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Deliberadamente Rio subió las escaleras hacia el porche y depositó el cuerpo de Joshua sobre una silla que había allí. Cuando se volvía para partir, Joshua lo tomó por el brazo. Su agarre era débil pero lo mantuvo. Rio se dio la vuelta, se inclinó sobre él.

– Estás en casa ahora, estás a salvo.

– Gracias, Rio. Gracias por lo que hiciste.

Rio le agarró la mano por un momento, cubriendo el gesto con su cuerpo para que no reprendieran a Joshua en frente del consejo.

– Buena suerte, Josh.

Se volteó, derecho como una vara, bajó los escalones e hizo una pausa para permitir que su mirada se deslizara con desdén y arrogancia por la aldea. Para llenarse del familiar escenario. Algo se desgarró en su corazón, algo profundo y terrible. Su temperamento era una afilada espina, enterrándose en su estómago y ardiendo allí. Resueltamente dio la espalda a todos y caminó hacia el bosque donde pertenecía. Por un momento todo estuvo borroso alrededor de él. Pensó que era a causa de la lluvia, pero cuando pestañeó, su visión se aclaró y sus ojos ardían. Rio forzó el aire a entrar en sus pulmones y se dijo a si mismo que estaba vivo y en camino de regreso a Rachael y que eso era todo lo que importaba.

CAPÍTULO 14

Rio entró en la casa silenciosamente, dejando la puerta abierta para poder captar incluso hasta la más leve brisa. La lluvia caía a un ritmo continuo, envolviendo el porche y la casa con una densa niebla blanca. El mosquitero realizaba una danza fantasmal pero el tenía la vista fija en el rostro de Rachael. Ni siquiera recordaba haber corrido de regreso a casa hacia ella. Le dolían los pies, sentía el cuerpo cansado y dolorido y la furia ardía como una tormenta de fuego profundamente en su interior. Se había detenido para bañarse antes de venir a ella, esperando que la ira y el dolor aminoraran debajo de la ducha de purificante agua. No había sido así.

Se irguió sobre ella, meditando, observándola, la furia apoderándose de él con fuerza. El dolor carcomiendo su interior. Saboreaba la soledad por primera vez. Rachael había hecho eso, volverlo a la vida. Ella lo fascinaba, lo tentaba. Lo hacía sentir feliz, triste, enojado… todo al mismo tiempo. Y era adicto al aroma y al tacto de ella. La lujuria se elevó, un ansia tan oscura como la furia arremolinándose como una negra y tempestuosa nube dentro de él.

Rachael yacía dormida en la cama. Su cama. Tenía una mano echada sobre la almohada, a través del lugar vacío donde debería haber estado él. La delgada manta estaba en el piso dejando sus largas piernas descubiertas extendidas por sobre la sabana. Sólo llevaba puesta su camisa, desabrochada y abierta, exponiendo la cremosa curva de sus pechos. El cabello, tan negro como la medianoche, desparramado en la blanca almohada formaba remolinos y espirales, rogando ser tocado. Se veía joven en su sueño, sus largas pestañas formando dos medialunas contra la piel. Su cuerpo yacía abierto a él, suave y caliente, ofreciendo aplacar la terrible hambre que lo quemaba.

No se sentía gentil ni amante. Se sentía salvaje e inflamado, las urgentes demandas de su cuerpo lo abrumaban. Sabía que era parte de su herencia, pero el intelecto no contaba mientras se encontraba de pie en su hogar, cuando Rachael yacía desnuda en su cama, el cuerpo expuesto y esperando por el suyo. Rio se acercó, dejó las armas a un lado, sin dejar de mirarla ardientemente en ningún momento. Suave piel, lujuriosas curvas, sus pechos una invitación tentadora.

Rio ya estaba duro como una piedra, pero al verla mientras dormía tan pacíficamente, tan inconsciente de su vulnerabilidad, se engrosó y endureció aún más. Tocó su erección, para aliviarse, envolvió el puño alrededor de su palpitante demanda mientras intentaba cruzar la habitación hacia ella. Caminar era doloroso con el cuerpo tan lleno y apretado. Había un rugido en su cabeza. Su cuerpo destilaba lujuria, el estómago le ardía por ella.

Rachael se removió inquieta como si instintivamente supiera que estaba siendo acosada. Abrió los ojos y vio su cara, oscura por la pasión, grabada con lujuria. Con propósito. Con algo más que simple deseo. Su mirada hizo que le retumbara el corazón en el pecho. Hizo que se le secara la boca. Convirtió su cuerpo en una piscina de caliente líquido. Su mirada quemaba sobre ella, llamas hambrientas que enviaban chispas de electricidad a su piel en cada lugar donde se posaba.

Golpeó velozmente, sus dedos le rodearon el brazo, profiriendo un gruñido gutural, que le envío escalofríos a lo largo de la columna vertebral, la subió de un tirón para poder fundir su boca con la de ella, una de sus manos en la parte de atrás de la cabeza sosteniéndola inmóvil para poder besarla. No un beso, una fiera posesión. El calor se extendió por ella como lava fundida, floreció y explotó en llamas volcánicas. La arrastró más cerca, la incrustó contra él, con una fuerza enorme, queriendo sentir piel contra piel, queriendo sentir su cuerpo impreso contra el calor del de él. El aire se le escapo de los pulmones hacia los de él. Su beso era hambriento, salvaje, la devoraba, tomando más que pidiendo, como si su hambre no conociera límites.

La encerró entre sus brazos, tan fuerte que pudo sentir cada uno de sus músculos, cada latido de su corazón, cada aliento que tomaba. Saboreó la lujuria. Saboreó el deseo. Saboreó el fiero orgullo y algo más. Dolor. Sabía lo que era la angustia que te calaba hasta los huesos y la reconocía en él. Sabía lo que estaba haciendo aunque ni él mismo lo supiera. Su boca era terciopelo caliente, su lengua batiéndose a duelo con la de ella, un tango de respiraciones y húmedo calor. No le daba oportunidad de respirar, de hacer nada excepto aceptar la tormenta de fuego que había en él. Dejar que la bañara para que ella también se prendiera fuego, que la arrastrara hacia el vórtice de un torbellino, un tornado de puro deseo.

Rachael le devolvió el beso, igual de salvaje, permitiendo que la codiciosa lujuria se apoderara de ella, para igualar el feroz infierno ardiendo en él. Se entregó, le rodeó el cuello con los brazos, sosteniéndolo contra ella. Le robó el aliento del cuerpo usándolo como su propio aire. Deslizó los dientes por su barbilla, su garganta, dándole pequeños mordiscos ávidos como si fuera a devorarla viva. Rachael boqueó por el aluvión de sensaciones, le hundió profundamente las uñas en los brazos cuando arqueó el cuerpo. Esperando. Anhelando. Queriendo más.

Su boca, caliente e insistente en sus demandas, siguió bajando, para cerrársele sobre el pecho y chupar fuertemente. Ella gritó, incapaz de contener las llamas que le recorrían el cuerpo. Arremetió contra su boca, los dedos encontrando su cabello, cerrándose en dos puños, arrastrándolo más cerca. No lo quería gentil y considerado, lo quería exactamente de la forma que era, salvaje, indomable, conducido más allá de su control, en llamas con urgente necesidad y apetito voraz. Por ella. Por su cuerpo.

Su boca le quitó la cordura y la reemplazó por sentimientos. Abruptamente levantó la cabeza, los ojos brillantes y empujó las almohadas y mantas para colocarlas debajo de sus caderas. Podía ver su cuerpo, duro y perfecto, cada músculo definido y esculpido en piedra. El rostro grabado con hambre oscura. Cuando dirigió la mirada hacia abajo al triangulo de pequeños rizos negros el corazón le empezó a latir salvajemente. Había una orden silenciosa en su mirada. Una demanda.

Una ola de calor la barrió. Sintió que el cuerpo se le volvía líquido en su más profundo centro. Muy despacio obedeció esa orden silenciosa, moviendo las piernas, abriéndolas para él. Sentir el aire en su resbalosa y húmeda entrada la inflamó aún más. Los dedos de él se envolvieron alrededor del tobillo sano. Le dobló la pierna por la rodilla. Había una sensación de pertenencia en sentir su mano sobre la pierna. Fue mucho más gentil ayudándola con la pierna herida. Sus manos fueron hacia los muslos, agarrándolos, abriéndolos más, poniendo la rodilla en la cama entre sus piernas. Ni una vez levantó la mirada hacia su cara. Parecía fascinado con su brillante cuerpo.