– Es un mal hábito mío -dijo él de forma casual. Fácil. Como si no le importase. Como si ella realmente no estuviese loca. Y realmente pensaba que quizás tuviese razón.
Rachael lo observó tomar aire, dejándolo salir y tomando la primera unión. Ella intentó apartar su pierna de un tirón de él, su respiración siseaba saliendo entre sus dientes.
– ¿Estás loco? ¿Qué crees que estás haciendo?
– Quédate quieta. ¿Crees que esto es fácil para mí? Has perdido demasiada sangre. Si no reparamos el daño, no sólo vas a perder la pierna, vas a morir.
– Pensaba que esa era la idea.
– ¿Qué se supone que pensara? Estabas aquí, esperándome en mi casa.
– Estaba durmiendo en la cama, no escondiéndome detrás de la puerta lista para abrirte la cabeza -ella lo taladró con la mirada. Rio volvió su cabeza otra vez para mirarla. Rachael tuvo la gracia de ruborizarse. La sangre goteaba bajando por su sien a la oscura sombra de barba que crecía sobre su cara-. Pensé que estabas intentando matarme. Lo estabas, ¿no es cierto?
– Si te quisiera muerta, créeme, estarías muerta y habría enterrado tu cuerpo en el bosque. Permanece quieta y corta la charla. En caso de que no lo hayas advertido, estoy empapado y tengo unas cuantas heridas propias de las que encargarme.
– Y todo este tiempo pensaba que eras un macho y no tenías que preocuparte de esas pequeñeces.
Murmuró algo en voz baja, estaba segura de que no eran cumplidos, antes de que una vez más se inclinara sobre su pierna.
Rachael se rindió ante la idea de ser una verdadera heroína directamente salida de las películas. Había estado intentando fanfarronear sólo para concentrarse en algo más que no fuera el agudísimo dolor en su pierna, pero el no colaboraba con su pequeña costurita. Se sentía como si el aserrara su pierna con una hoja desafilada. No podía sólo agarrar la almohada y ahogarse porque su mano no trabajaba apropiadamente. Podía oír a alguien gritando. Un odioso y detestable sonido que no paraba. Un elevado lamento mantuvo concentrada su respiración, haciendo imposible el tenderse inmóvil.
Con cara sombría Rio la mantuvo tumbada mientras trabajaba. Estuvo agradecido cuando finalmente sucumbió al dolor y quedó tendida inmóvil, su respiración acelerada, su pulso latiendo. Su suave gemido le hacía rechinar los dientes carcomiendo su corazón.
– Demonios Fritz, ¿tenías que quitarle la pierna? -le había llevado cerca de una hora a media luz, con minúsculas puntadas, trabajar sobre el exterior. Enderezándose, suspiró, limpiándose el sudor de la cara con el dorso de sus manos, manchando con su sangre el rastrojo de barba de su cara. Ahora podía añadir torturar a una mujer a su larga lista de pecados. Le retiró el pelo hacia atrás, frunciendo el ceño ante su pálida cara-. No te me mueras -le ordenó, tomándole el pulso. Había perdido mucha sangre y su piel estaba fría y húmeda. Iba a entrar en shock-. ¿Quién eres? -la cubrió con las sábanas y volvió a levantar el fuego para calentar un enorme caldero de agua y añadir una pequeña olla para hacer café. Iba a ser una noche larga y necesitaba un estimulante.
Los gatos tendidos cerca del fuego, ya dormían, pero despertaron cuando Rio los examinó en busca de heridas. Les murmuró, nada que tuviera sentido realmente, mostrando su cariño por ellos con torpeza cuando los desparasitaba y despeinaba su pelaje. Nunca admitió para sí mismo que les tenía cariño, pero siempre se alegraba cuando elegían permanecer con él. Fritz bostezó, mostrando sus largos dientes afilados. Franz le dio un codazo durmiendo. Normalmente juguetones, los dos leopardos estaban agotados. Mientras se lavaba las manos, Rio empezó a reparar en lo incómodas que eran sus mojadas ropas. Cada músculo en su cuerpo le dolía ahora que se permitía pensar en ellos. Tenía que limpiar y suturar sus propias heridas y la perspectiva no era agradable. Su mochila estaba todavía fuera tendida contra el tronco de un árbol y necesitaba los contenidos del enorme kit médico que siempre llevaba.
Mientras esperaba por el agua de la olla investigó su casa en busca de algunas evidencias de quién era ella y por qué estaba allí.
– Pequeña caperucita roja, ¿qué hacías caminando por el bosque? -echó un vistazo a la mochila que contenía sus ropas-. Vienes de pasta. Un montón de pasta -reconoció las etiquetas de diseño de haber rescatado a más de una víctima rica-. ¿Por qué estarías deambulando sola por mí territorio? -su mirada se trasladó a su cara, una correa de seda estrujada en su mano. No quería dar vida a la pregunta que tenía en mente murmurándola en voz alta. ¿Por qué sufría cada vez que miraba su pálida cara? ¿Por qué sentía como si tuviese un nudo en sus intestinos, cada vez que veía la marca de sus dedos en su garganta? ¿Cómo demonios se las había ingeniado para hacerle sentir culpable cuando ella era la única que había invadido su hogar, tendiéndose esperando por él?
El café le calentaba por dentro y le ayudaba a aclarar la niebla de su cerebro. Se quedó de pie ante ella, sorbiendo el caliente líquido y estudiando su cara. Ella pensaba que deseaba con tanta desesperación la información como para torturarla por ello.
– ¿Qué información? ¿Qué sabes para que alguien desee tan desesperadamente herirte por ello? -la idea de eso provocaba que se alzara el demonio de su interior.
Se agitó ante el sonido de su voz, moviéndose inquieta, el dolor revoloteando sobre su cara. Le apartó el pelo con una gentil caricia, queriendo aliviarla, sin querer que despertara ya que el no podría aliviar su sufrimiento.
La electricidad corrió a través de su cuerpo, chispeando a través de la punta de sus dedos y azotando su corriente sanguínea. Cada músculo en su cuerpo se contrajo. Cauteloso, dio un simple paso atrás. Sentía el cambio elevándose en él, amenazando con tomarlo en su cansado estado. Se inclinó sobre ella y presionó sus labios contra su oreja.
– No cometas el error de traer mis emociones a la vida -le susurró la advertencia, apenas audible con el golpeteo de la lluvia contra el techo y el aullido del viento en las ventanas. Esa era la única advertencia que podía darle.
Rio sacó los proyectiles de la escopeta, metiéndoselos en el bolsillo y depositando el arma en un pequeño hueco fuera de la vista. En el momento en que abrió la puerta, la lluvia lo alcanzó, penetrando en sus empapadas ropas. La tormenta no mostraba signos de amainar, el viento soplaba despiadadamente a través de los árboles. Las ramas estaban resbaladizas, pero se movió atravesándolas fácilmente a pesar del diluvio de agua.
Rio se arrodilló al lado de su mochila para alcanzar su radio. Dudaba que pudiese dar con alguien allí en la densa selva con la furiosa tormenta, pero lo intentó repetidamente. No le gustaba el aspecto de las heridas de ella e iba a entrar en shock. La selva tenía una curiosa manera de decidir las cosas y él la quería a salvo en alguna parte bajo el cuidado de un doctor. Cuando la estática fue la única réplica echó un vistazo hacia la casa con preocupación, maldiciendo a los leopardos, la mujer y todas las cosas en las que podía pensar. Se levantó precipitadamente, devolviendo la radio al interior de la mochila antes de volver a su casa.