El primero, en derechas, es una lista de nombres anglosajones, W. Somerset Maugbam, Evelyn Waugh, John Knittel, Graham Greene, John Galsworthy, etc., y más abajo, en cursiva de tamaño un poco mayor los nombres más eminentes del relato inglés reunidos por fin en colección. Primicia absoluta en nuestro idioma. Después de un espacio en derechas mayúsculas: INDISPENSABLE. Y después de un nuevo espacio, y de la inscripción Algunos juicios críticos en derechas minúsculas, una serie de textos entrecomillados en cursiva " Coherencia ejemplar en la elección de obras y autores" (ABC, Madrid). " Volúmenes cuidados, artísticos, tipografía agradable, de fácil lectura, encuadernación refinada. Un acontecimiento editorial" (La Vanguardia, Barcelona). "Esta colección reúne los grandes maestros de la literatura inglesa de nuestro siglo" (La Nación, Buenos Aires). Otro de los folletos de lujo, impreso también en papel satinado y plegado en cuatro, muestra, cuando se lo despliega, un anaquel en el que aparecen, bien alineados, varios volúmenes en cuerina roja: en medio de la hilera de lomos rojos hay un espacio vacío correspondiente al libro, que, salido del conjunto, flota cerca del anaquel, apoyado en una superficie invisible, para permitir leer las infaltables letras doradas de la tapa "André Maurois Biografías selectas". Y debajo del libro flotante, en grandes letras negras sobre el fondo verde claro del papel satinado "MAESTROS FRANCESES DE HOY Y DE SIEMPRE". Una lista de nombres franceses despliega en forma analítica la generalización del título "André Maurois, Hervé Bazin, Henri Troyat, Marcel Aymé, Francois Nourrisier, André Soubiran, etc." Mas abajo: "Los mayores éxitos mundiales de la literatura francesa". Después de la presentación en mayúsculas, ECOS DE PRENSA, las frases entrecomilladas en cursiva, separadas unas de otras por un espacio destinado a individualizarlas: "Acertada selección"(El País, Madrid). "Tantos nombres prestigiosos reunidos en una sola colección demuestran el seguro instinto de sus conceptores" (El Nacional, Caracas). "Combinación equilibrada de biografías y de obras de ficción". (Unomásuno, Méjico). "El hombre culto de hoy no podría ignorar sin prejuicio ni perjuicio esta colección" (Clarín, Buenos Aires). Después de estas frases entrecomilladas hay un círculo rojo, impreso en el margen izquierdo para que sobresalga bien del resto, anunciando la frase que sigue en cursiva: ¡NUEVA PRESENTACIÓN! "Un anaquel de pinotea, elegante y funcional, adaptado a los doce volúmenes, es entregado sin cargo a todo comprador de la colección completa". Otro folleto de lujo, en papel satinado amarillento, plegable como los dos primeros, anuncia en grandes letras negras y bajo una guarda de banderitas de los Estados Unidos "Novelistas norteamericanos". Los volúmenes en cuerina del interior son de un verde esmeralda, adornados en la tapa y en el lomo con letras y filetes dorados. Dibujados en perspectiva, únicamente la tapa del primero y los lomos de los dos que lo siguen son legibles Arthur Hailey, Obras, figura en la tapa del primero, así como en el lomo, y en los dos lomos que siguen, Morris West, Obras escogidas, Truman Capote, Obras escogidas; en los lomos siguientes, bastoncitos y trazos dorados imitan las letras de los tres primeros, desdibujando de un modo deliberado los signos para que no constituyan ninguna leyenda en particular. Abajo de la hilera de libros, suspendida en el espacio satinado y amarillento, figura la lista de autores "James Jones, Norman Mailer, Morris West, Truman Capote, Arthur Hailey etc.". "Quince títulos publicados. Volúmenes de novecientas páginas en papel biblia en elegante y sobria cuerina verde repujada, presentando un panorama sin par de la actual literatura norteamericana. Diez nuevos títulos en preparación". Entre las hojas escritas a máquina, mimeografiadas o fotocopiadas, que voy dando vuelta, leo algunos renglones sueltos, sin detenerme demasiado en cada una "Obras Escogidas de Pearl S. Buck", "Los Thibault, ocho volúmenes encuadernados en tela", "La obra cumbre de la literatura soviética, El Don Apacible de M. Sholojov", "Humoristas del siglo XX dos volúmenes en cuerina, Jerome K. Jerome, Enrique Jardiel Poncela, Conrado Nalé Roxlo (Chamico), Fierre Dañinos, Pitigrilli, James Thurby, etc.". Del catálogo en papel biblia que hojeo rápidamente, sobresalen, fugaces, algunos nombres que desaparecen de un modo instantáneo, substituidos por los que los siguen en el orden alfabético…"Jorge Amado… Jacinto Benavente… Lucien Bodard… Joyce Cary… Marguerite Duras… Manuel Calvez… Gabriel García Márquez… James Hadley Chase…" En una hoja suelta escrita a máquina "Joyas del erotismo mundial. Apuleyo, Longo, Boccaccio, Pablo Arettno, Restif de la Bretonne, Carlos Baudelaire, etc. Páginas selectas de los grandes clásicos del erotismo universal, presentadas en un delicado volumen categoría bolsillo de lujo. Tela. 600 páginas. Esta obra, fuera de catálogo, será obsequiada a todo comprador de cinco o más volúmenes de las tres grandes colecciones de novela moderna. (Aviso a los vendedores. Como obsequio opcional a los clientes que no deseen recibir esta obra, pueden proponerse las siguientes "Enigmas anglosajones, selección de cuentos policiales, tela, 550 páginas, Antología universal de la poesía amatoria, rústica, 698 páginas, Los animales domésticos en la literatura, páginas selectas, tela, bolsillo lujo, 600 páginas. El diablo en el cuerpo, de R. Radiguet, lujo. Hago deslizar las hojas que quedan -"Lista de precios" "Condiciones de venta", etc.- sobre las que ya he examinado, tomo el paquete de hojas, sacudiéndolo y golpeándolo por el borde inferior contra el escritorio para emparejarlo, y cuando está bien acomodado lo deposito en el interior de la cartulina amarilla y cierro la carpeta los ojos ovalados del logotipo, cuando los busco con la mirada, me atraviesan de nuevo, fijos en un punto impreciso del espacio y me vuelven, más que inexistente, fantasmal.
Ahora estoy metido entre las sábanas frías, bajo una pila de frazadas, con los ojos abiertos en la penumbra rojiza a causa de la estufa a resistencia y, como de costumbre, no ocurre nada en el presente, nada que no sea el presente mismo, desplazado en el instante mismo de su manifestación por la manifestación de lo indescriptible, continuo y discontinuo a la vez, borbotón o fluido que me tiene en vilo o me transporta; a menos que, de la miríada de fragmentos dispersos y flotantes, sin fondo, sin origen, sin destino, sin fin específico, "yo" sea, confinado en la fábula, la única conexión.
Pero si me desembarazo del presente, donde no ocurre nada, y me concentro en lo exterior, no únicamente en la penumbra rojiza del cuarto, donde en los contornos de las cosas flota una especie de bruma rojiza, sino en lo que, inaccesible a los sentidos se extiende, indefinidamente, a mi alrededor, puedo darme cuenta de cómo, en el silencio y la inmovilidad aparente de la noche, el conjunto vive, trabaja, se modifica: árboles, desnudos como se dice por afuera se preparan, por dentro, a reverdecer, las piedras se corroen, la luz cambia, las estrellas, invisibles, nacen y mueren, la máquina complicada y arcaica toda hecha de tumultos, de hogueras, de curvas heladas, de restos triturados y vueltos a remodelar, de palpitaciones -y "yo" en medio de todo eso ciego en lo relativo a saber qué cosa es la vista e inhábil para dirigir los miembros pre-programados que manotean.
Igual que los instantes que se desplazan unos a otros sin que parezca haber ningún hiato entre ellos, tal vez el mismo chorro de sangre circula por arterias intercambiables, de las que los latidos lánguidos levantan, en el espacio interno por el que, fluctuantes, transitan
las imágenes, el espejismo de lo único. Lo cierto es que ahora me veo, con esfuerzos penosos, arrastrándome para escalar una montaña de sal gruesa, grisácea, húmeda y apelmazada, parejamente cónica, por la que aferrándome a la superficie rugosa de la ladera, trepo no únicamente sin esperanza sino también sin razón conocida. No lejos de la cúspide cuya circunferencia podría, si quisiese, abarcar con los brazos bien abiertos, el cielo vacío, incoloro, de una palidez inhumana, rodea la mole cónica y grisácea por cuya superficie rugosa, sin haberlo deseado y sin saber cómo he llegado hasta ahí, con desaliento, me arrastro. Es un paisaje lívido, desierto y silencioso, e inconcebible también, sin cabida en el universo físico, en ningún mundo posible, como no sea en los pliegues remotos del propio ser al que no llegan, rebajadas a ruido puro, las palabras, imagen trabajosa pero nítida del desaliento anónimo en que se ha convertido tal vez lo que, por costumbre, solía llamar "yo". Indeciso, un poco aterrado, pegado a la ladera húmeda y rugosa, no lejos de la cúspide trunca del cono, alzo la cabeza hacia el paisaje incoloro en el que únicamente el gris de la sal apelmazada introduce un matiz, incapaz de avanzar o de retroceder, expelido de todo lo familiar, y aún después de haber abierto los ojos y ver las rayas grises que se cuelan por los postigos detrás de los vidrios de la ventana, me cuesta unos segundos comprender que acabo de despertarme porque ya es la mañana. La luminosidad grisácea diluye un poco la penumbra rojiza que expande, entre el escritorio y la biblioteca, la triple resistencia horizontal de la estufa eléctrica. La nostalgia de no haber nacido, gracias a la lucidez que crece y al cuerpo que va desentumeciéndose, reclamando alimento y espacio, el hambre de lo familiar, igual que la penumbra rojiza, poco a poco, se disipa.
Que me cuelguen si cuando entreabro la puerta y veo la luz gris en la terraza, no me dan ganas de echarme atrás y de volver a meterme en la cama, taparme hasta la cabeza y quedarme encerrado el día Es únicamente el recuerdo del último escalón, la sensación del agua negra y viscosa ciñéndome los tobillos, el chapoteo al borde del definitivo, lo que me hace atravesar, a paso rápido, el aire frío y gris de la terraza que, paradójico, a medida que avanza la mañana se ennegrece en vez de aclararse. La ciudad entera parece envuelta en un capullo estrecho de algodón gris; únicamente hacia el este, bastante alta, hay una llaga verdosa, más clara, por la que supura una luminosidad lívida, resplandor anacrónico de un sol ya extinto quizás, charco pálido que irá cerrándose sin duda a medida que avance el día para que quede, confinándonos en lo horizontal, una grisura homogénea.
– ¡Teléfono! -grita mi hermana abriendo la puerta de la cocina, justo en el momento en que empiezo a bajar las escaleras.
– ¿Tomatis? -dice una voz masculina cuando mi hermana me pasa el tubo y gruño una señal ininteligible para mostrar que estoy dispuesto a escuchar. -Habla Alfonso. Alfonso de Bizancio.
– El famoso Alfonso de Bizancio -dijo, con tono neutro y, por pura parodia, ligeramente reprobatorio.