– Arvejas -dijo, sacudiendo la cabeza para mostrar mi aprobación.
– Un poco de todo -dice mi hermana con expresión misteriosa, aunque orgullosa de mi aire complacido. -Hice sopa pensando que Alicia iba a venir, porque le gusta la sopa.
– Papas molidas también -dijo, absteniéndome de hacerle notar que, en invierno por lo menos, esté o no por venir Alicia, hace sopa casi todos los días.
– Lo que encontré, sin ninguna receta. Ya no me acuerdo -dice mi hermana.
Sacudo, afirmativo pero escéptico, la cabeza, y sigo tomando, cucharada tras cucharada, la sopa. Desde el living, el sonido artificial de la televisión manda, sin pausa, música, ruido, y voces falsamente eufóricas, las mismas desde hace años, varias veces por día, todos los días, fantasmales y llenas de ecos. La muerte de nuestra madre paró, durante algunos días, su flujo, igual que si el hálito, débil al final, que la mantenía en vida, hubiese estado alimentándolo todos estos años, pero después que la enterramos recomenzó, mostrando de ese modo su carácter autónomo, a menos que no haya adquirido esa autonomía absorbiéndola a ella, igual que a todos nosotros por otra parte, su substancia. Yo mismo sin ir más lejos me pasé el verano último sentado en el living mirándola, más bien sin verla a decir verdad, desde mediodía hasta las dos de la mañana, durante tres meses por lo menos -ella iba muriéndose de a poco en la pieza de al lado, ciega y senil, a causa de la diabetis como le dicen, y únicamente cuando el soplo paró, volví a sacar la cabeza a la superficie tratando de respirar hondo, dejé de tomar alcohol, y subí a mi cuarto de la terraza, pero cuando me di un baño y me puse ropa limpia disponiéndome a ir a tomar un café al bar de la galería, a tres cuadras de mi casa, me di cuenta de que no podía salir a la calle, me daban vértigos, temblores y estaba, por decirlo de algún modo, aterrorizado. No podía recorrer los trescientos metros que me separaban del bar al que, mientras estuve en la ciudad, he estado yendo a tomar un café todos los días durante más de veinte años. Y eso después de haberme pasado tres meses sentado frente al televisor, tomando vino tinto al mismo tiempo que toda clase de somníferos y tranquilizantes, -no digo que haya sido a causa de eso, sino más bien que el hecho de haber estado sentado en el living durante tres meses con una damajuana de vino al lado del sillón, era el síntoma inequívoco de que había llegado al último escalón, con el agua negruzca y gélida ciñéndome los tobillos, lista ya para tragarme, y para que los últimos restos maltrechos del propio ser se disgreguen en la masa chirle y viscosa.
En el último escalón después de haber venido rodando escaleras abajo, con distintas velocidades, a veces viendo venir la cosa y otras sin siquiera darme cuenta, desde muy atrás probablemente, durante un tiempo difícil de calcular, a partir del nacimiento tal vez. Más que seguro que los que se pasan el día sentados delante denotan con eso que están ya en el último escalón, ya sea porque no quisieron o no pudieron o no los dejaron subir un poco más arriba, ya sea porque si lograron subir un poco, hasta cualquier otro, desde el penúltimo al infinito, a partir de cierto momento empezaron a rodar escaleras abajo otra vez, y ahí quedaron chapaleando, la parte superior dando manotazos en la oscuridad y la inferior metida hasta los tobillos, o las rodillas, o el pecho, o incluso el mentón en el agua negra.
Que no hayan podido o no los hayan dejado es frecuente -basta atiborrarlos de "sopa cosmogónica" o de "sopa de Haldane" o de sopa popular incluso, para que ya no puedan moverse y subir, uno o dos escalones aunque más no sea- pero que no hayan querido también lo es, y hasta es comprensible como argumento mantenerse lo más cerca posible de lo negro, no obrar, no despegarse mucho de lo indistinto, ser latido débil, estremecimiento apagado, no caer, por entre sus mandíbulas que nos trituran con mil muertes, en la red de la esperanza, diciéndose, en un susurro hecho no de palabras, sino de filtraciones sin nombre que recorrenen ondas ínfimas y constantes las entrañas recónditas del propio ser: Porque agiten allá afuera esas chafalonías sin valor que llaman mundo no voy a cometer el error para verlo desde más cerca o para tocarlo en nombre de lo que llaman experiencia de dejar aunque más no fuese un momento esta cama negra en la que estoy tan cómodo. Que me cuelguen de donde les plazca o que me la corten si quieren en rebanadas si estoy dispuesto a desplazarme de un milímetro para ir a rozar con la yema de los dedos eso a lo que le dicen lo real o como quiera que lo llamen. Las señales luminosas que cuajan en la pantalla de bordes curvos formando sombras coloreadas que dan la ilusión de moverse y de hablar, con ligeros ecos electrónicos y acústicos, diciendo para nadie en particular lo que todos parecíamos saber de antemano, lo que creemos haber ya pensado alguna vez, son materia suficiente, fragmentos reconstituidos de un modo aproximativo con los restos de lo que podríamos llamar nuestro naufragio, si hubiese habido alguno entre nosotros que, antes de concluir en ese sopor hechizado hubiese de verdad atravesado, después de aventurarse en lo exterior, algún mar desconocido. Hay muchas maneras de entrar en ese sopor, y del modo más inesperado. Pichón Garay, por ejemplo, que vive en París desde hace años -un día me escribió una carta que empezaba diciendo Ocupo un puesto subalterno en un lugar subalterno: soy profesor en la Sorbona, y después, durante dieciocho meses, no supe más nada de él. Su propia madre, su hermano mellizo incluso, con los que se carteaba en forma regular, quedaron sin noticias. Pero fue por ellos que me enteré más tarde de que había obtenido un año sabático, se había encerrado en su departamento sin leer, sin ver a nadie, sin responder las cartas que recibía, y se había dedicado exclusivamente a hacer palabras cruzadas.
Un año entero haciendo palabras cruzadas -y colijo, más que seguro, ya que nunca hablamos de la cuestión, que si desviaba durante unos segundos la vista del rectángulo cuadriculado, empezaría a volverse visible en borbotones, la textura, en chorros áridos, en manchas incandescentes, lo incesante, y la mirada, sin la pantalla benévola de los cuadraditos blancos y negros ni el bálsamo de las definiciones ya elaboradas, podría toparse, a su alrededor, en lo exterior, con la evidencia, o tal vez, cerrando los ojos, verse obligado a divagar por lo interno y, descubrir en ello, con espanto, su raíz. Pero qué necesidad de ir hasta París; basta cruzar de vereda para ver en qué estado se encuentra mi amigo de infancia, Mauricio -en fin, lo que queda de "Mauricio". Debí imaginármelo cuando a los quince años lo veía ganar sus partidas simultáneas contra cuatro, seis y hasta ocho adversarios, se paseaba, orondo, entre ellos, que sudaban sobre los tableros, alto, buen mozo, con una sonrisa indulgente, y los iba eliminando uno por uno con delicadeza y precisión. En la escuela primaria había sido siempre el primero, lo mismo que en la secundaria y en la universidad.
Apenas se recibió, aparte de las ofertas de trabajo que le venían de la industria privada como le dicen, le propusieron la cátedra de Estática en la facultad de Ingeniería -más tarde me diría que era una ironía del destino que él se ocupase de explicarles a los demás las leyes que rigen el equilibrio. A los treinta años tenía todo como se dice, mujer, hijos, amantes, dinero, prestigio, inteligencia; y un buen día, poco a poco, se empezó a desintegrar. Durante los primeros meses no noté nada; a decir verdad, nos veíamos de tanto en tanto, porque él viajaba mucho a Córdoba y a Rosario, donde era consejero técnico de varias empresas, y también a Buenos Aires y a Europa, siempre en negocios y en coloquios científicos, y yo venía poco aquí a casa de mi madre en ese entonces -en pleno idilio con mi psicoanalista y su farmacéutica. Él había heredado la casa de sus padres y se había instalado a vivir en ella, enfrente de la mía. Mi hermana y Berta, su mujer, son también amigas de infancia. Cuando se enteraban de que yo estaba en lo de mi madre, se cruzaban a charlar, y fue en esas ocasiones en que empecé a darme cuenta, en forma retrospectiva, de sus rarezas. Lo primera que me llamó la atención fue el modo insistente que tenía de intercalar en la conversación una frase de Montaigne, directamente en francés -su idioma profesional era el inglés, que dominaba desde la infancia, en tanto que el francés, que nunca había estudiado en forma metódica, representaba uno de los fragmentos del saber caleidoscópico que había adquirido con su picoteo de diletante. Nunca decía nada en francés de modo que oírlo, cada vez que nos encontrábamos, introducir varías veces en francés la frase de Montaigne, dicha en forma lenta y llena de sobreentendidos, con una sonrisa algo sarcástica y desengañada, mirándome fijo a los ojos igual que si hubiese habido entre nosotros alguna complicidad, terminó por intrigarme, máxime que esa mirada de complicidad me incomodaba en razón de ciertas discusiones que sabíamos tener. La constance mesme n’est autre chose qu un branle plus languissant, repetía Mauricio, o lo que estaba empezando a quedar de él, cada vez que nos encontrábamos, mirándome derecho a los ojos, mientras en los suyos aparecían los destellos de su sonrisa sarcástica y desengañada y los atisbos de complicidad que me ponían incómodo, de un modo oscuro al principio, hasta que, cuando la cosa fue empeorando, empecé a acordarme de ciertas conversaciones que habíamos tenido unos años atrás, en la época de sus comienzos brillantes en la vida profesional. Cuando me enteré de que dictaba la cátedra de Estática en la universidad le dije, por pura broma, si no consideraba que era robar al estado cobrar por enseñar estática, cuando es sabido que todo está en movimiento, y que las cosas que parecen inmóviles muestran una falsa fijeza, una ilusión, y que todo está desplazándose y dispersándose en todo momento -el tiempo es dispersión, le decía.
Una idea poética interesante, me contestaba lo que todavía era "Mauricio", un poco amoscado ya por mis objeciones, pero ayer nomás pasamos en colectivo por el puente sobre el Carcarañá, viniendo desde Rosario, que por otra parte sigue en el mismo lugar, y felizmente no nos precipitamos al vacío ni tuvimos que colgar a secar nuestros pantalones cuando llegamos a la otra orilla. Yo le preguntaba si cada vez que se había levantado para ir a servirse un café en el fondo del colectivo estaba convencido de que el colectivo seguía en el mismo lugar y él contestaba que, cuando tenía ganas de tomar un café bien instalado en su asiento leyendo una novela de Chandler por ejemplo, le importaba un rábano dónde se encontraba el colectivo, siempre y cuando el asiento, la cafetera y el libro estuviesen en el lugar donde pensaba encontrarlos. Parecerías muy seguro de cuál es ese lugar, le contestaba yo, aventurando lo siguiente, que si lo que todavía era "Mauricio", instalado lo más tranquilo con el café humeante en su vaso de papel en una mano y la novela de Chandler en la otra, alzaba la cabeza para echar un vistazo a su alrededor, hubiese podido comprobar que, entre los demás pasajeros, ninguno leía una novela de Chandler sino La Razón o El Gráfico, por ejemplo, o un ensayo político como los llaman, o un best-seller internacional, o aún en el mejor de los casos, improbable por cierto, un libro de Gadda o de Svevo, o suponiendo que él hubiese estado sentado en el medio del colectivo, los otros estaban sentados adelante o atrás de él, que cada uno tenía, apañe de un punto de observación diferente, pasillo o ventanilla, a la izquierda o a la derecha del conductor, etc., una historia personal propia que influía en su percepción, de modo que "Mauricio" no podía jactarse de decir en qué lugar se encontraba en ese momento, porque no conocía más que un fragmento del lugar en cuestión, y que si le interesaban únicamente el asiento, el café humeante y el libro, despreocupándose por completo del resto del colectivo y del hecho de que no había dos pasajeros que viajasen en el mismo colectivo, yo suponía que también le era indiferente que la tierra girase alrededor del sol o el sol alrededor de la tierra. A lo cual Mauricio respondía: Mientras la facultad cuya cohesión, efectivamente, es provisoria, se mantenga en su lugar hasta que yo me jubile, todo seguirá yendo al pelo.