– No es necesario. Creo que ya estamos casados.
– Yo también creo que no es necesario, pero quiero casarme contigo. Quiero sentir a mis niños creciendo en tu interior algún día. Lo quiero todo contigo -Bajo su boca hacia sus senos, amamantándolos gentilmente, hasta que ella se arqueó empujando hacia él, sujetándole la cabeza mientras se deleitaba. Empezó a lloviznar y el viento soplaba interminablemente fuerte, en su mundo, todo parecía perfecto.
Alzó la cara hacia la suave lluvia que caía sobre la piel.
– ¿Cuántos niños son bastantes? -Sus dedos se enredaron en su pelo- ¿Cuántos crees dos, tres? Dame un numero -Trató de escuchar las canciones de la lluvia que él le había enseñado. Era tal mezcla de sonidos, nunca los mismos, siempre cambiantes, todo eso penetrando en sus venas como una droga. Como el fuego que él producía con la seda caliente de su boca con el calor del bosque presionando en ellos.
Rio se enderezó y la sujetó entre sus brazos. Simplemente abrazándola.
– Una casa llena, Rachael. Niñitas parecidas a ti. Con tu risa y coraje.
Estrechándolo entre sus brazos, se amoldó a su cuerpo.
– Y con todos esos pequeñajos corriendo por aquí, ¿cómo nos las arreglaremos para tener momentos como estos?
Vivir con Rio sería una sensual aventura. Su cuerpo estaba siempre a punto, nunca saciado por mucho tiempo no importaba cuan a menudo la tocara. Deseaba más. Lo deseaba un millón de veces de un millón de formas. Abrazó su cintura con la pierna, presionando su cuerpo caliente y escurridizo contra él sugestivamente. Los dedos enredados en su cabello, sus dientes mordisqueando la oreja, el hombro y cualquier cosa que pudiera alcanzar.
– Encontraremos la forma. Encontraremos un millón de formas.
Rio la alzó, para que pudiera agarrarlo con ambas piernas, y acomodarse en su cuerpo, tan ajustados como una espada en su vaina. La apoyó contra la barandilla y se miraron el uno al otro, trabados conjuntamente. Rachael se inclinó hacia delante y enterrando la cara en su cuello. Aferrados y abrazados fuertemente.
Le susurró palabras de amor en su lengua. Sestrilla. Amada mía. Hafelina. Gatita. Jue amoura sestrilla. Te querré siempre. Anwoy Jue selaviena en patre Jue. Eternamente.
Oyó las palabras, las reconocía pero no podía responderle. La vocalización era una mezcla de notas felinas. Lo sabía, las reconocía y las encontraba preciosas, pero no podía reproducirlas exactamente, Rachael levantó la cabeza y lo miró. A la cara. A los ojos. A su boca.
– Yo también te quiero, Rio.
Tan feroz como podía ser su forma de hacer el amor, tan salvaje y rudo como era él a veces, era infinitamente tierno. Besándola con tanta ternura que fluyeron lágrimas. Su cuerpo se movía en el suyo con golpes seguros y profundos, esforzándose para darle placer. Sus manos la adoraron, moldeando cada curva, deslizándose por su piel como si memorizara cada detalle.
Se tomó su tiempo, largos y lentos golpes planeados para cavar profundamente, para llenarla de su amor. Cuando la fiebre aumentó, escalaron juntos, la blanca bruma se arremolinaba a su alrededor, como si la hubieran creado con la intensidad de su calor. Le clavó las uñas en la espalda y echó atrás la cabeza, moviendo sus caderas en respuesta a su ritmo, una danza de amor, allí en la terraza con el perfume de las orquídeas envolviéndolos y con la brisa acariciando sus cuerpos. Lloviendo constantemente, gotitas de plata cuando se asentó la noche.
Rachael se quedó sin aliento cuando se sintió llena de dicha, con el puro placer de su unión, y apretó los músculos a su alrededor llevándolos hasta el borde. Su voz se mezcló con la suya, un grito de alegría en la oscuridad. Se aferraron el uno al otro renuentes a soltarse.
Una leve ráfaga de hojas y una afusión de pétalos de orquídeas cayeron como lluvia de una rama sobre ellos y Franz brincó a la terraza, a sus pies. Se levantaron repentinamente, Rio alerta y preparado, presionando su cuerpo contra la barandilla en un esfuerzo para protegerla. Un bulto de piel se extendió rebotando en las pantorrillas de Rio. El pequeño leopardo nublado clavaba las zarpas en el suelo con las garras enganchadas profundamente en la madera.
– Vi marcas de garras en los árboles -dijo Rachael, inclinándose para hundir sus dedos en el pelaje del felino- Pero nunca vi ninguno. ¿Por qué marca la casa?
– Es más que marcar el territorio. Está afilándose las uñas y deshaciéndose de las fundas viejas. Es realmente necesario, pero nos han enseñado a no marcar nuestro paso por el bosque porque llama la atención de los cazadores. Déjales creer que nos vamos, que no estamos aquí y dejarán de dispararnos. Elegimos afilar y marcar dentro dónde no seremos descubiertos -Le sonrió con una sonrisa infantil- Fritz y Franz aprendieron de mí.
– Así que eres una figura maternal.
– ¡Oye! -Tocó con la punta de su pie desnudo al felino que se frotaba en sus piernas. Se siente solo sin Fritz. Normalmente van juntos a todas partes. Esperaba que encontraran pareja y me trajeran un cachorro o dos pero no parecen interesados.
– Tu vida es mucho más interesante -apuntó- Ellos se jactan a los otros gatitos sobre sus aventuras.
Se enroscaron en el pequeño sofá uno en brazos del otro, en la terraza, pasando la noche fuera, escuchando la interminable lluvia. Observando la blanca niebla que los envolvía como si estuvieran entre en las nubes. Rio la sujetó entre sus brazos.
– Te amo, Rachael. Trajiste algo a mi vida de lo que no quiero prescindir.
Descansó la cabeza en su pecho.
– Siento lo mismo.
Franz saltó al sofá, los olfateó y se hizo un sitio entre sus cuerpos. Rio le gruñó al leopardo.
– Pesas mucho, Franz, baja. No necesitas estar aquí arriba.
Rachael se rió. Rio no apartó al leopardo, en cambio, lo abrazó por el cuello. Casi enseguida, Fritz cojeó al suelo, aulló bajito y se frotó contra sus piernas.
– Alguien es un poco celoso -apuntó Rachael y se acercó tanto como pudo a Rio para dejar al felino espacio para subir con ellos.
– No alientes al pequeño demonio. ¿No te acuerdas que fue él que tomó un pedazo de tu pierna? -Se quejó Rio.
– Pobre cosita, está solo y no se encuentra bien -Ayudó a subir al felino mientras se tendía parcialmente sobre su regazo- Si tuviéramos una casa llena de niños, también estarían encima de nosotros.
Rio gemía moviéndose mientras encontraba una posición cómoda.
– No quiero pensar en eso ahora. Vamos a dormir.
– ¿Vamos a dormir aquí fuera? -La idea le encantó. El viento hacía susurrar las hojas de los árboles mientras que revoloteaban graciosamente a su alrededor.
– Un ratito -Rio le besó la parte superior de la inclinada cabeza, satisfecho de tenerla, sentado en su porche con Rachael, los leopardos cerca de él y la lluvia cayendo suavemente en el suelo adormeciéndolos.
Se despertó cerca del amanecer, sobresaltado, su mente y sentidos instantáneamente alertas. En algún lugar profundo del bosque un chotacabras gritó. Un ciervo ladró. Un coro de gibones avisó a pleno pulmón. Cerró los ojos un momento, saboreando el despertar a su lado, con los gatitos abrazados cerca. Odiaba molestarla, odiaba prepararla para la siguiente crisis. Siempre parecía haber alguna y Rachael ya había tenido bastantes. Quería protegerla, hacer su vida más fácil y feliz.
Arrepintiéndose con cada línea de su cuerpo, hizo lo que tenía que hacer.
– Despiértate, sestrilla -Besándola en la cara, pestañas y en las esquinas de su boca- Los vecinos llegan ruidosamente.
Rachael escuchó un momento luego aferró sus brazos fuertemente alrededor del cuello de Rio.
– Está aquí -Con puro terror en su voz.