Durante algunas semanas de libertad recobrada no pasó nada. De golpe, lo que hasta ese momento se presentaba como imposible pareció volverse, a causa de esa libertad, obligatorio. Nos llamábamos por teléfono pero siempre nos faltaba tiempo para vernos. Después de mi separación, yo había vuelto a vivir a casa de mi madre, en mi cuarto de la terraza, entre los libros de mi primera biblioteca y mi ventana que da al oeste, a las terrazas de baldosas color ladrillo, a los parapetos ennegrecidos por la intemperie entre los que se abren, aquí y allá, los patios traseros de los que emergen las copas de los nísperos, de los gomeros, de las acacias, de las higueras o de los naranjos gigantes. También Haydée, desde su vuelta de Buenos Aires, vivía en lo de la farmacéutica -todavía no sospechaba hasta qué punto "eso" en "Haydée" estaba bajo su influjo. Estábamos otra vez en el punto de partida igual que si, girando en círculo y sin avanzar, pasáramos por una etapa antigua, ya vivida, a la que una fuerza regresiva se aferraba antes del salto hacia adelante. Hasta que un día, "otro" sábado, de primavera esta vez, decidimos vemos. Pasamos la tarde en el hotel de las afueras, salimos a comer, y después nos volvimos al hotel hasta la mañana siguiente. De tanto fornicar, quedamos llenos de moretones, de raspaduras, de contracciones musculares, de lastimaduras y, durante una semana, por lo menos, me siguió ardiendo la punta de la verga. Pero fuimos accediendo al placer de modo progresivo, al cabo de horas, igual que si muchos pliegues de dudas, de anestesia e incluso de autodesprecio, nos hubiesen separado durante años de nuestros cuerpos sensitivos. Cuando decidimos, en la siesta cálida, ir al hotel, lo hicimos como si se tratara de una determinación racional y de un desafío, y me llamó la atención que apenas estuvimos dentro de la pieza, Haydée se desnudó con aplicación, doblando y colgando la ropa con cuidado y que después se echó en la cama boca arriba y se instaló a esperarme, sin tocarme ni dejarse tocar hasta que yo también estuve desnudo y me acosté a su lado en la cama. Ella tomaba las cosas, sobre todo las caricias preliminares, en forma humorística, como es habitual en nuestra época, y aunque yo había recibido de varias de mis parejas felicitaciones agradecidas a causa del humor con que ejercía mis actividades sexuales y, por supuesto, asumí también con Haydée una actividad irónica e incluso cómica para mostrarme civilizado, el hecho de tener junto a mí ese cuerpo desnudo y estar yo mismo desnudo a su lado, me hacían temblar y estremecerme por dentro. La evidencia y la inmediatez de su cuerpo me hacían desear algo impreciso y sin nombre, que presentía de antemano como inalcanzable pero que de todos modos intentaría poseer, con la dificultad suplementaria de que aunque ese deseo me incitaba a urgencias brutales, el amor no físico requería también la dulzura. Recién a medianoche, cuando volvimos al hotel para quedarnos hasta la mañana, fuimos encontrando el ritmo común, más allá de lo convencional de nuestros sentidos civilizados, en regiones de nuestra carne y de nuestros órganos en las que, entre brutalidad y dulzura, desaparecía la contradicción. El orgasmo, si no nos daba la certidumbre de una meta alcanzada, nos apaciguaba y nos adormecía durante cierto tiempo, pero al rato nomás, en la circulación silenciosa de la sangre, en la sensibilización brusca de la piel, en el endurecimiento progresivo de las partes blandas de nuestros cuerpos y en la distensión lenta de los poros y de los esfínteres, el deseo, de esencia incontrovertiblemente distinta a la de nuestra carne, se ponía en movimiento otra vez, ubicuo y anónimo, más íntimo que los pliegues más íntimos del propio ser, y más inexplicable que el origen, la presencia y la finalidad de las estrellas. Que me cuelguen del pobre aditamento ya casi inexistente y me dejen colgado el resto de mis días si podía imaginarme, esa noche y las que siguieron, durante dos o tres años por lo menos, que todo eso iba a terminar del modo lamentable en que terminó, con la dispensa definitiva de la papesa Juana y rodando escaleras abajo hasta quedar con los tobillos metidos en el agua negra y helada, el agua viscosa y sin fondo chapoteando y tirándome hacia abajo, de tal manera que todavía, en que ya no estoy en el último escalón sino en el penúltimo, sin atreverme a mirar hacia abajo aunque de todos modos la oscuridad es tan densa que no vería nada, todavía digo, tengo la sensación pringosa y helada en los tobillos y las costras grisáceas y resecas en las botamangas del pantalón.
El puesto de observación móvil, arropado en capas superpuestas de lana, que en otras épocas sabía llamar "yo", se desplaza en la calle oscura, y los puntos luminosos que señalan cada esquina y se pierden hacia el fondo de la calle, no parecen haber disminuido en cantidad a pesar de que he dejado atrás tres de ellos, cuando doblo la esquina para volver en dirección al centro.
En la altura, unos doscientos metros más adelante, la silueta de neón verde pálido del hotel Conquistador revela, vista desde atrás, su carácter monstruoso de criatura doble, hecha de dos partes delanteras de cuerpo, sin ninguna parte trasera, ya que la misma figura enmarcada en el rectángulo de neón rojo que miraba hacia el sur vigila también el norte, en la visera que sobresale en el lado superior del rectángulo y las mismas manos aferrando la empuñadura de la espada ancha de neón verde pálido cuya punta se apoya, entre las piernas abiertas en actitud dominadora, en la base del rectángulo rojo, parece observarme, desde lo alto, mientras avanzo en dirección a él, y cuando paso debajo y comienzo a alejarme, su otra cara sigue observándome de modo que, para ponerme al abrigo de su vigilancia amenazadora, cruzo de vereda, ya que la silueta de neón verde, demasiado rígida y estática, es incapaz de girar la cabeza para ver lo que pasa en la vereda de enfrente.
– Haydée volvió a llamar para explicarme lo de Alicia -dice mi hermana cuando llego al living, jadeando un poco a causa de las escaleras, y empiezo a desabrocharme el sobretodo.
– Pretextos -dijo, sabiendo que, desde luego, no está de acuerdo conmigo y confía más en la explicación de Haydée que en la mía.
Pero hablamos sin miramos, con la vista fija en la pantalla del televisor en el que señales luminosas que forman figuras coloreadas de apariencia humana y de tamaño reducido, peroran en forma falsamente llana para simular realidad -es un "abuelo bueno" el que habla ahora explicándole a "un nietito que lo quiere" por qué lanaturaleza debe ser protegida. Están vestidos de "lejano oeste en el siglo diecinueve", sentados en el superior de una serie de postes horizontales que representan un "corral", vestidos con camisas a cuadros y vaqueros impecables, para connotar que son los personajes decentes de la serie. También "mi hermana y yo" estamos vestidos con ropa limpia y de bastante buena calidad, y hemos intercambiado nuestras frases con urbanidad, en el living amueblado con corrección, según las normas más generales de estilo y los costos habituales para la clase de muebles que se acostumbra comprar en el caso de gente como nosotros. A pesar de que la serie transcurre en los "Estados Unidos", el "abuelo bueno" habla español con acento mejicano, y aunque apenas si se entiende lo que dice, a causa de fluctuaciones de sonido, de problemas acústicos y de la usura de la banda sonora, comprendemos lo más bien su mensaje, que ya conocíamos de antemano, no por haberlo pensado nunca -a mí en todo caso me importa lo que se dice tres pepinos que la naturaleza sea o no preservada, porque de todos modos todo esto es transitorio y tarde o temprano, se lo preserve o no, se va a acabar-, sino por haberlo leído mil veces en los diarios y en las revistas y escuchado otras tantas por radio o por televisión, sin que sepamos muy bien por qué hay que proteger la naturaleza, a cuál de los instigadores del complot religioso-liberalo-estalino-audiovisualo-tecnocrático-disneylandiano se le ocurrió lanzar la consigna con el fin de sacar qué provecho, ya que nadie es capaz de decir si en efecto es necesario protegerla, si al basural cósmico y a todo lo que repta y pulula en su superficie, como consecuencia del estúpido tic repetitivo de esa misma naturaleza a la que hay que salvase guardar, no les convendría más desde todo punto de vista volver al silencio y al caos de los que provienen. Y, por otra parte, porque hayan estado repartiendo como quien dice universo gratis no soy tan tonto como para creer que la cosa va a prolongarse sine die. Lo cierto es que mi hermana y yo hemos intercambiado las frases precedentes sin mirarnos, con los ojos fijos en el cuadrado de ángulos curvos donde se agitan las imágenes coloreadas, y yo voy sacándome el sobretodo por etapas, inmovilizándome cuando termino de desabotonarlo, retomando después cuando lo traigo hacia los costados del cuerpo para contraer los hombros y hacer deslizar las mangas hacia abajo, y deteniéndome de nuevo, hasta que retomo por fin y me lo saco, inmóvil en mi lugar, siempre con la vista fija en el televisor hasta que, de golpe, una tanda publicitaria escamotea de un modo mágico al "abuelo bueno" y al "nietito que lo quiere" y los suplanta por la propaganda de un banco.
– Guarda que se te cae -dice mi hermana, reteniendo la carpeta amarilla de Bizancio Libros que, a causa de las distorsiones a que someto al sobretodo para sacármelo, ha comenzado a deslizarse fuera del bolsillo. La saca del sobretodo y me la extiende.
– No creo que haya nada importante adentro -le digo y agarrándola, la dejo, junto al sobretodo, en un sillón vacío.
– La cena está lista -dice mi hermana. Pasamos a la cocina iluminada. Sobre el mantel azul, los platos blancos, frente a frente, rodeado por los cubiertos y las copas, separados por la panera llena de óvalos de pan y el botellón de agua, brillan desde hace un buen rato sin duda, a la luz blanca del fluorescente.
– Se me hizo tarde -digo.
– No hay ningún apuro -dice mi hermana-, la película es a las diez.
– Deberías salir más en vez de estar todo el día pendiente de la televisión -le digo.
– Hace demasiado frío -dice mi hermana-. Hasta la primavera, no saco la nariz a la calle.
Lo dice riéndose, pero es posible que el mismo desgano, y después el mismo terror que hasta hace poco me impidieron, durante meses, atravesar el umbral para ir siquiera a tomar un café al bar de la galería, estén haciendo ahora presión sobre ella para mantenerla encerrada, a causa de la muerte de nuestra madre quizás, que desde hada años estaba inválida y ciega en la cama, impidiéndole salir cuando lo deseaba justamente, o a causa de ninguna razón pasible de ser conocida, un no desear salir para otra cosa que para resolver problemas materiales, inexplicable, o un no desear general más bien, un atascamiento temporario, a los cincuenta años, de sus apetitos, tan razonable o provechoso como el hambre misma. Lo cierto es que cuando saca la tapa de la olla la sopa humea y expande su olor familiar en la cocina, y que cuando vierte un cucharón en mi plato, la superficie verde pálido de la sopa -arvejas partidas probablemente- y borde blanco del plato forman dos círculos concéntricos, un disco verde pálido en el interior, y un aro ancho y blanco enmarcándolo. Antes de levantar la cuchara, espero que ella misma se sirva y venga a sentarse frente a mí, del otro lado de la panera y del botellón de agua. El color verde pálido de la sopa me intriga -son probablemente arvejas partidas- y una rugosidad en la superficie me induce a pensar que otras legumbres han sido molidas también para darle espesor. Y la primera cucharada, que soplo dos o tres veces para que se enfríe antes de ponérmela en la boca, no revela la identidad de esas substancias molidas y hervidas en la misma agua que no obstante tienen gusto a sopa, que reconozco en todo caso como "sopa" -al fin y al cabo, a aquello de lo que se tiene un conocimiento aproximativo, se lo llama por lo general una sopa: al origen del universo por ejemplo, le dan el nombre de "sopa cosmogónica", lo cual pasado en limpio significa que nos cuelguen con un gancho del prepucio y nos exhiban durante años en el Departamento de Física de Princeton si sabemos algo de cómo cuernos empezó la cosa, o, para el origen de la vida, la "sopa de Haldane", un menjurje imaginado en Cambridge para justificar el presupuesto anual de los laboratorios; lo arreglan todo con una sopa como decía y al que no está de acuerdo lo mandan, apenas se descuida, a la sopa popular.