Se apartó de él, incapaz de sostener su mirada. No podía ni mirarse a sí misma.
– Esa es mi herencia, Rio. Es lo que acabó con mis padres -Rachael tanteó buscando la silla que estaba a su espalda. Le dolía la pierna y le ardía por haber abusado de ella, pero no era eso lo que hacía que le temblaran las piernas- Mi hermano me dijo que nuestro padre se enamoró de nuestra madre y que quiso retirarse del negocio. Cuando lo averiguara, le abandonaría, de modo que quería ser legal. No tengo ni idea de porque nos fuimos de Sudamérica, pero seguimos teniendo propiedades allí y en Florida -se hundió en la silla, agradecida por poder descansar la pierna-. Supongo que pensó que las cosas podían ser distintas en Florida, pero el negocio también estaba allí. Hiciera lo que hiciera, no podía cambiar nada.
Río preparó una copa. Podía ver el dolor que la consumía. Dos niños pequeños lanzados en medio de un mundo lleno de violencia. Conocía las estrictas reglas de la sociedad en la que su madre había crecido. Debió intentar educar a sus hijos su ética, su honor y su integridad. Le entregó la bebida y se sentó en el suelo, tomando la pierna herida entre sus manos.
Rachael le miró a la cara. No vio que la estuviera condenando. En la expresión de su rostro solo había aceptación. Sus ojos estaban llenos de compasión y tuvo que apartar la vista de ellos. Las lágrimas quemaban, deseando salir. No se atrevía a empezar a llorar. Temía que si lo hacía no fuera capaz de detenerse nunca.
Bebió unos sorbos del frío néctar, intentando pensar como decírselo. Qué decirle. Nunca se lo había contado a nadie. La gente moría por tener la clase de información que tenía. Los dedos de Rio eran suaves mientras le acariciaba la pierna, levantándola para examinar las heridas de colmillos. Sus manos eran seguras y no temblaban, y el corazón le dio un pequeño vuelco. Le acarició la parte de arriba de la cabeza, el grueso pelo.
– Eres un buen hombre, Rio. No permitas que ni los ancianos ni nadie te diga lo contrario.
Lo decía de todo corazón. Rio se inclinó para presionar sus labios en la cicatriz más grande.
– ¿Qué te sucedió Rachael? ¿Qué le sucedió a tu hermano?
– El negocio lo controlaban mi padre y mi tío Armando. Eran gemelos, ¿sabes? Pensabamos que estaban muy unidos. Pasábamos mucho tiempo con él y venía a cenar con nosotros continuamente. Trataba a Elijah como si fuera su propio hijo. Incluso le llevaba a los partidos y a los Everglades. Creíamos que nos quería. Desde luego actuaba como si así fuera. Nunca oí que Armando y Antonio se pelearan. Ni una sola vez. Siempre se estaban abrazando, y parecían hacerlo de corazón.
Río alzó la vista cuando ella guardo silencio otra vez, mirando la copa con el ceño fruncido. Esperó. Fuera cual fuera el trauma que ella hubiera sufrido, tenía paciencia suficiente para esperar el final de la historia. Le estaba confiando cosas que nadie más sabía.
Rachael suspiró, echó un vistazo hacia la puerta. Las ventanas.
– ¿Estás seguro de que nadie puede oirnos? -lo preguntó en voz baja, con un susurro fantasmal y en un tono ligeramente infantil-. En nuestra casa siempre hacen barridos para eliminar los dispositivos electrónicos. A veces incluso dos y tres veces el mismo día. Y Elijah les obliga a hacer barridos en todos los coches para evitar que estallen cuando nos metamos en ellos.
Le rodeó el tobillo con los dedos, queriendo tocarla. Deseando proporcionarle seguridad.
– Debe ser terrible vivir así, pensando siempre que alguien quiere verte muerto.
– Tenía nueve años cuando entré en una habitación y vi que estaba asesinando a mis padres. Armando apuñalaba a su hermano una y otra vez. Mi madre ya estaba muerta. Le había cortado la garganta. No había ni un solo lugar en la habitación en el que no hubiera sangre.
Río pudo notar que ya no estaba con él, volvía a ser una niña, entrando inocentemente en un cuarto, quizá de regreso de la escuela y deseando enseñarles algo a sus padres. Apretó los dedos para apoyarla.
– Levantó la vista y me vio. Grité. Recuerdo que no podía dejar de gritar. Por mucho que lo intentara no podía dejar de hacerlo. Se acercó a mi con el cuchillo. Tenía sangre por todas partes, en el cuerpo y en las manos. Fue entonces cuando dejé de gritar. Sé que me hubiera matado. No podía hacer otra cosa. Yo era un testigo. Había visto como los asesinaba.
– ¿Por qué no lo hizo?
Parecía como si le estuvieran arrancando los dientes. Revelaba algo y luego se callaba. El trauma era profundo y no iba a desaparecer nunca. Sabía que no podía haber sido mejor en los años posteriores con la promesa de un millón de dólares por su cabeza.
Río la levantó, se sentó en el sillón y la acunó en su regazo. Rachael se acurrucó contra él, buscando la seguridad y la comodidad de sus brazos. Escondió la cara en su garganta.
– Entró Elijah. Él deseaba más a Elijah vivo que a mi muerta. Armando no tenía familia, nadie que pudiera hacerse cargo de su imperio y que continuara con su trabajo. Se había ganado a Elijah con pequeñas cosas, dejándole ver lo importante que era para él. Permaneció allí de pie, con la sangre de mis padres formando un charco a sus pies, apoyando el cuchillo en mi garganta, y le dijo a Elijah que la elección era suya. O le juraba lealtad y se convertía en su hijo, o me mataba allí mismo.
– Y Elijah decidió mantenerte viva.
Ella no podía mirarlo.
– Nuestras vidas eran un infierno, sobre todo la de Elijah. Armando quiso que Elijah se ensuciara las manos con tanta sangre que ninguno de los dos nos atrevieramos a ir a la policia -sus ojos estaban llenos de lágrimas-, yo sabía que Elijah lo estaba haciendo por mi, para mantenerme con vida, pero no estaba bien. No lo estaba. Debería haberme dejado morir. Yo debería haber tenido el valor de salvarle.
– ¿Haciendo qué? ¿Morir? -le dio la vuelta a sus manos para pasar el pulgar por encima de las cicatrices de las muñecas, unas cicatrices que él nunca había mencionado-. No podía permitirlo. De manera que se unió al hombre que asesinó a vuestros padres.
– Y aprendió de él. Y se volvió más fuerte, más poderoso, más frío y más distante cada día.
Río notó que las lágrimas le mojaban la piel. Rachael se estremeció.
– Siempre estuvimos muy unidos, pero de repente empezamos a tener unas discusiones terribles. Elijah se volvió muy reservado. No me permitía dejar el complejo. Siempre hacia que alguien estuviera conmigo y todos mis amigos desaparecieron.
– Se estaba separando de tu tío. Empezando una guerra.
– Yo tuve un amigo, Tony, el hermano de una amiga. Apenas nos conocíamos el uno al otro. Le conocí en su casa. Había regresado a la ciudad hacía poco. Quedé con él un par de veces y siempre terminó mal. La primera vez resultó ser una emboscada, y la otra supe que al hombre con el que había quedado le había pagado Elijah para sacarme de paseo -la humillación le impedía hablar-. No creo recordar a ningún hombre que se interesara en mí como mujer. La policia quería tener información para atrapar a Elijah, y me parece que se les ocurrió enviar a un agente secreto para enamorarme. Armando quería volver a acercarse a Elijah para poder matarlo. Estaba furioso, muy furioso con Elijah. Ha hecho todo lo que ha podido para intentar asesinarlo.
– Háblame sobre ese hombre.
Evitaba mirarle. Ahora Rio ya la conocía, distinguía el más leve síntoma de agitación y angustia. Se acurrucaba más contra su cuerpo, temblando, jadeando con desesperación.
– A Elijah no le hablé de Tony porque sabía que nunca me permitiría salir sola con él. No podía ir a ninguna parte sola. Parecía un hombre agradable. Su hermana Marcia y yo, éramos buenas amigas. Fue a vivir con ella y cuando fui a visitarla, estaba allí. Al principio solo hablábamos, jugábamos al Scrabble, ese tipo de cosas. Tan solo quería ser normal unas horas, tener un lugar donde no era la hermana de Elijah Lospostos. Donde nadie llevara armas y conspirara para matar a alguien.