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– Veo que lo ha leído con cuidado -le digo a Alfonso, extendiéndole el libro.

– No, no -dice Alfonso. -Guárdelo unos días. Échele una mirada. Va a descubrir muchas cosas sobre ese señor Bueno.

– Alfonso -le digo. -Lo que caracteriza a la novela de Walter Bueno es que, justamente, no hay nada que descubrir en ella.

– No importa. Téngala unos días. Le aseguro que se va a sorprender -dice Alfonso.

Intrigado por su obstinación, que quisiera mostrarse indolente y objetiva, pero en la que noto un matiz perentorio, me vuelvo, en busca de informaciones suplementarias, hacia Vilma Lupo, esperando que en sus facciones aparezca la explicación de tanta insistencia, pero la sonrisa neutra, un poco abstraída, que me devuelve, y que ni siquiera se acentúa cuando nuestras miradas se encuentran de un modo fugaz, me despoja de mi ilusión irrazonable: lo que los une, sin que se sepa bien qué es, parece funcionar sin interrupciones.

– Cómo hago para devolvérselo -le digo, antes de meter el libro en el bolsillo del sobretodo, esperando que, por haber realizado una fijación afectiva con el fruto de su trabajo como se dice, Alfonso tenga la intención de conservarlo y tema dejarlo en manos de alguien que, después de todo, apenas si ha visto dos veces en su vida.

– No se preocupe -dice. -Nos vamos a ver seguido espero. Todo Rosario quiere que usted dirija nuestra revista. Y no se olvide que estamos abriendo una sucursal en la ciudad.

– No me olvido -dijo, y guardando por fin el libro en el bolsillo, me levanto. -Ha sido un placer.

– ¿Come con nosotros? -dice Alfonso.

– Gracias, no. Tengo un almuerzo en familia -le digo.

– Entiendo que lo aburran los debates -dice Vilma. -Pero no nos va a fallar para el cóctel el viernes a mediodía.

– Nos vemos -digo.

Y atravesando despacio el bar mientras me abrocho el sobretodo, cruzo el hall, paso bajo la entrada embanderada, junto al "portero negro", y salgo del hotel internándome en la penumbra de la mañana. Estacionario. El cielo gris uniforme, con sus bulbos de un gris todavía más denso y más bajo, encapota la ciudad en este mediodía de invierno. Cuando meto las manos en los bolsillos para protegerlas del frío, la izquierda se topa, olvidado en el fondo después de unos minutos, con el libro de Walter Bueno. Las yemas de los dedos palpan el borde rugoso de las hojas que se separan con facilidad a causa de las masas de escritura apretada que las espesan y de las ajaduras verticales que se han formado en el lomo debido a las lecturas frecuentes y cuidadosas de Alfonso. Como si hubiesen puesto en funcionamiento un sistema de proyección al rozar los bordes del libro, las yemas de los dedos encienden, en algún lugar impalpable y móvil detrás de la frente, imágenes coloreadas que representan, además de la escritura densa y las líneas de color que subrayan páginas enteras, la textura quebradiza y llena de anfractuosidades diminutas que, a causa de las anotaciones, tendrían esas páginas si las yemas del pulgar y el índice, abriendo el libro en el fondo del bolsillo, se pusiesen a frotarlas con suavidad. Pero el contacto del papel y de la cartulina ajada suscita algo más que las imágenes de su espesor y de su textura; igual que una escritura para ciegos que pudiese descifrar lo incorpóreo encerrado en las rugosidades de la materia, igual que el humo en una botella, los dedos van desplegando la historia misma que los signos convencionales impresos en tinta negra, capaces de combinaciones sin fin. formaron haciendo aparecer La brisa en el trigo, la novela más vendida de la última década que, en unos pocos relámpagos sucesivos, aparece entera detrás de la frente y si debiese resumir otra vez en palabras ese encastramiento de líneas claras, podría hacerlo de la siguiente manera: un muchacho joven, inteligente, buen mozo,

se recibe de maestro en una ciudad de provincias y va a ejercer por primera vez en un pueblo de la llanura, no lejos de Rosario. El muchacho joven -Wilfredo- tiene una fuerte vocación literaria. se nos cuenta, en primera persona, su llegada, su instalación, sus primeras clases, se nos describen el campo, losambientes, los problemas escolares, los personajes secundarios, los paisajes. En el tercero aparece Alba, otra maestra que, por problemas de salud (alguien sugiere una tentativa de suicidio) ha comenzado la escuela un poco más tarde. Atracción mutua. Algo mayor que Wilfredo, es casada, no puede tener hijos y lleva una vida triste en el pueblo con su marido, un comerciante en artesanías que viaja mucho a causa de su trabajo. Paseos por el campo. Descripción de los medios rurales. Pasión erótica. Eufemismos en profusión para describir los distintos aspectos de la actividad sexual. Largas fornicaciones pseudopoéticas. Mensaje sociaclass="underline" el campo no debe ser dejado al abandono, por ser lo más auténtico de todo lo nuestro. Imprudencias de la pareja. Murmuraciones pueblerinas. El marido, sin sospechar nada, brinda su amistad. El desenlace se prepara. En el papel del destino, el jefe de redacción de un gran matutino de Buenos Aires que, entusiasmado por los cuentos que Wilfredo le envía con regularidad, lo invita a incorporarse al plantel de periodistas. Adiases desgarradores. En el último capítulo, unos meses más tarde, Wilfredo, que ha pasado la noche en una fiesta mundana, al regresar a su casa encuentra una carta llegada la tarde anterior, y en cuyo sobre reconoce la escritura del marido. La cana le informa del suicidio de Alba quince días antes. Wilfredo se queda pensativo en el balcón. Amanece en el Río de la Plata.

Va de cajón que de todas las inepcias que vienen publicándose en nombre del arte literario desde la invención de la escritura La brisa en el trigo es la más torpe y la más insignificante y que su éxito comercial entre las amas de casa semianalfabetas fue el resultado de una campaña orquestada como diría Alfonso por la televisión y los semanarios de gran tirada, y que si yo me molesté en demoler el libro en un artículo, fue para de algún modo recordarle a Walter Bueno que si el creía que podía actuar con impunidad al amparo de fuerzas tenebrosas, algunos seguíamos todavía vigilantes -advertencia que dio en el blanco, puesto que un poco más tarde oí a Waltercito referirse por televisión a los intelectualoides provincianos que, por impotencia y envidia, pretenden criticar las obras plebiscitadas por el gran público. El género al que pertenece mi artículo no es la crítica literaria sino la carta de amenazas; leído entre líneas no significa Henos aquí ante otra tentativa desgraciadamente fallida de nuestra indigente actualidad literaria sino Es mejor que te andes con cuidado porque desde hace tiempo venimos siguiendo tus manejos de modo que si esto continúa puede que se nos termine la paciencia y nos decidamos a tomar los recaudos necesarios para hacértelo pagar muy caro. El único elemento verídico del libro es que suministra, de un modo involuntario, un retrato excelente de su autor, que el lector percibe de inmediato como un sujeto inculto, superficial, vanidoso y, a juzgar por errores persistentes que no pueden atribuirse ni a los tipógrafos ni a los correctores, bastante flojo en sintaxis y en ortografía. Nadie con dos dedos de frente y un mínimo de gusto literario podría perder cinco minutos de su vida en hacer una crítica seria de ese libro. Que Alfonso se haya tomado el trabajo de refutarlo frase por frase, señalando sus inexactitudes y sus contradicciones demuestra, no la inconsistencia del libro, del que basta una lectura rápida para verificaría, sino, con efectos desalentadores, la del propio Alfonso.

– Papá. Eh, papá -dice la voz de Alicia a mis espaldas, mientras siento que se ha aferrado de mi sobretodo y lo tira para llamar mi atención;

– ¿Vas dormido, o qué?

– Iba pensando -le digo, mientras me inclino para besarla en la mejilla viendo, por encima de su hombro, el grupo de chicos y la maestra que la esperan en la esquina, mirando en nuestra dirección.

– Venimos del museo de ciencias naturales -dice Alicia.

– Me parece muy bien -le digo.

Amontonados cerca del cordón de la vereda, esperando para cruzar, abrigados, por encima de sus guardapolvos, con tapados y sobretodos, bufandas, gorros y guantes de lana de todos los colores, inflados bajo el guardapolvo por sus camperas y sus pulloveres gruesos y sus camisetas de frisa, las mejillas y las narices enrojecidas por el frío, muchos de ellos sorbiéndose los mocos o incluso dejándolos colgar sobre el labio superior, los cachetes hinchados por los bombones duros que chupan o las mandíbulas, con la boca entreabierta, moviéndose sin pausa en razón de los chicles que mascan sin parar, sus compañeros de clase nos observan curiosos, indiscretos y desapasionados. La maestra, parada en el cordón, no mucho más alta que ellos, me saluda de lejos y sacude la cabeza con "aire de comprensión", para mostrar que no la incomoda esperar unos segundos que Alicia y yo crucemos algunas frases. Le devuelvo, de un modo mecánico, una sonrisa no menos convencional que la suya.

– Había una arañas grandes así -dice Alicia, bosquejando en el aire un óvalo exagerado con sus manos enguantadas. Y después baja las manos y se queda mirándome. En el aire ennegrecido de mediodía, veinticinco pares de ojos abiertos y fijos aunque inescrutables y vacíos me contemplan- las veinticinco imágenes de mi envoltura exterior, invisible para mí en su mayor parte, estampadas detrás de las frentecitas lisas que emergen apenas bajo los gorros de lana de colores, han de estar flotando, repetidas e idénticas, fosforescencia espontánea -"el padre de Alicia en sobretodo negro"- de la que ni siquiera son conscientes, exterioridad cruda y fragmento de realidad más irrefutable para ellos que para mí mismo. Durante unos segundos las veinticinco imágenes de tamaño reducido que adivino flotando en el revés de las miradas fijas, me dan la impresión de ser, no el reflejo simultáneo de mi presencia en el mundo, sino veinticinco reliquias estilizadas de mi propio ser presente, expuestas en una dimensión autónoma y remota.

– No subiste a verme anoche- dice Alicia.

– No quería toparme con esa vieja- le digo.

– No le digas vieja a la nona- dice Alicia, con una reprobación neutra, de la que no sé si es una defensa de su abuela, una exhortación que me dirige para incitarme a moderar mi lenguaje, o un tono desapasionado y convencional del que ella piensa que debe usar una nena de su edad bien educada cuando habla con su padre. Trato de develar la explicación correcta pero en su cara lisa y enrojecida por el frío, entre el gorro de lana y la bufanda, ningún indicio lo autoriza: como el resto de lo externo y lo exterior, su cara es al mismo tiempo insondable y familiar.

– De acuerdo- le digo. -El viernes a la noche te busco para que pases con nosotros el fin de semana.

– Regio -dice y, poniéndose en puntas de pie, gira un poco la cabeza y me presenta la mejilla para significar que el encuentro ha terminado. Inclinándome, rozo la mejilla con los labios y ella se vuelve rápido con la clase.