Inhalando profundamente, Rio acarició su pelo, un toque prolongado contra su piel.
– No es tu hermano -Su tono fue sombrío. Hizo señas al pequeño leopardo que bajara del sofá.
– ¿Entonces quién?
– Alguien a quien conocen. Alguien familiar para ellos. Uno de mi gente, pero uno que no recorre mis dominios. Nadie de mi unidad.
Rachael a regañadientes se desperezó, poniéndose en pie y bostezando adormecida. Respiró despacio.
– ¿Cuan lejos está?
– Unos minutos -Su mano se deslizó en su cara estremeciéndola.
Rachael atrapó su mano y la puso en su pecho sobre su corazón.
– Estamos juntos en esto, Rio. Dime qué hacer.
– Entraremos en la casa y te miraré esa pierna. La has usado mucho y ahora se ve hinchada otra vez. Luego nos vestiremos y arreglaremos nuestra casa esperando a ver que quiere -La alcanzó tras abrirle la puerta cortésmente.
– Entonces sabes quién es.
Aspiró de nuevo.
– Sí, lo conozco. Es Peter Delgrotto. Es del alto consejo. Y su palabra es ley para nuestra gente.
Sus oscuros ojos recorrieron su cara. Viendo demasiado. Viendo en su interior.
– Crees que quizás me diga que me vaya.
Rio se encogió de hombros.
– Lo escucharé antes de provocarlo.
Se abotonó la camisa, percatándose por primera vez que todavía la llevaba puesta.
– ¿El anciano viene aquí? Realmente se necesita mucho valor -Le arrebató los tejanos de las manos y cojeó rápidamente hacia la cama- Tus vecinos parecen venir regularmente sin invitación.
– No hay mucho azúcar en el vecindario y soy conocido por mi dulzura -bromeó.
Refunfuño poniendo los ojos en blanco.
– Tu pequeño y anciano amigo va a pensar que eres dulce una vez me conozca. ¿Por qué vendría aquí?
– Los ancianos hacen lo que quieren y van donde quieren.
– Hatajo de sabandijas. Nadie le ha invitado.
Allí estaba otra vez… ese pequeño tirón en su corazón. Ella podía hacerle sonreír en la peor circunstancia. No sabía como reaccionaría si los ancianos trataran de quitársela, pero sabía que no lo consentiría. La siguió agachándose a su lado para examinarle la pierna. Estaba seguro que Rachael nunca reconocería la autoridad de los ancianos. No había crecido con sus reglas y ya se había comprometido con él. Tratarían de mandonearla pero nunca funcionaría.
– Pareces un engreído.
– ¿Engreído? No lo soy -Pero se sentía así. Los ancianos se iban a llevar una bronca si trataban de forzar a Rachael a aceptar su exilio.
Rachael tocó su oscuro pelo, tirando de las sedosas hebras hasta que la miró.
– Si creen que van a cambiar tu sentencia de destierro por el de muerte, van a tener una pelea entre manos.
Parecía una guerrera, sonrió cuando le lavó la pantorrilla suavemente y aplicó más poción curativa mágica de Tama.
– Una vez dictada la sentencia, no pueden cambiarla. Mis habilidades son valoradas por la comunidad, dudo que me pidan que deje esta área.
Sus dedos eran suaves sobre su pierna pero el comentario le crispó los nervios.
– Déjalos preguntar que nos vayamos. No son los dueños del bosque. Bombardéalos. Odio a los matones -Tiró del tejano sobre la pierna y empezó hacer la cama con rápidos y entrecortados movimientos. Casi pateó a Fritz con su pie desnudo, olvidando que se había refugiado bajo la cama.
Rachael parecía una loca furiosa. Incluso el pelo se le encrespó. Sonreía mientras se vestía. La casa volvía rápidamente a su forma aunque cojeaba cada vez más.
– Siéntate, sestrilla -manteniendo suave la voz- Todos esos brincos no son buenos para la pierna. Agarró las armas y comprobó las recámaras, dejando cada una de ellas cuidadosamente sobre la mesa.
– Tenemos una tina en medio del suelo -señaló, sacando chispas por los ojos-. Podrías hacer algo al respecto en vez de holgazanear cuidando tus armas.
Le salió la ceja disparada hacia arriba.
– ¿Holgazaneando cuidando mis armas? -repitió.
– Exactamente. ¿Qué intención tienes? ¿Disparar al hombre? ¿Al querido anciano que todo lo sabe? No es que me importe, pero al menos avísame.
– Tienes otra rabieta, ¿no? Creo que tendrías que darme algún tipo de señal antes de estallar, ayudaría enormemente.
Se enderezó y lentamente se dio la vuelta hasta quedar frente a él.
– ¿Rabietas?
Tenía un tic en la boca. Forzaba los rasgos para mantenerse inexpresivo. Parecía un volcán apunto de explotar. Su sonrisa definitivamente provocaría la detonación.
– Puede que no me quede más remedio que dispararle. Piénsalo, Rachael. ¿Por qué tendría que venir aquí cuando no está permitido el saber que existo? Esa es la cuestión -La tina de agua la molestaba, lo justo para reprimir el lanzarle la esponjosa almohada, sacó algunos cubos de agua y los echó en el fregadero.
Rachael guardó silencio durante mucho tiempo observándolo. Se acomodó en una silla.
– ¿No son esos ancianos los legisladores? ¿Son santos? ¿Qué son exactamente? A parte de imbéciles, quiero decir.
– No puedes llamarlos imbéciles a la cara, Rachael -señaló.
– Si puedes dispararles, yo puedo insultarles -Lo miró enfurecida, por atreverse a contradecirla- ¿Llaman a los mayores, mayores porque son viejos? ¿Ancianos? ¿Charlatanes?
– Nunca has visto al hombre y ya estás agresiva.
Unos ojos oscuros lo recorrieron con reprimida furia.
– Nunca soy agresiva.
Recogió la tina, sacándola a la terraza. Todavía estaba medio llena y pesaba. El agua se derramó cuando la inclinó sobre la barandilla.
– Supongo que es razonable que puedas insultarles si yo puedo dispararles -la apaciguó.
No se molestó en llevar la tina a la pequeña cabaña escondida entre los árboles un poco más allá. La dejó a un lado, fuera del camino por si necesitaba ir rápidamente hacia los árboles. Fuera, escuchó a las criaturas de la noche llamándose entre ellas, informando sobre la posición del intruso que se acercaba a la casa.
Si no hubiera estado desterrado habría ido, por respeto, a su encuentro, en lugar de hacerle andar toda la subida de árboles hasta él. El anciano estaba en los ochenta y, aunque en buena forma, sentiría los efectos del largo trecho. Entró dentro para peinarse en alguna semblanza de orden.
Rachael lo observó, vio el leve ceño fruncido, líneas de preocupación alrededor de sus ojos. Sobre todo vio que Rio cambió su despreocupada apariencia, y eso quería decir algo. Siguió su consejo, peinando su maraña de pelo, inspeccionando que su piel estuviera limpia y se cepilló los dientes. Desde que llegó, no había usado el pequeño alijo de artículos de belleza que puso en la maleta, pero ahora los sacó.
– ¿Qué es eso?
– Maquillaje. Pensé que me gustaría estar presentable para tu anciano -vaciló haciendo otro intento- El sabio. La eminencia.
– Anciano es suficiente -La siguió a través de la habitación y tomó el brillo de labios de sus manos- Estás preciosa, Rachael, y no tienes porque estar tan perfecta para él.
Por primera vez en un rato una sombra de sonrisa curvó su boca. ¡Habla con alguien de mal humor!
– Realmente, habitante de los árboles, quería lucir perfecta para ti, no para tu descerebrado anciano -Tendió su mano hacia el brillo de labios.
Lo puso en su palma.
– Al menos debería conseguir algún punto por el bello cumplido.
Ampliando la sonrisa.
– Me contuve por el bello cumplido. Habría sido bastante peor que habitante de los árboles.
– Me aterrorizas -Rio se inclinó y besó su boca respingona. ¿Cómo se las había arreglado para vivir tanto tiempo sin ella pensando que estaba vivo? ¿Había sólo pasado por la vida todos estos años? Amarla lo aterrorizó. Era demasiado fuerte, un maremoto fluía en su interior, consumiéndolo, había veces que incluso no la podía mirar.