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No tenía ni idea de porqué lo decía. No sabía porque lo sentía, pero tuvo la acuciante necesidad de advertirla. Algo había sucedido o estaba a punto de suceder, otra cosa no tenía sentido. Al parecer su cerebro guardaba una memoria que le decía que Rachael no debería estar allí.

– Buena caza, Rio. Que toda la magia del bosque te acompañe y que la fortuna sea tu compañera de viaje -las palabras salieron de su boca, y la voz era la suya, pero Rachael no tenía ni idea de donde habían salido.

Supo instintivamente que había pronunciado unas palabras rituales, pero no como las conocía ni a que ritual pertenecían; lo único que sabía era que las había dicho antes.

Se pasó la mano por la cara en un esfuerzo para desterrar las cosas que no entendía.

– Estaré bien. Puedo manejar un arma, ya lo he hecho antes. Tú ten cuidado.

Rio la miró fijamente a los ojos durante un largo instante, temiendo apartar la mirada de ella y de que cuando volviera, hubiera desaparecido… o la encontrara muerta, intentando proteger a su hijo desesperadamente. Echó la cabeza hacia atrás; un rabia feroz y un dolor terrible se conjugaron en una bola de emociones imposibles de entender.

– Sobrevive, Rachael -repitió bruscamente. Una orden, una súplica. Se obligó a apartarse de ella y salir.

El cambio ya estaba ocurriendo en su corazón y en su mente, el peligroso felino que había en su interior apareció; la piel onduló en brazos y piernas, se le dobló el cuerpo, se retorció, los musculos se estiraron y alargaron. Abrazó el cambio, el modo de vida que había elegido, aceptando el poder y la fuerza del leopardo, dándole rienda suelta en la seguridad de su territorio. Rio estiró los brazos, los dedos se extendieron mientras se le curvaban los nudillos y las garras arañaban el suelo de la terraza, retrayéndose después.

El leopardo era grande. Se sentó tranquilamente, levantando la cabeza para olisquear el viento. Sus bigotes actuaban como un radar, recogiendo todos y cada uno de los detalles de lo que le rodeaba. Los músculos se tensaron, poderosos y fuertes mientras el animal se agachaba y saltaba hasta un gran rama que se elevaba, alejándose de la casa. Se movió a favor del viento, bajo el dosel de hojas. Cuando el leopardo miró hacia atrás comprobó que las enredaderas y el follaje protegían la casa de las miradas curiosas. En la oscuridad era casi imposible distinguirla a menos que se conociera su existencia.

El bosque rebosaba de información, desde el sumbido de los insectos hasta los gritos de advertencia de un pájaro. Rio se movió rápida y silenciosamente por las anchas ramas, manteniendose agachado, clavando las uñas en la madera mientras seguía subiendo, retrayéndolas cuando andaba entre el follaje con cuidado para no mover las hojas. El más pequeño de los otros dos leopardos surgió entre la cerrada niebla, con el hocico retraído en un gruñido. Rio se quedó completamente quieto, agachándose más, levantando la cabeza para olisquear el viento.

El intruso no era humano. Inmediatamente el carácter feroz del leopardo se elevó y se extendió con la violencia de un volcán. Río aceptó la rabia y la ferocidad, las canalizó profundamente en el corazón de la bestia. Se movió con la mayor precaución, sabiendo que estaba siendo acechado, sabiendo que alguien de su propia especie había decidido traicionarlo. Su labio se elevó en un gruñido silencioso, revelando unos enormes colmillos. Moviendo las orejas, el leopardo empezó a moverse lentamente entre la abundante vegetación que cubría el suelo del bosque. El viento trajo el olor del traidor, señalando su posición a pocos metros de Rio.

Rio se arrastró a través de una rama grande por encima del descubierto leopardo. Era macho y grande. El animal balanceó su cabeza, alerta, mirando con desconfianza hacia el árbol donde Río permanecía agachado e inmóvil. Inmediatamente, Franz, oculto en algún lugar entre los densos arbustos, pisó deliberadamente una pequeña rama, partiendola por la mitad. El sonido retumbó en el silencio del bosque.

El leopardo moteado se tranquilizó, se agachó mirando con atención en la dirección donde se encontraba el leopardo más pequeño. Rio aprovechó la oportunidad para acercarse, en silencio, cautelosamente. Franz había arriesgado su vida. Si daba con él, el leopardo más grande lo mataría fácilmente. El leopardo moteado, más grande, estaba definitivamente de caza.

Rio se movió con agilidad sobre la rama de árbol, saltó silenciosamente a la rama de debajo, se quedó quieto cuando el leopardo moteado levantó la cabeza para oler el viento. Fritz, varios centenares de metros más lejos de Franz, emitió un gruñido bajo que el viento llevó al interior del bosque. El lopardo moteado se agachó, echó hacia atrás los labios, separó las orejas y bajó la cola en posición de ataque, mirando atentamente hacia la dirección del sonido.

Río se lanzó, saltando ágilmente desde arriba. El leopardo moteado se volvió en el último momento sacando sus enormes garras, arañando a Rio en el costado pero sin poder evitar por completo el mortal mordisco de Rio cuando le clavó los colmillos en la garganta.

Inmediatamente el bosque volvió a la vida con el ruido de la batalla; los monos chillaron, los pájaros echaron a volar, los murciélagos saltaron de árbol en árbol mientras los dos enormes felinos enseñaban colmillos y garras, rodándo por el suelo del bosque e intentando matarse. Donde antes había silencio, ahora solo había caos, los animales se gritaban advertencias los unos a los otros mientras la mortal batalla continuaba. Un orangután, recostado en su cama de hojas entre las ramas de los árboles, lanzó con fastidio un puñado de hojas hacia los dos felinos, que luchaban y se gruñían en un peligroso baile de afiladas garras y penetrantes dientes.

Los leopardos usaban su peso, se retorcían en posiciones casi imposibles, curvando la espina dorsal, dando vueltas el uno alrededor del otro, lanzandose a la garganta del contrario. La batalla fue breve, pero feroz, los gruñidos y los feroces rugidos reverberaban entre los árboles, directamente a la cúpula de amenazantes nubes que cubrian el cielo. Las nubes respondierón lanzando una lluvia torrencial. Aunque las gotas apenas podían traspasar el techo de árboles, fue suficiente para tranquilizar a los monos que chillaban y hacer que los pájaros corrieran a ponerse a cubierto.

El leopardo moteado empezó a rodar para librarse del asimiento de Rio y echó a correr, subiendose a las ramas y moviendose con rápidez para huir. El furioso felino se dirigió intencionadamente hacia el lugar donde estaba el leopardo más pequeño. Rio inició la persecución enviando un aviso de advertencia, pero el leopardo moteado ya estaba encima de Fritz, agarrándole el cuello entre los colmillos y sacudiéndolo de un lado a otro brutalmente. Lo dejó caer al suelo y saltó al tiempo que Rio se lanzaba al ataque. Las garras se clavaron en los cuartos traseros del leopardo moteado. Su aullido de dolor hizo que los pájaros salieran volando otra vez, pero siguió huyendo, clavando las garras en las ramas para escapar.

Río se lanzó rápidamente al suelo para evaluar los daños de Fritz. El otro leopardo le había producido una herida grave, pero estaba vivo. Rio siseó una advertencia cargada de furia. Tuvo que luchar contra su propia naturaleza que le ordenaba perseguir a la presa que huía. Contuvo el deseo que ardía en su estómago exigiendo venganza.

No le cabía ninguna duda de que se había enfrentado a uno de su clase, una inteligente mezcla de leopardo y hombre. Había ido a matarle. Rio conocía a casi todos los suyos; eran pocos los que vivían en el bosque. Muchos estaban dispersos por otros países y algunos habían decidido vivir en las ciudades como humanos; pero la mayoría no se conocían entre sí. Rio no reconoció el olor de su perseguidor, pero si la astucia de decidir no matar al leopardo nublado en un arranque de ira. El ataque había sido hecho a sangre fría y había aprovechado el momento oportuno. El leopardo moteado sabía que Rio jamás abandonaría al otro mortalmente herido, para perseguirle. Y eso le indicaba más cosas. Su perseguidor sabía que Rio viajaba con dos leopardos nublados.