El factor principal de mi táctica era encontrármela sola; me parecía que de esa situación, que, desde los orígenes del universo y según una concepción anticíclica y de expansión indefinida -si es infinita o no que lo afirmen los que puedan comprobarlo empíricamente- y puramente azarosa como es la mía, según la cual a los fenómenos casuales que duran un poco nos parece descubrirles leyes inmutables, todavía no se había producido, de esa situación digo a la pasión mutua y desencadenada no había, como se dice, más que un paso.
Todo se reducía entonces, según mi concepción casualista del universo, a provocar con ella un encuentro casual, una coincidencia gracias a la cual, de entre los trescientos mil cuerpos errantes que pueden entrecruzarse formando una gama indefinida de combinaciones, en distintos puntos de la ciudad, el suyo y el mío se encontrasen frente a frente y se pusiesen a caminar uno junto al otro durante un trecho o se sentasen, poniéndose a conversar, con una mesa de café de por medio por ejemplo o, mejor todavía, coincidiesen, desembarazados de todo objeto intermediario y en especial de toda vestimenta, sobre el rectángulo blanco, aislado por sus límites mágicos del mundo exterior, de una cama de matrimonio en un hotel alojamiento. La tierra gira sobre su eje y alrededor del sol en forma provisoria únicamente -todo eso va a resolverse alguna vez de modo centrífugo o centrípeto, da lo mismo- así que considerándonos a los dos como dos partículas diminutas atrapadas en una red extremadamente enredada de coincidencias, podía atribuirle a ese período de nuestras vidas una estabilidad relativa y, en el interior de esa regularidad, intentar un encuentro provocado, dándole la apariencia de la casualidad -el mundo es lo bastante engañoso como para que percibamos, en casi toda ocasión, lo contrario de lo que realmente sucede. Así que una mañana, un sábado de abril en que justo Carlos estaba en Buenos Aires y Marta en Rosario, el encuentro se produjo.
Fue en una esquina del centro, donde me había apostado durante meses con la esperanza de provocar la casualidad, pero cuando ella apareció de repente y me dirigió la palabra yo estaba tan distraído pensando en otra cosa -nada que ver con Haydée ni con el deseo o el sexo en general o en particular- que al verla frente a mí me sobresalté, me asusté incluso, de modo que pegué un salto hacia atrás por no haberla reconocido de inmediato, y mi expresión debe haber sido bastante singular porque Haydée, que en general es más bien retraída, se echo a reír. Como su aparición fue inesperada, mi concepción del universo se vio corroborada una vez más ya que, a pesar de mi preparación minuciosa, nuestro encuentro no se produjo en ninguna de las tantas situaciones premeditadas por mí, sino de un modo casual, durante uno de los pocos momentos en que después de meses de ocuparlas de un modo continuo, Haydée estaba completamente ausente de mis representaciones -sin contar con la comprobación complementaria de que, cuando se actualiza, y que me la corten en rebanadas si me equivoco, el porvenir no es nunca como lo habíamos previsto.
La idea de que el mundo es real es tal vez una consecuencia del principio de placer, no del principio de realidad: teniendo en cuenta el estado lastimoso de nuestras relaciones actuales me cuesta creer que la delicia intensa de ese sábado de otoño, con su sol tibio a la mañana y el aire que fue enfriándose sutilmente hacia el anochecer, tuvo de verdad lugar. Nos encontramos antes de mediodía y nos separamos recién a las cinco de la mañana del día siguiente. Como era sábado, ella no trabajaba, pero yo tuve que pasar por el diario para cerrar el suplemento literario del domingo, y ni aún así nos separamos, porque ella me acompañó al diario a la tarde y me esperó en mi despacho mientras yo bajaba al taller para armar la página con el tipógrafo -y cuando se hizo de noche, como pensábamos ir a un restaurant, porque a mediodía nos habíamos contentado con un sandwich en un bar del centro, y ella decidió pasar por su casa a cambiarse, yo la esperé en el bar de la esquina tomando un vermouth mientras ella se daba una ducha y se vestía.
Me acuerdo patente de ese bar modesto al anochecer -un despacho de bebidas contiguo a un almacén en realidad- en el que, parado junto al mostrador, tomaba despacio mi vermouth con soda comiendo lupines y cubitos de mortadela, y asomándome de tanto en tanto a la calle para ver si ella volvía.
Lo que después es un recuerdo no siempre, en el momento en que entra en la memoria, tenemos la aspiración de que lo sea, y que lavoluntad y la memoria solas no bastan para formarlo, lo prueba el hecho de que, de nuestro pasado innumerable, la más de las veces nos queda lo esencial, como de ese anochecer en el despacho de bebidas por ejemplo del que persiste, no el momento feliz en que ella llegó, sino los desagradables y muertos que se estiraban en el almacén sombrío mientras la esperaba. Lo más real no es lo que queremos que lo sea, sino un orden material de nuestra experiencia que es indiferente a las emociones y a los deseos. Nuestros sentidos alimentan más nuestra memoria que nuestros afectos -y ni siquiera nuestros sentidos tal vez, sino una organización de nuestras vidas ignorada por nosotros mismos, para la que tiene más significado, sin que sepamos por qué, el recinto sombrío de un almacén que las emociones intensas de un amor naciente o de una separación intolerable. A los recuerdos que vuelven por sí solos únicamente por costumbre o por resignación los llamamos nuestros, y si se nos diese por yuxtaponerlos igual que a una tira de diapositivas, la sucesión no solo sería inconexa desde un punto de vista temporal sino que no contaría, en ningún orden lógico, ninguna historia inteligible o, mejor todavía, ninguna historia -estampas en las que, igual que en los sueños, el rememorador puede estar presente o ausente, y en muchos casos representando lugares, cosas o personas, escenas o palabras, a los que el conocimiento o, como se lo llame, no les conferiría ningún sentido ni le reconocería ningún origen empírico. Es nuestra capacidad de abstracción la que se los otorga, o sea que es lo menos personal de todo lo que poseemos lo que organiza nuestras representaciones íntimas. Así que de "ese" sábado tengo, muchos años mis tarde, no un recuerdo sino un relato, compuesto hasta en sus detalles más mínimos, organizado según una sucesión lógica, y tan separado de mi experiencia como podría serlo una película en colores -imágenes discontinuas pegadas una después de la otra y a las que una intriga de esencia diferente a las imágenes mismas, y agregada con posterioridad, les suministra, artificial, un sentido. Un relato tan improbable como nítido, de existencia autónoma, que, en vez de recordar verdaderamente, hemos; aprendido de memoria, igual que una tabla de multiplicar, y que, únicamente cuando activa nuestras emociones podemos equiparar a una obra de arte o, mejor todavía, a un mito.
Me acuerdo que nos pusimos a caminar. Me acuerdo que, como todos los sábados a la mañana en que hace buen tiempo, San Martín estaba llena de gente. Me acuerdo que ella llevaba un vestido verde, tejido, de lana liviana, bastante ajustado, y un saco de sarga blanca. Parecía limpia, fresca, descansada. Me acuerdo que conversábamos sin parar y que, me acuerdo, coincidíamos en casi todo. Me acuerdo que yo a veces silenciaba mis propias opiniones no por hipocresía, sino porque, a causa de mis sentimientos, tendía a relativizarlas o porque, gracias a una sensación fuerte de la alteridad de Haydée, me venía un gusto nuevo de la realidad propia de lo que, independiente de mí mismo, existía en lo exterior. Después me acuerdo que volvió a buscarme al despacho de bebidas y nos fuimos a caminar por la orilla del río. Me acuerdo que fue refrescando con el anochecer y que, a partir de cierto momento, empezamos a sentir frío en la penumbra de la costanera pero, a decir verdad, desde que tengo memoria, ¿cuántos sábados soleados de otoño no terminaron refrescando al anochecer, y cuántas veces, en la penumbra de la costanera, paseando incluso con Haydée, no tuvimos frío al cabo de un momento? También me acuerdo que fuimos a cenar a un restaurant de las afueras, en un reservado al que el mozo nos condujo de un modo espontáneo, suponiendo que éramos una pareja adúltera que prefería una mesa discreta, y pensando que después de la cena nos disponíamos a ir a un hotel alojamiento de las cercanías. Que me cuelguen si se equivocaba en cuanto a mis intenciones, pero como lo supe un poco más tarde, cuando fuimos a uno por primera vez, Haydée nunca había estado en esos hoteles, a diferencia de Marta, que conocía todos los de la ciudad y todos los de Rosario incluso y, según ella, los prefería a los departamentos. Me acuerdo que desde luego no fuimos esa noche al hotel y que ni siquiera lo sugerí, pero que me sorprendió que aceptara sin vacilar, incluso con entusiasmo, cuando propuse que fuéramos a bailar a un night club.
El tiempo pasaba rápido me acuerdo. Y, desde las once de la mañana, la conversación no languidecía. Me acuerdo. Pero me acuerdo que cuando la saqué a bailar, si bien no dijo nada y permitió, en la penumbra, que apoyara mi mejilla en su sien y hundiera la nariz en su cabello, cuando sintió que yo pegaba la parte inferior de mi cuerpo al suyo, para poder frotar mi verga contra sus muslos, se puso tensa y se separó un poco, sin proferir todavía el estribillo conque se zafaría durante meses de mis intentos de abrazos en el banco del parque del Palomar: No mientras yo siga viviendo con Carlos y vos con Martita.
Carlos asumió, unos meses más tarde, las conclusiones que se imponían con la obtención de la dispensa definitiva de la papesa Juana, como él decía, de modo que las idas y venidas a Buenos Aires fueron haciéndose cada vez más espaciadas hasta que cesaron por completo. Y, con Marta, la cortesía distante, el desgano y la indiferencia fueron alternando hasta la explicación final en la que, cosa curiosa, tanto en el uno como en el otro, el perdón llegaba, como si hubiera apuro por terminar, antes que la confesión de la falta.