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Las manos se detuvieron sobre los hombros. Algo atemorizador burbujeó en el fondo de su estómago.

– ¿Llevaste a Josh a su casa y te dijeron algo mezquino?

– No me hablan. No me miran. Estoy muerto para ellos. Si de casualidad miran en mi dirección, miran a través de mí. Si hubiera hablado, si hubiera tratado de decirles lo que le pasó a Joshua, no me hubieran escuchado.

– Esos malditos bastardos -siseó.

Su juramento lo sorprendió. No sólo porque maldijera sino por su elección de exclamaciones.

– Eso no me suena sudamericano -Giró la cabeza para mirarla, con una pequeña sonrisa en el rostro debida a que ella era capaz de aliviar el aguijón del rechazo de los mayores con unas pocas palabras adecuadas.

– Acudí al instituto un año en Inglaterra. Te sorprenderías de las cosas que aprendes -dijo y le frotó champú en el cabello un poco demasiado vigorosamente-. Quisiera tener la oportunidad de conocer a estos sabios mayores tuyos. Codiciosos pequeños buitres que mantienen sus manos limpias mientras tú haces todo el trabajo de riesgo. ¿Qué hay de los hombres con los que trabajas?

Si lo frotaba un poco más fuerte le iba a arrancar el cuero cabelludo.

– La mayoría vive lejos del pueblo y por supuesto que hablamos. Viste a Drake. Es mejor para ellos si no se dan cuanta de que somos amigos porque técnicamente están rompiendo las reglas. Supongo que si los mayores no pueden verlo, no pueden molestarse.

– Bastardos santurrones.

La tomó gentilmente por la muñeca.

– Me estás dejando pelado, Sestrilla. No puedo darme el lujo de perder el cabello. Tengo una mujer ahora y es muy exigente acerca de ciertos aspectos.

Le dio un manotazo en la parte de arriba de la cabeza con la palma de la mano. Burbujas de jabón volaron por todos lados, haciéndola reír.

– No soy para nada exigente. Es sólo que estos idiotas mayores…

– Sabios Mayores -la corrigió y rápidamente se hundió debajo del agua antes de que pudiera pegarle otra vez. Se quedó sumergido mientras le aclaraba el champú del cabello. Cuando salió, ella hizo un sonido de completo disgusto.

– No sé quien les dio ese título. Lo más probable es que se lo dieran ellos mismos. En cualquier caso ¿me estás diciendo que cargaste a ese hombre a través de millas de bosque y esos hombres ni siquiera te dieron las gracias?

– Normalmente no me molesta. Realmente. Pero estar allí parado con la sangre de Joshua sobre mi y los pies doliéndome como la puta madre, me hizo sentir como un niño otra vez. Me sentí avergonzado de mis acciones, mi falta de control, la terrible cosa que habita dentro de mi no perdonará a los que mataron a mi madre. Y no estaba seguro de que yo pudiera perdonarlos y todavía no lo estoy. Ni uno de ellos jamás me dijo que lamentara su muerte. Me sentí como si la llorara solo. Sentí rabia y sentí vergüenza. Maldita sea, Rachael, odié eso.

– Ellos son los que deberían sentirse avergonzados por no perdonar -Había un feroz instinto protector brotando de ella-. No saben la diferencia entre el bien el mal. No son muy sabios.

– ¿Y tú lo eres? -Enarcó una ceja hacia ella.

Afuera los pájaros chillaron y varios monos gritaron una advertencia. Rio se puso de pie, chorreando agua. Giró la cabeza hacia la puerta en estado de alerta, tomando la toalla que ella le tendía.

– Necesitas ponerte la ropa, Rachael -dijo Rio- vienen visitas y vienen rápido.

– Pensé que habías dicho que no necesitaba ropa y que debía superar mis inhibidas costumbres civilizadas.

Su voz jugaba con los sentidos, le susurraba sobre la piel como un guante de seda. Ella hacía que vivir la vida valiera la pena. La cogió por el cabello suavemente, tiró de su cabeza y apretó la boca contra la suya. Instantáneamente volvió a sentirse vorazmente hambriento.

– Me estás matando, Sestrilla. No voy a lograr sobrevivir. No creo tener tanta vitalidad.

Ella se río suavemente y lo abrazó, sosteniéndolo contra ella como si fuera la cosa más preciada del mundo. Le desperdigó besos por toda la cara.

– Lo haces bien. Necesito empezar a cocinar para ti, para darte fuerzas.

Él no pudo evitar que sus errantes manos se deslizaran hacia abajo por su espalda, moldeando la curva de sus caderas, ahuecando su trasero desnudo. Rio se permitió a si mismo el lujo de enterrar la cara contra el suave cuello. El amor lo llenó, floreció en él, una marea que no podía contener, pero no pudo encontrar las palabras para decirlo sin ahogarse. La sostuvo, sintiéndola viva, cálida y real en sus brazos.

– Maldición, Rachael -La voz le salió áspera mientras la apartaba, sosteniéndola a la distancia de un brazo-. Me estás convirtiendo en un caniche.

Toda su cara se iluminó, sus oscuros ojos riendo, su sinuosa boca suave y bella. Anhelaba besarla otra vez, pero en cambio le arrojó un par de tejanos.

– Deja de reírte de mí y vístete.

– ¿Un caniche? ¿Alguna vez has visto a un caniche? -Se peinó con los dedos sonriéndole-. Yo tengo el cabello como uno, tal vez podamos formar una pareja -La luz del sol se derramaba a su alrededor, suaves rayos que apenas se filtraban a través de la canopia pero lograban encontrarla, eran atraídos por ella de la misma forma que él. Se veía radiante, llena de alegría.

La noche anterior había estado tan lleno de dolor, vergüenza y furia. Con unas pocas horas de felicidad, ella había sacudido su mundo, lo había cambiado para que sólo pudiera sentir regocijo, risa y un placer paradisíaco.

– Me estás tentando, mujer, y voy a tirarte nuevamente en la cama.

Ella enarcó una ceja.

– Dudo estar en ningún peligro cuando recién te estabas quejando acerca de tu vitalidad. Macho cobarde.

Le hizo una zancadilla, tirándola nuevamente sobre el colchón, y arrojándose encima. Ella se estaba riendo tanto que apenas podía respirar. Presionó su erección contra ella, frotándose hacia atrás y hacia delante para mostrarle lo que significaba la vitalidad. Rachael no pareció muy impresionada, siguió riéndose hasta que la detuvo con sus besos.

El whoop, whoop de advertencia de los pájaros justo afuera en la baranda del porche lo forzó a dejar la tentación de su cuerpo. Ella se quedó tendida en la cama, la risa desvaneciéndose a una sonrisa mientras lo miraba. Algo en esa misteriosa, femenina sonrisa hizo que el corazón le retumbara en el pecho.

Deliberadamente ella empezó a subirse los tejanos lentamente sobre las piernas desnudas, contoneándose para subirlos por las caderas y el trasero desnudo. Los dejo abiertos exponiendo el triangulo de pequeños rizos negros. Se quedo de pie allí con los pechos desnudos irguiéndose hacia el en una invitación.

– No puedo encontrar mi camisa.

El tenía la boca seca.

– Tú, desvergonzada buscona. Me estas provocando deliberadamente -Estrujó con los dedos la tela de la camisa, bebiéndosela con la mirada.

– ¿Está funcionando?

– Maldita sea, claro que si. Ponte la camisa antes de que escandalicemos al pobre Kim.

Rachael pareció alarmada.

– ¿Kim? ¿El guía? -Estiró la mano para tomar la camisa.

La retuvo contra su pecho.

– Ven a buscarla.

Rachael fue sin dudarlo, deslizó un brazo alrededor de su cuello, presionando los senos contra el pecho de él mientras le metía la otra mano entre las piernas y comenzaba a acariciarlo, danzando y ahuecando justo a través de la tela de los tejanos. Tenía los labios en su cuello, la lengua rodando en una pequeña y deliberada caricia. Rio se frotó contra la mano, deseándola otra vez con tal urgencia que era como si nunca le hubiera hecho el amor. O como si su cuerpo recordara cada mágico momento y estuviera obsesionado.

Franz tosió una advertencia. Rio gimió y la envolvió en la camisa, abrochándola rápidamente. Era lo único sensato que podía hacer. Descalzo, la llevó con él hacia el porche para esperar a su invitado.