Esperó, apenas atreviéndose a respirar, el corazón golpeando fuertemente con anticipación. Quería rogarle, llorar por la oscura pasión que la dominaba tan fuertemente. No había una pulgada de su cuerpo que no anhelara su toque. Él se humedeció el labio inferior con la lengua y ella se retorció de placer. No la había tocado, pero la fuerza de su mirada lo había hecho. Y la había dejado necesitada… anhelante.
Los pulgares le mordieron los muslos mientras le acuñaba los hombros entre sus piernas, abriéndola completamente a él. Sabía lo que le estaba haciendo. Reclamándola. Marcándola. Haciéndola suya para que nadie más pudiera hacerlo nunca. Sopló calor en su hirviente charca de fuego. Ella gritó, se hubiera apartado de un salto pero la sostenía quieta, sin piedad, para su invasión. Su lengua la apuñaló profundamente, un arma de perverso placer, envolviendo, lamiendo, acariciando mientras ella gritaba atravesada por un salvaje, interminable orgasmo.
– Más -gruñó él despiadadamente-. Quiero más.
Hundió el dedo profundamente en su interior, presionando intensamente mientras ella empujaba contra su palma, su cuerpo aferrándose alrededor de él, apretando en la agonía de la pasión. Él se llevó el dedo a la boca, luego se alzó por encima de ella, asegurando el cuerpo con los brazos. Agachó la cabeza, inclinándose hacia delante para amamantarse de su pecho. Ella sintió el cuerpo a punto de explotar. Se aferró a sus brazos, tratando de sostenerse ya que el mundo parecía girar fuera de control.
Yació sobre ella, las caderas acunando las suyas, la cabeza de su pene contra la húmeda y vibrante entrada. Trató de tomarlo en su interior, pero la mantuvo quieta, esperando, incrementando su deseo, la sensación de urgencia los consumía a ambos. Luego arremetió con fuerza, se enterró profundamente, impulsándose dentro de su vaina de terciopelo de tal forma que sus pliegues se separaron como los suaves pétalos de una flor y se abrió a él. Acometió contra sus caderas, urgiéndola a tomarlo todo, cada pulgada, fundiéndolos en un frenesí de furia y oscura pasión.
Le susurró en la Antigua Lengua de su gente, admitiendo que la amaba, que la necesitaba, pero las palabras latían más en su cabeza que en su garganta. La llevó más y más alto, llevándolos a ambos al límite, una salvaje y tumultuosa cabalgata. Rechinaron los dientes contra la ola de sensaciones, contra los martillos neumáticos que le bombardeaban la cabeza, contra la tensión que barría su cuerpo y la inevitable explosión que empezó en la punta de los pies y estalló hacia arriba.
Una marejada recorrió a Rachael, llevándola cada vez más alto hasta que no hubo adonde ir y se derrumbó en una caída libre, implosionando, fragmentándose. Hasta que no hubo ni una sola parte de ella que no fuera consumida por un ardiente placer. Se derramaba por su piel y detrás de sus parpados. Llamas le recorrían el estómago y ardían en su más profundo centro. El cuerpo se estremecía con temblores, una marea de sensaciones que seguían y seguían. Si se movía, si él se movía, el efecto ondeante comenzaba nuevamente.
Rio yació sobre ella, su corazón descansando sobre el de ella, respirando profundamente, luchando para recuperar el control. La mayor parte de la furia consumida entre sus brazos. Rachael. Sólo Rachael podía haber aceptado semejante unión. Solo Rachael podía mirarlo con el corazón en los ojos. No importaba cuan estrechamente se aferrara a ella, nunca lo rechazaba. Nunca decía basta. Había preguntas en sus ojos, pero no las formulaba, ni siquiera cuando él se apartó. Simplemente lo abrazó, haciéndole espacio, su cabeza descansando sobre la suave almohada que eran sus pechos.
– Necesitas dormir, Rio. Estás exhausto.
No dijo nada, solo se tendió cerca de ella, aspirando la esencia combinada de ambos, escuchando la interminable lluvia. Lo encontraba reconfortante. El bosque se había alzado a la vida, los animales se llamaban, los insectos zumbaban, los pájaros cantaban. La música de fondo, siempre presente.
Rio permaneció despierto largo rato después de que Rachael se durmiera. El temor lo ahogaba, casi sofocándolo. ¿Cuándo se había convertido ella en algo tan condenadamente esencial incluso hasta para respirar? ¿Cómo se las había arreglado para invadir su vida y envolverse alrededor de su corazón? No podía imaginarse la vida sin ella. Era tan cálida, suave y perfecta. Tenía recuerdos de calidez, suavidad y perfección y esos recuerdos se habían convertido en pesadillas de sangre, muerte y furia.
Quería que ésta fuera su vida. Rachael… su risa, su valor, sus estados de ánimo y cambios de humor. Hacer el amor tan dulce y tiernamente como pudiera o con una necesidad feroz que sólo podía ser calmada con una cópula salvaje.
Sus pechos eran una tentación que no podía ignorar. Revoloteó con la lengua sobre el pezón, y luego absorbió el cremoso montículo dentro de la boca. Parecía un milagro el poder yacer con ella, chupar su pecho cuando quisiera, deslizar la mano sobre su cuerpo para hundir el dedo profundamente en su interior. Aún dormida le respondía. Apretando los músculos a su alrededor, arqueándose para que la pudiera tomar más profundamente en la boca. Ella sonrió, murmuró algo incoherente y le hundió los dedos en el cabello. Dormía así con el cuerpo húmedo de deseo, la boca de él sobre su pecho y la mano ahuecando los apretados rizos posesivamente, mientras ella le hundía los dedos en el cabello.
Rio se despertó sintiendo la lengua de Rachael lamiéndole la erección matutina. Su boca era caliente y juguetona, la lengua jugando sobre él, los dientes deslizándose gentilmente, traviesamente. En un momento lo succionó profundamente dentro de la garganta y él gruñó, levantando las caderas, impotentemente ante su solicitud. Ni siquiera había abierto los ojos y ella ya estaba ahuecando sus testículos con la mano; ya estaba duro como una roca debido a sus atenciones. Levantó las pestañas para mirarla. Parecía un gato satisfecho, complacido y estimulado, su sedoso cabello cayendo en rizos alrededor de su cara. Se arrodilló entre sus piernas, con su hermoso trasero levantado y siguiendo el ritmo de las caricias que le proporcionaba con la lengua. Sus pechos estaban llenos y tenía los pezones erectos. Observó como su cuerpo se deslizaba dentro y fuera de la boca de ella, brillando por la humedad, poniéndose cada vez más grueso y duro cuando empezó a menearse hacia adelante y hacia atrás.
– Eres la cosa más hermosa que he visto en mi vida -Tenía la intención de decirlo, pero las palabras salieron entre un gruñido y un ronco murmullo. Le hacía cosas con la lengua, los dientes y esa pecaminosa boca que lo volvían loco.
Ella retiró su caliente boca reemplazándola con algo frío, húmedo y pegajoso. Rachael sonrió mientras lo importunaba con una madura fruta de mango, deslizándola por sobre y alrededor de él, haciendo chorrear el néctar concienzudamente sobre su abultada erección. Pensaba que no podía ponerse más duro o grueso, pero ella se las arregló para lograrlo.
– Buenos días. Pensé que te gustaría desayunar -le dio la fruta y volvió a lamerlo, esta vez jugueteando con la lengua mientras trataba de recobrar cada gota de jugo.
Rio la miró sin poder pronunciar palabra, conmocionado de encontrar el mango en su palma. Se recostó hacia atrás y dio un mordisco a la exótica y jugosa fruta. El jugo le corrió por la barbilla pero estaba demasiado distraído observando como se divertía Rachael. No podía haber otra mujer como ella en la faz de la tierra. Encontraba que todo en ella era sexy, especialmente la manera que disfrutaba de su cuerpo. Se había apropiado de él, como si le perteneciera y pudiera hacer lo que quisiera. Y en ese momento quería sentarse a horcajadas sobre él.
Rachael no esperó. Rio le había chupado los pechos una y otra vez mientras dormitaba, le había introducido los dedos profundamente en su interior, manteniéndola húmeda, excitada y necesitada. Ahora que estaba despierto podía hacer algo sobre de eso. Ya había tenido suficiente paciencia. Se arrodilló sobre él y descendió sobre su enhiesto miembro.