscura noche. Se humedeció los labios con la lengua. Rio no parpadeó, ni apartó la mirada de su rostro. Sus ojos parecían de mármol o de cristal, viendolo todo, omniscente, terriblemente extraños y, aún así, hermosos.
– Debes tener una excelente visión por la noche.
Las palabras sonaron como un chirrido. Estúpida.
Rachael parecía una niña asustada. Tenía un enemigo real. No podía enfrentarse a seres sobrenaturales y asustarse a sí misma. Enderezó los hombros, decidida a recuperarse.
– Creo que me han encontrado, Rio. Te harán daño si te quedas conmigo, no les importará que no sepas nada.
– Puede que no sea nada, pero definitivamente tenemos un intruso. Tengo que asegurarme de que vas a estar bien, Rachael. No quiero volver y encontrarme con que te has pegado un tiro sin querer. Y no quiero que intentes dispararme a mi.
– Vete, estoy bien. No tengo ningún problema en la vista.
Y así era. Nunca había tenido ningún problema en ver de noche, pero le parecía ser capaz de ver mucho más claramente que antes. O quizá fuera simplemente que se había acostumbrado a la débil claridad del bosque. Solo tenía una mano sana y le estaba temblando, de modo que la escondió bajo las mantas. Rachael no estaba dispuesta a lloriquear por la sensación de nauseas ante el dolor desgarrador que le produjo el movimiento, no cuando él estaba a punto de salir solo a enfrentarse al intruso.
Él comprobó el arma, y la depositó en la cama, al lado de ella. Le puso la mano en la frente. Estaba caliente.
– Permanece alerta, Rachael.
Río estaba poco dispuesto a abandonarla. Algo le decía que estaba reviviendo una vieja escena: recordaba haberla acariciado, el tacto de su pelo deslizándose entre sus dedos mientras se adentraba en la noche para cazar a un enemigo. Y cuando volvía… algo le apretó dolorosamente el corazón.
– Rachael, tienes que estar aquí cuando regrese. Tienes que vivir para mi.