– Buen Franz -susurró- Buena caza, muchacho.
Sus ojos no abandonaron el suelo del bosque.
El talón de una bota dejó un pequeño surco en la vegetación, cuando el francotirador cambió de posición para poder ver las copas de los árboles sobre su cabeza. Rio disparó tres veces en rápida sucesión, espaciando cada bala por encima del intruso cuando este se dio cuenta que lo había descubierto. El francotirador gritó al rodar sobre un pequeño terraplén, y abruptamente se hizo el silencio.
Rio ya estaba corriendo por el camino de ramas, cambiando de posición, acercándose a su objetivo. Tosió dos veces, aplastándose contra el suelo para distorsionar el sonido, indicándole a Franz que diese vueltas alrededor y permaneciese a cubierto. Entonces se levantó y volvió a correr, cubriendo toda la distancia posible antes de que el francotirador se pudiese recuperar.
A Rio le era más cómodo acechar a sus presas desde las copas de los árboles, pero aún así empezó a descender a niveles más bajos, usando ramas gruesas para moverse con rapidez de árbol en árbol, cuidadoso de seguir a cubierto. Cayó al suelo, aterrizando agachado y permaneciendo totalmente inmóvil, mezclándose entre las profundas sombras del bosque.
Permaneció en silencio, olfateando el viento. La sangre era un olor distintivo, inequívoco en el aire. Las gotas de lluvia penetraban en el dosel de hojas y salpicaban la podrida vegetación. Un lagarto de color verde intenso corrió por el tronco de un árbol, distrayendo su atención. Una salpicadura roja manchó un helecho encajado en la corteza. Rio permanecía quieto, su mirada fija barría el terreno en busca de cualquier movimiento, de cualquier señal del intruso.
Una serie de cortos ladridos indicó una manada de ciervos adultos en las cercanías. Algo los había perturbado lo suficiente para dar la alarma. Rio saltó sobre un rama baja y emitió el gruñido de su especie para alertar a Franz. El enemigo estaba herido y huyendo. Había más sangre en las gruesas agujas y en las hojas del suelo donde el francotirador había rodado, pero no era sangre de una arteria.
Rio volvió a mirar cuidadosamente las ramas por encima y a su alrededor. Suspiró al agacharse a recoger una bota. El hombre había tenido el tiempo justo para envolver la herida y restañar el flujo de sangre, y dejar caer su rifle y ropas. Luego había pasado a los árboles, usando la forma de leopardo para escapar. Era mucho más rápido y eficiente atravesar las ramas que intentar correr herido, retrasado por el peso de las ropas, las armas y la munición. Menospreciar a un leopardo herido por la noche era una locura. Especialmente a uno de su especie que era astuto e inteligente y tenía un entrenamiento especial.
Rio exploró a fondo, sabiendo que los leopardos con frecuencia retrocedían y acechaban a su presa. Primero encontró sangre manchando la rama de un árbol, y después una hoja dañada y torcida, las únicas dos señales que indicaban el paso de un gato grande. Franz se le unió, olfateando el aire, gruñendo, impaciente por la persecución. Rio era mucho más cauteloso. Perseguían a un profesional, a hombre capaz de cambiar de forma. Como Rio, habría planeado varias rutas de escape. Habría escondido armas y ropas a lo largo de ellas y habría fijado trampas con tiempo ante la posibilidad de una persecución.
Rio quería asegurarse de que el francotirador no hubiese vuelto sobre sus pasos, pero no quiso dejar sola a Rachael demasiado tiempo mientras no sabía el alcance de las heridas de su pierna. Colocó una mano en la cabeza de Franz, un gesto de contención.
– Lo sé. Ya ha venido dos veces por nosotros. Lo buscaremos más tarde. Tenemos que mover a nuestros heridos, muchacho.
Le rascó detrás de las orejas y con resolución se dio la vuelta para coger las ropas y las armas que el francotirador había dejado atrás. No creía que fuese a encontrar una identificación, pero podría aprender algo de ellas.
Rio se encaminó de vuelta a la casa, con Franz detrás, tomándose tiempo para hacer una inspección más cuidadosa del suelo y los árboles de su territorio. Encontró el lugar donde el francotirador había esperado una oportunidad como la que Rio le dio al encender la vela. El movimiento cambiante de las sombras contra la fina manta tejida era suficiente para permitirle al francotirador hacer blanco. Se paró a unos pasos de la terraza, respirando profundamente, absorbiendo la idea de que Rachael podría haber muerto.
Se sintió enfermo, con el estómago revuelto. El sudor que empapó su cuerpo no tenía nada que ver con el calor. El viento raramente tocaba el suelo del bosque. Allí siempre estaba todo extraordinariamente tranquilo, el denso dosel de hojas haciendo de escudo, y sin embargo en las copas los árboles, el viento susurraba, jugaba y bailaba a través de las hojas. El sonido lo calmaba, el ritmo de la naturaleza.
Rio podía entender las leyes del bosque. Podía incluso entender la necesidad de violencia en su mundo, pero no podía imaginar lo que había hecho Rachael para merecer una sentencia de muerte. Si uno de su gente había contratado para matar a una mujer a sangre fría, sabía que el asesino no pararía hasta que el encargo fuese realizado. Su especie era resuelta, y ahora el ego del hombre estaría dañado. La cólera lenta y ardiente daría paso a un odio oscuro y retorcido que se extendería hasta convertirse en una enfermedad. El macho había fallado dos veces y en ambas, Rio y sus leopardos nebulosos, dos seres inferiores, habían interferido. Ahora sería algo personal.
Rio subió a la terraza.
– Rachael, estoy entrando -Esperó a un sonido. A una señal. No se dio cuenta que estaba aguantando la respiración hasta que oyó su voz. Tensa. Asustada. Resuelta. Tan Rachael. Estaba viva.
Rachael seguía en la misma posición sobre el suelo como cuando él se había ido. El hecho de que ella confiara en su maestría elevó aún más su espíritu. Levantó la cabeza y lo miró, tumbada, con la camisa apenas cubriendo su trasero, las piernas medio estiradas bajo la cama, su pelo revuelto y salvaje, derramándose por su cara, y con una enorme sonrisa.
– Qué bien que hayas vuelto. Dormí un poco, pero empecé a sentir hambre -Su mirada se movió ansiosa sobre él, obviamente buscando daños. Su sonrisa se ensanchó- Y sed. Podría tomar una de esas bebidas que tanto te gusta preparar.
– ¿Y quizá un poco de ayuda para levantarte? -Se dio cuenta de que su voz sonaba rasposa, casi ronca, una emoción que lo cogió desprevenido. Fritz estaba enroscado a su lado y el arma y el cuchillo estaban en el piso al lado de su mano.
– Eso también. Oí tiros -Hubo una pequeña pausa en su voz, pero consiguió mantener la sonrisa en su cara.
Rio supo que la amaba. Era esa sonrisa atrevida. La alegría en sus ojos. La ansiedad por su seguridad. Nunca olvidaría ese momento. Cómo se veía tumbada en el suelo, con la pierna sangrando, la camisa torcida alrededor de su cintura mostrando su delicioso trasero desnudo y su sonrisa. Estaba tan hermosa que lo dejó sin respiración.
Rio se arrodilló a su lado, examinando cuidadosamente el daño de su pierna.
– Esta vez tuvimos suerte, Rachael. Sé que duele, pero no tiene mal aspecto. Ahora voy a levantarte y te va a sacudir un poco. Deja que yo haga todo.
A ella siempre le sorprendía su enorme fuerza. Incluso después de saber lo que era, todavía la asombró la facilidad con la que la levantó y la colocó de nuevo en la cama. No pudo evitarlo. Tuvo que tocarlo, trazar su cara, pasar las yemas de los dedos por su pecho, solo para sentir que estaba vivo.
– Oí tiros -repitió, exigiendo una explicación.
– Lo herí ligeramente. Es uno de los míos, pero no reconozco su rastro. Nunca lo he conocido. No somos los únicos. Algunos de los nuestros viven en África, otros en Sudamérica. Alguien pudo haber importado… -su voz se apagó.
– ¿Un asesino a sueldo? -proveyó ella.