– ¿Tomamos un café?- dice Alfonso.
– El debate empieza dentro de quince minutos- dice Vilma.
– Aquí en el hotel nomás -dice Alfonso. -El café es muy bueno.
Vilma baja un poco la voz y mira a su alrededor para verificar que nadie la escucha.
– Podemos ir adelantándole a Tomatis algunos detalles del gran proyecto -dice.
– ¿Piensan empezar a vender libros como la gente? -dijo, y Vilma se echa a reír, a diferencia de Alfonso, que ha visto al conferenciante bajar del estrado, y se aleja de nosotros para ir a su encuentro. Da la impresión de no oír ciertas alusiones, como si su percepción auditiva se cerrara al contacto de ellas, semejante a esos artefactos que dejan de funcionar de un modo automático cuando el aire alcanza determinada temperatura o esas lámparas que se encienden y se apagan solas de acuerdo con la luminosidad que las rodea.
– Espérenme en el bar. Bajo en seguida -dice. Vilma me da unos golpecitos en el pecho con los nudillos y acerca su cara rubia a la mía.
– Nos escapamos -dice.
Cuando empuja la doble puerta de cuero claro, la sigo con circunspección no exenta sin embargo de docilidad. La sensación de familiaridad es más fuerte que mis reticencias de las cuales ellos parecen, o simulan a la perfección por lo menos, no tener la menor sospecha. Ahora que la sigo a través del pasillo ancho, bordeado por el ventanal que deja ver la mañana oscura, soy consciente de la naturalidad ineluctable con que conciben nuestras relaciones, y que se expresa a cada momento en sus aspectos más diversos: la manera en que Alfonso salió anoche del bar para interceptarme en la vereda de enfrente, la atención reconcentrada con que Vilma pareció haber observado nuestro encuentro, los golpecitos de nudillos en el pecho que acaba de darme en el salón Capri, el aire satisfecho que ha adoptado para precederme a través de los pasillos en dirección al bar, el dispositivo teatral de que se valen para envolverme en un ir y venir atenuado pero continuo de sobreentendidos, de promesas y de alusiones. El bar está vacío, pero cuando el mozo se aleja para buscarnos los cafés y encendemos nuestros cigarrillos, dos o tres grupitos de asistentes al seminario se instalan en mesas alejadas unas de otras, como si quisieran conversar al abrigo de posibles indiscreciones, lo que es de todos modos la norma en estos tiempos, ya que también Vilma y yo bajamos un poco la voz y echamos miradas discretas a nuestro alrededor cuando nos ponemos a hablar.
– Estamos reclutando vendedores para todo el norte del litoral -dice Vilma y, durante unos segundos, se queda seria y se inmoviliza. También su mirada se inmoviliza, sin fijarse en nada en particular, con los ojos bien abiertos a los que ni siquiera el humo que sube de su cigarrillo hace pestañar, y a los que los míos buscan infructuosos, sin lograr encontrarlos a pesar de su inmovilidad, de modo que, igual que los ojos ovalados del logotipo de Bizancio en el ángulo inferior derecho de la carpeta amarilla, me hacen sentir de golpe inexistente, translúcido o fantasmal. El rectángulo de cartulina amarilla por otra parte, denominado anoche por Alfonso, sin repugnancia por la rima interna, la carpeta completa de Bizancio, ha reaparecido esta mañana en el recinto del hotel, portería, bar, mesita, salón Capri, en la mano, bajo el brazo, o en forma de semicilindro y aún de cilindro en los bolsillos de los asistentes al seminario, reconciliando lo uno y lo múltiple gracias a los dones de ubicuidad de su profusión geométrica y amarilla. Cuando Vilma se despabila y empieza a sonreír, sus ojos me ven de nuevo, pero resbalan rápido por mi cara y encuentran otra mirada detrás, por encima de mi cabeza, la de Alfonso que llega desde el salón Capri con paso rápido y, desplazando una silla, se sienta a la mesa con nosotros.
– Parola está literalmente sitiado por sus oyentes – dice. Y a Vilma, bajando un poco la voz -¿Le adelantó algo a Tomatis de nuestro proyecto?
– Lo estábamos esperando -dice Vilma.
Que me cuelguen si me importa lo que se dice un rábano su dichoso proyecto y si él se decidía o no a venir para exponérmelo, pero después de pedir un tercer café, Alfonso se inclina un poco hacia mí y, siempre en voz baja, me explica: ya desde antes del golpe de estado, la cultura argentina -son sus propias palabras- estaba en descomposición. La dictadura militar no hizo más que precipitar la decadencia. Los valores intelectuales -sigo reproduciendo textualmente la terminología alfonsiana- son desalentados, reprimidos, proscriptos. Un vasto plan de liquidación de nuestra tradición cultural, la que desde Sarmiento y Hernández, desde Alberdi y Echeverría, ha dado siempre un amplio espacio al debate y a la crítica, pretende desde hace varios años, valiéndose de la censura por una parte y también del estímulo a subproductos culturales que ocupan la escena pública nacional, aplastar toda resistencia artística, científica y ética. Sin la hipótesis de un plan minuciosamente preparado -prosigue Alfonso haciéndose a un lado para permitir al mozo depositar los cafés sobre la mesa-, ¿cómo interpretar el éxito de una serie de obras seudoliterarias sin ningún valor intrínseco? Solo un apoyo oficial, una política bien orquestada desde arriba, tendiente a arrancar de cuajo los valores auténticos de la cultura nacional -léxico alfonsiano por excelencia a juzgar por su frecuencia de aparición en el discurso- explicaría el éxito sin precedentes de ciertos productos como por ejemplo y sin ir más lejos La brisa en el trigo de Walter Bueno. No es un secreto para nadie por otra parte, dice Alfonso, que Bueno era uno de los propagandistas oficiales de la dictadura y que, si no hubiese muerto en ese accidente, estaría ocupando en este momento un puesto oficial en el régimen, portavoz de la junta militar o embajador en París, en Madrid o en la Unesco. Un libro como La brisa en el trigo, en el que no hay un solo elemento verídico, que es de una falsedad premeditada de una punta a la otra, empezando por el título que habla de trigo en una región donde únicamente se cultivan maíz y girasol y que a pesar de eso ha sido el libro más vendido de la década, no podría de ninguna manera ocupar el lugar que ocupa si no formase parte de un complot destinado a aniquilar la auténtica cultura nacional.
¿Qué otra explicación? ¿Cómo un libro semejante, un subproducto de esa naturaleza podría substituir a esa escala la verdadera creación artística? Alfonso se acalora y, casi de inmediato, después de revolver pensativo y lento su café, se calma y prosigue: alguna gente de Rosario, Vilma entre otros, por supuesto, después de una serie de reuniones, piensa que el momento de reaccionar ante semejante situación ha llegado y que, después del desmantelamiento sangriento -otra rima interna- de la suspensión del estado de derecho y la anulación de las libertades públicas, un reagrupamiento de las fuerzas culturales que están por la libertad de expresión y por la soberanía del pensamiento se vuelve más y más necesario. Él, Alfonso, piensa en un movimiento amplio, sin coloración política definida, capaz de aglutinar los intelectuales del litoral al principio pero, dice, buscando un espacio de proyección nacional. Mientras Alfonso habla, Vilma que, inclinada sobre su café, lo toma de a cucharaditas lentas y distraídas, mueve todo el tiempo los ojos con curiosidad, pasando de la cara de Alfonso a la mía, para ir verificando el efecto que me causan las palabras de Alfonso, y lo que llama sobre todo la atención, ante la exposición de un proyecto de semejante envergadura, anunciada por ella unos momentos antes en el salón Capri con cierto entusiasmo cívico, es que su cara, en vez de reflejar como dicen la gravedad de la hora, expresa una especie de escepticismo burlón, tan transparente que me pongo a observar a Alfonso con la sospecha de que tal vez me está tomando el pelo. Pero la calvicie brillante, los ojitos húmedos, el bigote entrecano que se estremece a causa de los movimientos del labio superior exhiben, o aparentan por lo menos, una gravedad que mi inspección minuciosa no puede menos que catalogar de genuina. Tal vez el aire burlón de Vilma proviene de una incredulidad involuntaria, a pesar de su adhesión, en cuanto a la pertinencia del gran proyecto o tal vez, por proyección empática, un automatismo mimético respecto del escepticismo que, por anticipado, me atribuye. Pero Alfonso parece inconsciente de la expresión de Vilma, lo que no es curioso, ya que ella misma da la impresión de serlo, de modo que, terminando de un sorbo su taza de café y echando una mirada furtiva a su alrededor, continúa: en Rosario ya se han hecho algunas reuniones públicas, de lo más legales por otra parte, así que no se trata de ninguna manera de volver a caer en los errores de hace algunos años. Los temas de discusión no tienen en apariencia nada de subversivo; hubo un panel sobre Martín Fierro, otro sobre Güiraldes, un tercero sobre la pintura rosarina de Schiavoni a Juan Pablo Rengi, como desde luego viene poca gente, a pesar de que salen avisos en los diarios, las discusiones son más libres. El mejor modo de pasar inadvertido, dice Alfonso con una risita, es ponerse bien en evidencia. Ahora bueno, el núcleo de organizadores ha decidido pasar a otra etapa, en primer lugar para alcanzar una audiencia más grande -según la terminología alfonsiana- y también con el fin de fijar los debates de modo que no se pierdan después de las sesiones efímeras de discusión, además de abrir una tribuna de proyección nacional. En una palabra, en la etapa actual el objetivo es crear una revista cuatrimestral, de tipo monográfico, de dimensiones considerables, unas cien páginas para empezar, de la cual Bizancio Libros asumiría la responsabilidad legal y la financiación. Aquí Alfonso para de hablar y me escruta durante algunos segundos, para ver el efecto que me han causado sus palabras, dando por sentado que debe admirarme la manera en que Bizancio Libros y personalmente él, Alfonso, propietario y sin duda director gerente de la distribuidora, han decidido afrontar en primer lugar los riesgos económicos que supone la financiación de una revista literaria y en segundo los riesgos físicos, ya que, en estos tiempos en que casi todos son todavía reptiles, aparecer en primera línea apadrinando alguna tentativa, por tímida que sea, de pensamiento independiente, puede llegar a ser de lo más peligroso. Mantengo ante la mirada de Alfonso una impasibilidad perfecta.
Que me cuelguen una y mil veces si es con una revista literaria cuatrimestral que yo le arreglaría las cuentas a las víboras que reptan en