– Menos famosos que el famoso Carlos Tomatis -dice Alfonso. -¿Durmió bien?
– Tengo la conciencia tranquila -le digo.
– Yo más o menos -dice él. – Me permito llamarlo, maestro, porque a Vilma y a mí se nos ha ocurrido una idea sensacional. ¿No le gustaría asistir como invitado especial al seminario de Bizancio en el salón Capri del hotel Iguazú? Es nuestro congreso anual de vendedores y vamos a anunciar también la próxima inauguración de nuestra sucursal local. Pasado mañana terminamos con un cóctel monstruo.
– Toda esa movilización como pretexto para emborracharse en un cóctel -le digo, y oigo la risa satisfecha de Alfonso que considera mis serenidades paródicas como un modo retórico de familiaridad.
– ¿Contamos con usted?- dice.
– Déjeme pensarlo -le digo-. El honor es aplastante.
– Las sesiones son de 10 a 13 y de 15 a 18 -dice Alfonso-. Vilma que está aquí al lado mío le suplica que venga. Espere que se la paso.
Estoy por contestar que no vale la pena pero me doy cuenta, por los murmullos que me llegan de que ya está pasándole el tubo a Vilma Lupo.
– Qué dice. Cómo le va -dice Vilma.- Se nos escapó medio rápido anoche.
– Tenía un compromiso -le digo.
– ¿Va a venir? -dice Vilma, con melodiosidad calculada. -Mire que únicamente usted puede darle un suplemento de alma a esta manga de mercachifles.
La risotada de Alfonso, en las cercanías del teléfono, quiere demostrarme que no es a sus espaldas que Vilma ha calificado el semanario de Bizancio.
– No le digo que no -dijo-. Tal vez me dé una vuelta esta mañana.
– Lo esperamos -dice Vilma- Hasta lueguito.
Y cuelga. Me quedo un momento inmóvil, indeciso, con el tubo en la mano, y cuelgo a mi vez. Busco un número en mi libreta de direcciones, lo marco, y oigo cinco llamadas antes de que atiendan.
– Reina -digo. -Habla Tomatis.
– Carlitos. Qué sorpresa -dice la voz soñolienta de Reina; pero lo inesperado de mi llamada la despabila en el acto. -¿Qué pasa?
– No -lo tranquilizo riéndome.- ¿Cómo anda todo por Rosario?
– Mucho frío -dice Reina.
– ¿Algún problema?
– No, no -digo. -Todo bien. Bueno, más o menos.
– Si, por aquí también mas o menos. Mucho frío – dice Reina.
– Tu mujer y los chicos bien supongo -digo.
– Bien. Ningún problema. ¿Y vos? -dice Reina.
– Yo algunos -digo. -Me separé de Haydée. Deje el diario. Y murió mi madre también.
– Supe algo de todo eso, sí. Un buen paquete -dice Reina. Me hablaron de depresión también. Pero por la voz, me doy cuenta de que ya estás saliendo.
– Más o menos -le digo.
– Sí, sí -dice Reina. -Nunca se sale del todo. No se es el mismo después. En cierto sentido se es mejor.
– Llamo al hombre -le digo-, y me topo con el psiquiatra.
– Deformación profesional -dice Reina-. Pero no te preocupes, no te cobro nada. Saberte bien es mi mejor salario. -Y después de un silencio -Y al hombre ¿para qué lo llamabas?
– No -dijo-. Nada grave. Resulta que anoche me abordó un rosarino que dice ser amigo tuyo, y en estos tiempos nunca se sabe. Un tal Alfonso, de la distribuidora Bizancio.
– ¿El pelado Alfonso? -dice Reina. -Un tiro al aire. Pero buena persona. Es un amigo. Mucha plata y muchos problemas.
– Me llama maestro -le digo. Reina lanza una carcajada, la primera desde que empezó la conversación.
– Es el primer posmoderno -dice-. Ahora que me acuerdo, me dijo la vez pasada que te iba a llamar. Te respeta mucho, sobre todo desde que leyó tu brulote contra el imbécil de Bueno. ¿Cómo era? La idea que Walter Bueno se forja de la novela y el camino elegido por toda novela lograda son divergentes. Divirtió mucho aquí en Rosario ese artículo.
– ¿Lo que gusta en Rosario es necesariamente pertinente y aplicable a la realidad en su conjunto? -digo.
– ¿Por qué no? -dice Reina.- Lo que le cuadra a la parte, le cuadra también al todo.
– Me dejo convencer -dijo- para volver a Alfonso. Anoche estuve hojeando sus catálogos. Aparte de algunos clásicos servidos en tajadas, todos sus autores son de segundo orden.
– Algunos de tercer y cuarto también -dice Reina.
– Pero es buena persona. Muchos problemas. Se le suicidó la mujer hace unos años.
– La victoria no da derechos -digo.
– Veo que estás completamente curado Carlitos -dice Reina.
– Lo acompaña una rubia, Vilma Lupo -digo.
– Pronto, pronto. Cuando afloje el frío -digo.
– Esperemos que afloje entonces. Tengo que colgar Se me hace tarde. Atiendo en el psiquiátrico esta mañana. Un abrazo -dice Reina.
– Chau, digo y cuelgo.
Cuando cierro la puerta de calle detrás de mí, y empiezo a caminar decidido en dirección al centro, me acuerdo de cómo hasta hace una semana nomás, me era imposible transponer el umbral para ir a tomar un café en el bar de la galería, como lo venia haciendo todos los días desde hacía más de veinte años. Únicamente después de su muerte, la agitación del agua negra, por las mismas razones misteriosas que la hicieron sacudirse, se fue calmando y una mañana en que, como hoy, me di una ducha y me puse ropa limpia con la intención de salir a la calle, tres o cuatro días después de haberla dejado bajo el pasto del cementerio, una fuerza interna probablemente me paralizaba en la punta de la escalera, y tuve que volver a mi "cuarto de trabajo" en el que me quedaba sentado el día entero, inmóvil, con la puerta abierta, mirando, sin verlo desde luego, y sin pensar en nada, el cielo vacío.
Dos o tres días después logré llegar hasta la puerta de calle sin decidirme a abrirla, y a la mañana siguiente, cuando lo conseguí, me quedé parado un buen rato en el umbral pero no bajé a la vereda.
Me daba lástima a mí mismo, limpio, recién afeitado, con la ropa impecable como hacía tiempo que no la llevaba, los zapatos bien lustrados, deshinchado gracias a la abstinencia de alcohol, el aspecto exterior de lo más saludable, pero incapaz de dar un paso hacia la vereda, desde el umbral de la casa de mi madre a la que había vuelto unos meses antes, pasados los cuarenta años, después de tentativas nupciales, de engendrar mi propia descendencia, de encuentros, de descubrimientos y de separaciones. Esa misma tarde llegué hasta la esquina -a unos veinte metros de la puerta-, pero no crucé la calle; la fuerza que había venido paralizándome mostraba ahora, inequívoca, su verdadera esencia: un terror puro, abstracto, sin contenido, respecto del cual la existencia efectiva del peligro era un dato secundario, por no decir irrisorio y, por esa misma razón, omnipresente, diseminado en la jungla de lo exterior y consubstanciado con ella. No actuar era, por lejos, la mejor solución -la inmovilidad vacía, entre voluptuosa y amarga, de una imagen interna recién restaurada, un poco frágil todavía. Únicamente cuando me movía el terror recomenzaba, prueba de que, igual que mi sombra, era indisociable de mí mismo, de modo que si quería seguir viviendo, tenía que habituarme a su compañía, aprender a reconocerlo en toda circunstancia y, sobre todo, para evitar la demencia, extraerlo del campo del delirio y ponerlo en el de la realidad, diciéndome casi a cada instante de los días vacíos y exhaustos que flotaban, igual que detritus, podría decirse, hacia las playas petrificadas del pasado. No me he vuelto loco todavía, porque el peligro es en efecto imaginario, pero el terror, en cambio, es bien real, y es del terror de lo que hay que ocuparse y no del peligro. Todo eso por los trescientos metros que me separaban del bar de la galería al que quería ir para tomar un café. Había tres o cuatro itinerarios posibles, y algunas veces los intenté pero siempre terminaba por volverme a mitad de camino, o apenas había salido de mi casa, o cuando estaba llegando a las proximidades del bar, hasta que una mañana me dije que, de todas maneras, inmóvil o en movimiento, el terror me acompañaría, así que me levanté de la cama, me vestí y salí a la calle concentrándome, no en el trayecto sino en el terror, y llegué al bar y me senté en una mesa, y cuando el guardapolvo verde de la chica que servía se apostó, paciente, a mi lado, levanté la cabeza y, tratando de que no me temblara la voz, le pedí que me trajera un café. Exactamente como en este mismo momento por otra parte, en que, parado junto al bar, le hago una seña a la misma chica que está preparando los expresos en su máquina italiana y me dirige una mirada interrogativa cuando me ve llegar- y la prueba de que era lo más fácil venir a tomar un café al bar de la galería, y de que lo era en especial para mí, es que, con un movimiento rápido y diestro, inclinándose hacia el mostrador, sin dejar de manipular la máquina, la chica deposita ante mí la primera taza de la serie que está preparando, cuando es evidente que no únicamente en las mesas del patio o de la galería sino también junto al mostrador, hay varios clientes que han pedido su café antes que yo.
En la mañana gris y helada -el reloj circular de pared marca las 10 y 27- reales únicamente para sí mismos y fantasmas para los otros, o al revés quizás -que me cuelguen si sería capaz de expedirme sobre la cuestión- mis conciudadanos, en las actitudes más convencionales, despliegan actividades ordinarias en las que, aún a distancia, no es difícil proyectarse: un hombre, por ejemplo, sentado en un taburete cerca de mí, acodado al mostrador, estudia los programas de la televisión nacional para esta noche; la cajera, durante unos minutos de inactividad, se ha quedado pensativa con los ojos bien abiertos, la mano derecha apoyada contra el cajón entreabierto de la registradora, la izquierda metida en el bolsillo de su guardapolvo verde, inmóvil, abstrayéndose por completo del exterior y, entre preocupada y melancólica, hurga quizás imágenes claras y llenas de detalles en su interior. Dos hombres maduros conversan en voz baja, pero con muchas gesticulaciones, en una mesa del patio, de negocios o de fútbol, o de historias sentimentales o sexuales probablemente, o quizás de política, aunque esto es menos seguro a causa de los tiempos que corren, en los que todo el mundo parece haber aceptado la consigna secreta de los tiranos, según la cual la culpa es siempre anterior al crimen.
Lo cierto es que -puedo comprobarlo cuando salgo de la galería a San Martín-, la mañana de invierno se ennegrece en vez de ir aclarándose. La llaga verdosa que supuraba, en el este, una luz lívida, persistencia fósil de un sol extinto, parece haberse obturado desde hace rato, a tal punto la uniformidad gris humo, cuyo único accidente son unos bulbos de rebordes de un gris todavía más oscuro, cubre estacionaria y baja la totalidad del cielo.
El verde pálido, químico, de cloro diluido que supuraba la llaga en el este, ha dejado un verdor oscuro, subacuático, diseminado en el aire -la impresión exacta es la de un mundo cerrado en el que el espacio y las cosas han adquirido una especie de intimidad y los movimientos
del propio cuerpo, en un frío que se atenúa ligeramente, algo parecido a la gracia que, en medio de tantos desastres, me procura, como hacía meses que no la sentía, una felicidad instantánea, inexplicable, que aunque no dura más que unos pocos segundos en la conciencia, se propaga por todo el cuerpo dándole cohesión y vigor.
Un portero negro, bajo la entrada embanderada del hotel Iguazú, me abre la puerta de vidrio, inclinándose un poco, tratando quizás de no descoser su uniforme marrón oscuro un poco estrecho. Aunque no haya un sólo negro en mil kilómetros a la redonda, la dirección del hotelha sin duda preferido contratar a un negro como portero para subrayar, igual que con la multiplicidad de banderas, el carácter internacional del hotel, puesto que casi siempre en las películas -sobre todo si vienen de Norteamérica, donde sí hay muchos negros, y en las capas bajas de la sociedad, de modo que no tienen más remedio que trabajar como porteros-, cuando aparece un hotel internacional, el portero es negro. A decir verdad, no contrataron un portero, sino un "portero negro" que es, cuando me abre la puerta, obsequioso y jovial, contento de ser "portero negro", como corresponde con los rasgos del estereotipo. La atmósfera es agradable en el interior calefaccionado y el conserje, de traje oscuro y corbata, me espera solemne y atento del otro lado del mostrador, tan "conserje amable" como el portero negro que me ha abierto la puerta es "portero negro".