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– Buenos días. El salón Capri -digo.

– Cómo no -dice el conserje. Y a un adolescente de uniforme marrón. -Conduzca al señor hasta el salón Capri.

– Por aquí por favor -dice el muchachito, y después de cruzar el hall y de costear el bar, me guía a través de un pasillo oscuro recubierto de una moquette color mostaza. Tardo en darme cuenta lo que tiene de agradable el adolescente que me guía y es que, obligado desde la pubertad por la pobreza a entrar en el mercado laboral, como lo llaman no se ha adaptado todavía a un estereotipo y camina delante mío por el pasillo con la indiferencia y la vivacidad de un gorrión o de una comadreja. Al final del pasillo, una escalera nos lleva al entrepiso donde, detrás de una puerta, se abre un pasillo ancho con una pared de un lado y un ventanal a todo lo largo del otro, pasillo al final del cual cerca de una puerta doble tapizada de cuero claro, vestido con una campera de cuero casi del mismo color que la puerta, Alfonso fuma un cigarrillo conversando con un señor bien trajeado. Adosada a la pared, bajo un espejo, hay una mesita de patas torneadas cubierta de papeles, entre los que sobresalen varias carpetas amarillas de Bizancio Libros.

– El salón Capri, señor -me dice el muchachito, sin dirigirme siquiera una mirada sino contemplando más bien, con cierta distracción, a través del ventanal, la mañana oscura. Saco un billete del bolsillo y se lo pongo en la mano, ya preparada para recibirlo a pesar de la distracción aparente, mientras Alfonso, que nos ha visto desembocar de la escalera, se da vuelta con una sonrisa y avanza hacia mí con paso decidido.

– Maestro -dice y, aferrando el cigarrillo con los labios, agarra mi mano derecha entre las suyas y la sacude con energía blanda. Pero los ojos, igual que anoche, sonríen menos que la boca y la aflicción que, por curioso que parezca, incita más a la crueldad que a la compasión, asoma en ellos formando dos llamitas fijas y húmedas, idénticas.

– Si yo fuera su maestro -le digo-, usted no pasaría de grado.

Se ríe. El señor trajeado se ríe también, un poco sorprendido por la devoción ligeramente exagerada de Alfonso y la insolencia familiar de mi respuesta -es evidente que, después de haber franqueado la entrada embanderada que da acceso al reino de estereotipo el señor trajeado, de quien estoy enterándome por la presentación de Alfonso, que es el gerente del hotel, y por lo tanto el monarca de ese reino, no logra representarse bien las relaciones que existen entre Alfonso y yo, aunque la venta de libros a crédito convierta a Alfonso en un comerciante próspero y mi ascesis posdepresiva -abstinencia de alcohol, ducha tibia todas las mañanas y paseos cotidianos por la ciudad llueve o truene- me gratifiquen de cierta presencia física no exenta sin embargo, todavía, de rigidez. Ayudado por el tumulto de mi llegada, el gerente aprovecha para desaparecer. Alfonso me señala la mesita cubierta de folletos.

– ¿Tuvo tiempo de hojear nuestra carpeta? -dice.

– Anoche antes de acostarme- y para evitar un juicio directo, recojo un folleto y simulo mirarlo con interés. -¡Ah, Somerset Maugham! Sabía decir de sí mismo que era el primero entre los de segundo orden, pero me parece que se juzgaba generosamente.

– El filo de la navaja -dice Alfonso, sin comprender mi critica, no por estupidez, sino por no haberla escuchado.- Una obra maestra.

– ¿Y que pasa ahí adentro? -dijo cuando, sin entender lo que dice, oigo una voz que se eleva un poco a través de un micrófono.

– Hay un curso de formación para vendedores – dice Alfonso-. Pase, pase. Le va a interesar.

Entramos en el salón Capri. Unas veinticinco personas, jóvenes en su mayor parte, hombres y mujeres, dispersas en una pequeña platea, escuchan o toman notas asumiendo las poses más diversas, con las piernas cruzadas por ejemplo, un codo apoyado en el muslo y la mandíbula en la palma de la mano, o el estirado sobre el respaldo de una silla vacía y la cabeza echada para atrás con los ojos entrecerrados, o inclinadas hacia adelante con los antebrazos apoyados en los muslos y las manos colgando entre laspiernas abiertas o, expresando la más profunda atención, como si escucharan mejor con un solo oído que con los dos, vueltas un poco de perfil hacia el estrado en el que, flanqueado por Vilma Lupo y por una señora pensativa, un hombre habla con soltura y vivacidad; los tres están sentados frente a sendos micrófonos, una jarra de agua tres vasos, y dos o tres grabadores portátiles, puestos sin duda en el borde de la mesa por algunos de los oyentes. Cuando me ve entrar, Vilma me dirige una sonrisa y un saludo discreto pero familiar con la mano que sostiene el cigarrillo, lo que motiva un instante de distracción en el conferenciante que me echa una mirada rápida sin dejar de hablar, y en algunos de sus oyentes, que giran la cabeza con curiosidad pasajera y vuelven a adoptar casi de inmediato sus posturas atentas.

– Es Julio César Parola, el especialista en marketing de Buenos Aires -dice Alfonso en voz baja y orgullosa.

La voz del "especialista en marketing de Buenos Aires", como acaba de llamarlo Alfonso, llega a través de los amplificadores, de modo que hay una cesurainfinitesimal entre el momento en que la profiere y el momentoen que nosotros, que estamos en el fondo del salón, la escuchamos, una desconexión perceptible entre sus gestos de conferenciante y lamaterialidad oral de la conferencia que, por añadidura, al pasar por los circuitos de amplificación, adquiere resonancias metálicas, eléctricas que la vuelven, contradiciendo los objetivos de la instalación, remota y artificial.

– Resumiendo -dice la voz por los amplificadores- afirmar que a pesar de la crisis el comprador de libros -al menos el de nuestro sector- sigue comprando. Existe una verdadera tipología de compradores: está por ejemplo el que cree en el libro como medio de perfeccionamiento y de ascenso social, el que padece una dependencia del libro como de una droga, el que considera que una biblioteca de libros caros es una marca de prestigio -el conocido comprador de colecciones por metro- e incluso -el conferenciante dice esta frase riéndose, con lo que induce algunas risas de la audiencia, y sobre todo de Alfonso, que lanza una carcajada ahogada para que únicamente yo la perciba- el que, incapacitado por la crisis de comprar al contado en las librerías, se resigna a comprar a crédito con la intención de no pagar más que la primera cuota o, si es posible, ninguna. La experiencia y un buen olfato permiten detectar este tipo de comprador. Y por último, está también el cliente que compra atraído no por el libro, sino por el crédito. Un sector importante de la clientela potencial pertenece a esa categoría. Es posible afirmar que en nuestra época, para amplias capas de la sociedad, el crédito estimula más la imaginación que el contenido de la oferta y ocupa, en la ensoñación colectiva, la función que en épocas anteriores solía ocupar el libro.

Mientras pronuncia la última frase, el conferenciante ha venido modificando la entonación de su discurso y los gestos y ademanes que lo acompañaban, poniéndose a recoger sus papeles y levantándose a medias de su asiento, para que el público comprenda que la conferencia está a punto de terminar, de modo que ya en ensoñación colectiva empiezan a escucharse los primeros aplausos, y en el punto final de solía ocupar el libro, cuando el conferenciante, decidido, se levanta, la sala entera, menos yo, naturalmente, aplaude al unísono mientras Alfonso, que mima un aplauso golpeando con delicadeza y sin producir el menor ruido, la yema de dos dedos de la mano derecha contra la protuberancia de la palma izquierda, pasea su mirada satisfecha por la sala en la que a medida que los aplausos van haciéndose más escasos, los oyentes se levantan de sus sillas y empiezan a dispersarse, formando grupitos animados que conversan diseminados en el salón o encaminándose despacio hacia la puerta de salida. Algunos rodean al conferenciante haciéndole preguntas, mientras los propietarios de los grabadores los recogen de sobre la mesa y los observan con atención para verificar si han funcionado o no durante la conferencia. En ese ambiente de voluntades flotantes, únicamente Vilma Lupo parece tener objetivos claros, porque apenas termina la conferencia se levanta y, bajando del estrado, se encamina rápido hacia nosotros, que hemos quedado parados en el fondo de la sala, junto a la doble puerta tapizada de cuero claro, observando lo que pasa a nuestro alrededor, Alfonso con satisfacción ostentosa y yo con indiferencia exagerada. Bajo el traje sastre gris claro las formas de Vilma son más opulentas de lo que permitía vislumbrar la languidez botticelliana de su cara y, debido quizás a los tacos altos, parece más grande de lo que me imaginaba -y que me cuelguen si, cuando nuestras miradas se cruzan, en el momento en que está llegando junto a nosotros, Vilma no reconoce el contenido exacto de mis pensamientos.

– Gracias por haber venido -dice, estrechándome la mano, pero sin volver a mirarme a los ojos, dirigiéndose a Alfonso mientras pronuncia las frases de las que yo soy el verdadero destinatario. La mirada de complicidad, llena de sobreentendidos, que intercambiantodo el tiempo y que, en vez de disimular, parecen, apenas están juntos, o juntos en mi presencia por lo menos hacer evidente e incluso demostrativa, me deja afuera durante unos segundos, como si me hubiese vuelto de piedra o transparente. El matiz compulsivo, un poco exhibicionista de la cosa, es demasiado grosero como para ser ofensivo, y al mismo tiempo todo ese teatro puede estar dirigido exclusivamente a mi persona -de todos modos, aún sin la confirmación telefónica de Reina, a pesar de que es la segunda vez que nos vemos y que la mirada de Alfonso incita más a la crueldad que a la compasión, ya han pasado, por razones misteriosas, en el aura de mi experiencia, a ese estadio de familiaridad que en general está reservado a entidades más íntimamente conocidas. Tal vez se conocen desde hace poco tiempo y tal vez sus relaciones -cuya naturaleza es difícil de precisar- son superficiales y efímeras, pero me resulta imposible concebirlos por separado. Parecen poseer una esencia común, no como la que evoca una pareja, sino por ejemplo la de los dos socios de un comercio, o la de un dúo artístico o deportivo, igual que un prestidigitador y su ayudante tal vez, o dos animales no tanto de la misma especie como de especies afines que, habiendo descubierto su afinidad, la exageran ante los demás para que no se perciban sus diferencias. La jovialidad permanente que exhiben, y que probablemente ellos mismo son los primeros, y quizás los únicos, en creerla sincera, no logra ocultar del todo en él esa especie de aflicción que le humedece los ojos, por momentos demasiados erráticos, y en ella algo entre ingenuo y turbio pero de todos modos indefinible -y de nuevo la impresión de anoche en el bar, de lo más desagradable, de estar contemplando en ellos zonas oscuras de mí mismo que únicamente a través de otros adquieren alguna evidencia. A decir verdad, actúan para mí igual que si quisiesen ser considerados responsables de algún complot indolente y cínico, pero únicamente logran darme la impresión de que si de verdad ha habido un complot en sus vidas ellos han sido, inequívocos, las víctimas.