Viajaron durante millas bajo la empapada lluvia. Cerca de casa, Rio estaba empezando a relajarse cuando Fritz elevó su cabeza, súbitamente alerta, girándose de forma brusca para rozar al hombre que instantáneamente se detuvo, haciéndose casi invisible, una sombra entre los altos árboles. Detrás de él, el segundo gato se pegó al suelo, congelado, una estatua con ojos brillantes. Rio siseó suavemente entre sus dientes e hizo una pequeña señal circular con una mano. Fritz inmediatamente desapareció en el bosque, moviéndose cuidadosamente, deteniéndose al lado de un árbol. El animal rodeó el largo tronco una vez, entonces, igual que un silencioso espectro, regresó al hombre. Juntos, los tres se aproximaron, asegurándose de no hacer más ruido que el que hacía el Leopardo Longibanda. Haciendo caso omiso a la ferocidad de la tormenta que rugía a su alrededor, Rio inspeccionó el árbol cuidadosamente. Una cuerda alcanzaba de un tronco a otro.
– Esto no es un garrote -murmuró en voz alta a los gatos-. Sólo es un trozo de cuerda, ni siquiera oculta. ¿Por qué delatarían su presencia de esta manera? -desconcertado, examinó el suelo, claramente esperando una trampa de algún tipo. Era imposible encontrar una pista en la empapada vegetación. Indicó a los animales que se extendieran y continuó con más precaución a lo largo del débil rastro.
Rio siempre se cuidaba de usar diferentes rutas para alcanzar el árbol al lado del río. Si alguien hiciera una inspección cuidadosa del árbol, encontrarían muy probablemente las marcas de garras de un leopardo, o pensarían que algunas cicatrices habían sido causadas por las improvisadas escaleras, estacas, escalones, para alcanzar un nido de abejas salvajes. Él dejaba poca o ninguna señal, y siempre se llevaba el sistema de poleas con él. Aún así, si su ruta había sido comprometida, era posible que los rebeldes hubiesen enviado un asesino por delante para rodearle y acaso mentir, en espera de él. Aunque su identidad era un misterio, había estado en la cima de la lista de éxitos durante mucho tiempo.
Su casa estaba en el profundo interior del bosque pluvial. Solía usar diferentes rutas para llegar allí, a menudo trepaba a los árboles para no dejar rastro, pero aún así, cualquiera que hubiera podido encontrarlo tenía que haber sido bastante persistente. Era más que bueno para rastrear y algunos de su tipo se vendían si el dinero era lo bastante bueno.
Las raíces de los árboles eran altas y abiertas en un amplio abanico, acaparando un considerable territorio como si lo demandase. Las grandes redes de raíces creaban una jungla en miniatura. A lo largo de los cientos de troncos, otras especies de plantas y moldes crecían para crear una miríada de colores. En el tremendo diluvio los hongos crecían sobre lo caído, podridos troncos resplandecían en la oscuridad con misteriosos verdes y blancos brillantes. La inquieta mirada de Rio observó y catalogó el fenómeno, destacándolo como poco importante hasta que registró una pequeña mancha sobre un tronco, después una minúscula muesca sobre una raíz. Un giro de sus dedos envió una silenciosa señal a los gatos. Los animales fraccionaron el área, entrecruzándose hacia atrás y adelante, siseando y escupiendo en advertencia.
Se aproximó a su casa desde el sur, sabiendo que era el lado más oculto y por lo tanto más vulnerable sería el enemigo que estuviese tendido a la espera. La casa estaba construida entre los árboles, una estructura corrida a lo largo de las más altas y gruesas ramas, por encima del suelo y nada fácil de ver con el tupido follaje. Con los años los hongos y las orquídeas cubrieron progresivamente las paredes de su casa, haciéndola casi invisible. Había fomentado el crecimiento de las gruesas vides para ocultar la casa de ojos fisgones.
Rio alzó la cabeza para oler el aire. Con la lluvia debería haber sido imposible detectar el tenue aroma de leña quemada, pero él tenía un acusado sentido del olfato. Llevaba setenta y dos horas sin dormir.
Dos semanas de cansado y duro viaje. Un cuchillo había rebanado de un lado a otro su vientre y todavía quemaba igual que un atizador caliente. Una bala afeitó la piel de su cadera. Ninguna de las dos heridas era significativa. Ciertamente las había sufrido peores a lo largo de los años, pero dejar demasiado tiempo sin tratamiento tales heridas en el bosque podría acabar en desastre. Enderezó sus hombros y se dirigió a su casa con firme determinación.
A pesar del río inundado, a pesar de todas sus cuidadosas precauciones, parecía como si el enemigo hubiese dado un rodeo para tomar la delantera y tenderse esperando en su propia casa. Un error muy estúpido y costoso.
Los gatos se aproximaron desde cada lado, avanzando a ras del suelo, moviéndose hacia los árboles donde estaba localizada la casa. Rio se quitó su mochila, dejándola sobre el suelo contra un grueso tronco. Todo el rato permaneció agachado, sabiendo que sería difícil verle con la torrencial lluvia. El viento gritaba y gemía a través de los árboles, sacudiendo hojas y lanzando pequeñas ramitas y ramas en cada dirección. No obstante permaneció estudiando la casa por un largo rato. Un débil rastro de humo se elevaba desde la chimenea para ser disipado rápidamente en el elevado dosel. Una débil luz parpadeante oscilaba desde un bajo fuego junto a las mantas de lana que colgaban sobre las ventanas pudiendo ser vislumbradas a través del siempre movible follaje. No había movimiento en la cabaña. Cualquiera que hubiese sido enviado a asesinarle o estaba todavía a una buena distancia, o le habían colocado una tentadora trampa. Rio siseó entre dientes atrayendo la atención de los gatos, dio una señal con la mano, un rápido aleteo con sus dedos y los tres, igual que oscuros fantasmas, ojearon la tierra detrás de los árboles en busca de cualquier pista que la feroz lluvia no hubiese borrado.
Ellos se movieron en un ajustado círculo hasta que llegaron a la enorme red de raíces y ramas. Los músculos de Rio se agrupaban y se contraían, ondulándose bajo la capa de piel cuando saltó al interior del árbol, aterrizando agachado con perfecto equilibrio. Los gatos se arrastraron silenciosamente dentro de la red de ramas de árbol para llegar a la terraza. Las ramas estaban pulidas por el aguacero, pero el trío de cazadores maniobró hasta la casa con cómoda familiaridad. Rio probó el suelo. Encontrándolo resistente, sacó el cuchillo de la funda de cuero oculta entre sus omóplatos. En el destello del relámpago, la larga y afilada hoja de metal destellaba brillante. Deslizó la hoja en la grieta de la puerta y lentamente, pulgada a pulgada, forzó la pesada barra de metal del interior hacia arriba.
La puerta se abrió, entonces la cerró furtivamente, la repentina corriente fría hizo elevarse las llamas del fuego, bailando y crepitando antes de volver a bajar. Rio esperó un latido de corazón para que sus ojos se ajustaran al cambio de luz. Se movió cautelosamente cruzando la amplia extensión de suelo, poniendo cuidado en sus pisadas, evitando cada tabla chirriante. Una borrosa figura se movió agitada sobre la cama.
Rio se tiró al suelo, sobre su estómago mientras que el salvaje arrebato en él rasgó a través de su cuerpo, aumentando sus sentidos. Le escocía la piel, le dolían los huesos y sus músculos se contraían. Volvió a luchar, forzando a su cerebro a trabajar, a pensar, a razonar cuando su cuerpo intentó abrazar el cambio. Por un momento su mano onduló con vida, con piel, dedos reventando como garras clavándose en el suelo de madera, entonces se retiró dolorosamente.
Permaneció inmóvil, tirado sobre el suelo, el cuchillo en sus dientes, intentando respirar a través del dolor, respirar alejaba el impulso de la transformación. Los gatos se separaron sin instrucción visible, ambos tendidos en el suelo, dos pares de ardientes ojos sobre la figura debajo de la manta. Rio podía sacar la escopeta al lado de la pared de la cama. Desde esa distancia sería fácil. En la chimenea el tronco se desintegró en brillantes carbones rojos. La luz brilló en la habitación, iluminó la cama brevemente y se marchó.