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Arracimados contra el cordón de la vereda, los primeros frotándose a la espalda de la maestra que, con los brazos bien abiertos, mientras vigila el tránsito, los contiene para que no desborden sobre la calle, los chicos forman un tumulto ondulante y nervioso de cabezas encasquetadas del que rayas, flecos y borlas de lana multicolor, constituyen la culminación agitada. Antes de mezclarse con el grupo, Alicia se da vuelta y me dirige una sonrisa fugaz, de connivencia tal vez, o de complicidad, que contrarresta su reproche de hace un momento, una concesión condescenciente de su yo presunto y mítico, impermeable todavía a lo relativo, con expresión semejante a la de una princesa que, encaminándose con su séquito hacia una fiesta en los jardines del palacio, se cruza con un condenado a muerte y, con una mirada breve, antes de evacuarlo para siempre de su memoria le dice, sin necesidad de palabras y más como homenaje a su propia magnanimidad que por compasión: importa poco lo que hayas hecho; yo, por ser yo, te perdono. Por fin la maestra baja a la calle y, alzando el brazo para inducir a los automovilistas, que vienen despacio y en profusión a causa de la hora, a aminorar y a detenerse, empieza a cruzar seguida por los chicos que forman una doble fila irregular detrás de ella. Me quedo mirándolos hasta que desaparecen a la vuelta de la esquina, en la somnolencia de la penumbra matinal y del frío, ya substraídos por la esencia misteriosa del espacio a la experiencia, e improbables y aún inaccesibles para el recuerdo.

– ¿Sopa otra vez? -le digo, con ironía calculada, a mi hermana, cuando llena mi plato hondo con el líquido humeante, entre naranja y ladrillo, que podría estar compuesto de zanahoria o de zapallo o de calabaza, y mi hermana asume la actitud misteriosa de anoche, con orgullo reprimido por haber logrado, en unas pocas horas, presentar un redondel humeante de color completamente distinto en nuestros platos hondos, bajo el fluorescente de la cocina, sobre el mantel cuadriculado verde y blanco. El gusto impreciso, ligeramente azucarado, no revela nada inequívoco, a no ser un equivalente, en la imaginación, de la tonalidad anaranjada del líquido y, en la lengua, la textura al mismo tiempo rugosa y blanda de las partículas de legumbres que se vuelven por fin una substancia homogénea en la boca. Tal vez por contraste con la cocina iluminada la penumbra invernal del exterior da la impresión de haber aumentado, adquiriendo un tinte verdoso de tormenta; y estoy observándolo a través de la ventana que da al patiecito cuando un trueno, uno solo, señal única y anacrónica que manda, después de días y días de oscurecimiento gradual, el cielo encapotado, hace vibrar la casa, la cocina, los muebles, la vajilla que reluce en la luz artificial y demasiado blanca del fluorescente. Alarmada, mi hermana se incorpora dejando caer la cuchara en el plato semivacío, pero se inmoviliza al cruzar la mirada interrogativa que le dirijo por encima de la cuchara que estoy elevando hacía la boca.

– Voy a desenchufar el televisor -dice, un poco indecisa ahora, a causa de mi falta de reacción.

– No vale la pena -le digo.

Brusco, el ruido de la lluvia se superpone a mis palabras y, más convincente que ellas, induce a mi hermana a sentarse otra vez y a retomar, recuperando la calma, la cuchara.

– Si se corta la luz -dice después de un momento- me quedo sin la novela.

– El tipo que vi esta mañana -le digo- me parece que lo conoció a Walter Bueno.

– ¿El que se mató en la ruta a Mar del Plata? -dice mi hermana.

– El mismo hijo de su madre -le digo.

– No -dice mi hermana-. Si era tan simpático. Y qué buen mozo. Dicen que estaba drogado cuando se mató.

– Es posible -le digo-. Por esnobismo, hacía cualquier cosa.

– No quieren a nadie ustedes -dice mi hermana. El "ustedes" un poco amargo que profiere, esquivando mi mirada, tan errática como la suya por otra parte, a pesar de que sería incapaz de formularlo con las mismas palabras, y a pesar también de la solicitud sincera con que se ocupa de mí desde mi infancia, significa, sin la menor duda posible, hasta tal punto sus convicciones coinciden sin darse cuenta con las que propala, incesante, y de un modo tácito, la televisión, los intelectualoides provincianos que, por impotencia y envidia, pretenden criticar las obras plebiscitadas por el gran público. Fingiendo no darme cuenta, intuyo que se siente un poco culpable por la agresión, mientras el ruido de la lluvia, que ha estado resonando durante nuestro diálogo, sin que sin embargo la oscuridad disminuya, se acrecienta. No se oye otra cosa, ni siquiera nuestra respiración, ni siquiera el crujido de los muebles o el de las sillas en las que estamos sentados; únicamente el ruido, extraordinariamente denso, a la vez uniforme y múltiple del agua que cae en torrentes y. de tanto en tanto, nuestras voces intermitentes y apagadas y el tintineo, en dos tiempos diferentes, de las cucharas contra la loza blanca de los platos.

Estoy seguro de que también ella, en los tejidos y en las vísceras, en los músculos y en la circulación remota de la sangre más que en las emociones y en el pensamiento, siente como yo hasta qué punto estamos aislados, cortados del mundo improbable del que nos separan capas y capas de lluvia densa y oscura, y ahora que subo por la escalera que lleva a la terraza, protegiéndome sin mucha eficacia con el diario de la víspera desplegado sobre mi cabeza y me paro un momento bajo el techo del lavadero, antes de entrar a mi cuarto, para contemplar la lluvia, compruebo que las masas espesas de agua gris verdosa reducen lo visible a un horizonte estrecho, borroso y sombrío.

La edición anotada de La brisa en el trigo aterriza sobre la carpeta amarilla de Bizancio, en el borde izquierdo del escritorio: en el cuarto iluminado, encastrado en la penumbra paradójica del día, en el envoltorio ruidoso del agua helada, mi propio cuerpo, inverosímil y extraño se inmoviliza unos segundos antes de que la mano derecha abra por fin el primer cajón del escritorio, saque la carpeta color ladrillo y vuelva a cerrar consuavidad el cajón. Las cinco o seis hojas manuscritas, un poco ajadas y arrugadas, llenas de tachaduras y de correcciones se deslizan con más facilidad que el montón liso y regular de hojas blancas sobre el que se apoyan. De los cinco sonetos que he escrito hasta ahora, únicamente dos, Lucy y The blackbole están completos, aunque todavía en borrador; en los tres otros, La mañana, Eco y Narciso y el que todavía no tiene título, faltan versos, incluso estrofas enteras, y lo ya escrito está demasiado recubierto de correcciones, variantes y tachaduras, más desalentadoras que estimulantes, como para decidirme a seguir trabajando en ellos, de modo que me resigno a pasar en limpio lo que ya está más o menos terminado. Así que en una de las hojas blancas, con una birome verde, empiezo a copiar:

Lucy

Por los cincuenta y dos huesos de tu esqueleto y por tus diecinueve mayos en la sabana dejo el fósil de mí mismo en este soneto: tan insondablemente lejos y tan arcana
y más antigua que el cotorreo indiscreto de dioses y de tríadas, cómo te oigo cercana. De antemano todo ese rumor era obsoleto. Mucho antes que Afrodita saliste a la mañana.
Lucy en la tierra con enigmas y pesares, el estúpido sol que hoy calienta a tus pares ya venía a abrigarse dócil en tu regazo.
De un gesto apaño dioses, mundos y emperadores, cuando te oigo llegar flotando en mis humores para la eternidad muda de nuestro abrazo.

Sabana es una licencia poética y tríada, por trinidad, un galicismo, pero lo importante es llegar a la forma, constituir un todo primero y recién después empezar a pulirle los bordes y las anfractuosidades.

Que me cuelguen si hace seis meses nomás hubiese sido capaz de concebirme a mí mismo llevando una carpeta de sonetos, igual que un almacenero un libro de contabilidad, pero había que elegir entre eso o el agua negra sin fondo, empezar de nuevo todo a partir de cero como dicen -cero es sin la menor duda la expresión apropiada- cuando empecé a darme cuenta de que ante mis propias narices lo que desde hacía tanto tiempo tenía la costumbre de llamar "yo", volaba en pedazos dispersándose igual que bestias ciegas en estampida, dejando en el lugar que había ocupado desde el principio un agujero arcaico y carcomido. Los pedazos que quedaron flotando a la deriva después de la explosión, se asomaban de tanto en tanto al borde verdoso y húmedo del pozo negro, tratando de ver si la mirada encontraba algún indicio de fondo, pero terminaba perdiéndose en un océano de tinieblas, sacudido por estremecimientos orgánicos y atravesado sin ninguna ley inteligible por automatismos caprichosos y sin sentido. Un día que estaba mirando una obra de teatro por la televisión, en plena catatonía, una de esas obras características financiadas por el complot religioso-liberalo-estalino-audio-visualo-tecnocrático-disneylandiano, como Boeing-Boeing o La Jaula de las locas, o la enésima versión de ese vómito llamado La mujer del Panadero, ya ni me acuerdo, me descubrí de golpe sintiendo envidia por esos comicastros lamentables, porque eran capaces de aprender un texto de memoria y decirlo todas las noches durante dos horas en un escenario. Poder ser durante dos horas un piloto de avión que tiene una amante en varias capitales europeas o un panadero cornudo podía salvarme de la demencia si me quedaban fuerzas suficientes como para intentarlo: va de cajón que era una mera fantasía causada por la depresión alcohólica y que mi total incapacidad de actuar me impediría utilizar ese método para obtener mi reconstitución mental, pero la idea siguió abriéndose camino y después de la muerte de mi madre cuando decidí el programa de higiene -ducha tibia, abstinencia de alcohol, paseo cotidiano por la ciudad llueve o truene-, me pareció que algún trabajo intelectual tenía que acompañar mi recuperación física y únicamente después de vacilar durante varios días terminé decidiéndome por el soneto. Durante la adolescencia, escribir sonetos había sido para mí una actividad casi tan frecuente como la masturbación: podía hacerlo varias veces por semana e incluso varias veces por día, hasta que, de un modo brusco, al final de la adolescencia, mi evolución estética lo rechazó y durante veinticinco años no volví a escribir ni uno solo. Había escrito tantos, la mayoría de los cuales habían ido a parar al fuego, que alrededor de los dieciocho años ya sólo podía hacerlo de un modo paródico, y a veces no solamente mandaba cartas en forma de sonetos, dípticos o trípticos, sino que incluso podía llegar a improvisarlos en medio de una conversación lo cual significaba para mí que el soneto estaba desprovisto de toda legitimidad poética.