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Después de eso, ya ni en broma los componía. Se había vuelto una forma muerta, como lo son ciertas lenguas, tan diferente de una verdadera forma poética como lo son de un ser humano los pilotos de Boeing-Boeing o el panadero cornudo del vómito marsellés. Intentar darle vida a esa forma, tener en cuenta sus leyes, manipular la materia que la constituye, podía ser para mí un modo de medirme con lo exterior, y alinearlos catorce versos diseminando en ellos alguna idea, extendida como un puente frágil sobre el agujero negro, un trabajo de concentración semejante al que requiere memorizar y decir con la entonaciónexacta las frases enteramente ajenas de un personaje, por burdo que sea, que realiza gestos calculados en un escenario.

Cualquier cosa era preferible a la disgregación que, sin que yo lo supiese, venía tal vez desde la infancia, desde el nacimiento probablemente, y que, acelerándose de a poco, se había ido volviendo en los últimos tiempos cada vez más vertiginosa, hasta depositarme en el último peldaño de la escala humana, tan abajo que podía sentir el agua negra, helada y viscosa empapándome las botamangas del pantalón -todavía siento los cuajarones resecos- y que un tinclazo nomás hubiese bastado para mandarme sin ninguna posibilidad de regreso al fondo.

Concentrándome en la hoja blanca, el torbellino se atenúa: la explosión silenciosa y centrífuga se vuelve más lenta, y los pedazos que quedan flotando a la deriva, arrastrados por el reflujo que provoca el agujero negro atrayéndolos hacia el vacío sin límites, resisten en el borde, y algo semejante a lo que era "yo" en otros tiempos, pero mucho más endeble, remoto, y un poco extraño, los recoge uno a uno como a los fragmentos de una carta hecha mil pedazos, tratando de reconstituirla, sin lograrlo del todo, recorriendo el mensaje maltrecho con una lucecita frágil que no alcanza para descifrarlo. La medida, el verso, la rima, la estrofa, la idea pescada en alguna parte de la negrura y que hace surgir, ondular, plegarse el vocabulario, acumulado misteriosamente en los pliegues orgánicos, se vuelven rastro en la página, forma autónoma en lo exterior, floración cristalina que centellea y, que, por haber puesto un freno a la dispersión, a causa del prestigio heroico de toda medida, ya imborrable, me apacigua.

Después de acomodar los manuscritos sobre la pila de hojas blancas, cierro la carpeta color ladrillo y la vuelvo a guardar en el cajón. Como la superficie del ejemplar de La brisa en el trigo, ajado y anotado de puño y letra por Alfonso, es mucho más reducida que la de la carpeta completa de Bizancio cuando los hago deslizar hacia el centro del escritorio, la imagen femenina impresa en el ángulo inferior derecho, dibujada en pequeños cuadraditos discontinuos que se agrupan imitando las partículas yuxtapuestas de un mosaico, sobre la inscripción BIZANCIO LIBROS, la cara de no más de un par decentímetros, vuelve a atravesarme con sus ojos ovalados, grandes en relación con el resto del dibujo, y que parecen fijos en un puntodel espacio que está más allá del que los contempla, de modo que, a pesar del tamaño de las pupilas, es imposible encontrar su mirada, y no obstante la tosquedad sumaria del dibujo, es el observador quien se siente, durante una fracción de segundo, translúcido, inexistente o fantasmal.

El libro ajado y la carpeta amarilla, contienen, más que seguro, y que me la corten en rebanadas si me equivoco, más que el best-seller de la década y el fondo editorial completo, incluidas la lista de precio actualizada y las condiciones de venta, de la distribuidora Bizancio Libros. El fondo de la aflicción en la mirada de Alfonso y los sobreentendidos de Vilma flotan en el aire tibio del cuarto iluminado no menos que en el interior de mi cabeza, que hago girar para contemplar la lluvia helada que chorrea por los vidrios de la ventana, antes de decidirme a buscar, de entre las pilas de libros que se acumulan contra la pared, en el borde opuesto del escritorio, el suplemento literario de La Región, de dos o tres años atrás, donde está mi artículo sobre el libro de Walter Bueno.

Cuando lo encuentro, lo sacudo un poco para limpiar el polvo que lo cubre en partes delimitadas geométricamente por la protección del libro, más estrecho y más corto, que lo tenía aplastado contra la madera del escritorio y, sin siquiera echarle una mirada, lo tiro

sobre el libro ajado y la carpeta amarilla, con la impresión de estar agregando un documento decisivo a las actas secretas de un acontecimiento del que ignoro hasta el último detalle y en el que sin embargo desde ayer al anochecer tengo el sentimiento de estar implicado.

La tentación de abrir el libro anotado, y aún la carpeta amarilla de Bizancio, es más débil que el desaliento que parece ganarme de antemano cuando me dispongo a hacerlo; y cuando me pongo a buscar, de manera infructuosa, la mirada en los ojos ovales del logotipo, me parece encontrar, con una certidumbre sin contenido que se esfuma enseguida, la explicación del secreto en las pupilas fijas que me atraviesan y que me ignoran. Así que me levanto y salgo al aire frío y oscuro del lavadero que precede a la terraza abierta.

Tan espesos, constantes, regulares son las masas de agua gris verdosa y el rumor que provocan al caer, que ya pasan, a pesar de que parecen ocupar el universo entero, por algún plano retirado de la percepción, almacenados en algún pasadizo remoto, no de la percepción misma, sino de la memoria, igual que si estuviesen transcurriendo, nomás en la actualidad del acontecer, que en un pasado simultáneo y parasitario del presente.

Un fantasma de ciudad flota en el rumor de la lluvia, un fantasma inmóvil y borroso que inspira más compasión que inquietud, los monoblocs, los techos y las terrazas que chorrean agua y ni siquiera brillan, anarquía opaca sin gusto ni proporciones, corroída por la intemperie, deleznable como un decorado salido de las manos de un artista de cuarto orden. La penumbra subacuática de la tarde de invierno se propaga en mí mismo, en el envoltorio de lana, piel adormecida y órganos, y también en la punta de claridad mortecina que las engloba y que, si desapareciese, arrastraría consigo todo hasta el centro de la más negra oscuridad. Las masas de los edificios pierden a causa de la lluvia espesor y cohesión, y las aristas de las fachadas se vuelven inestables y ondulantes, como un reflejo en el agua, mientras las copas de los árboles que emergen de algunos patios, ennegrecidas por la penumbra, apenas si conservan el verdor viscoso de una substancia ni líquida ni sólida, como si la fluidez del agua cuajara por momentos en grumos que la inmovilizan; y entre la tierra, el cielo, y el aire saturado de lluvia que circula entre los dos, la misma tonalidad gris verdosa, propia de un sueño confuso o de un recuerdo incierto, cubre con igual prolijidad la superficie de las cosas y el vacío que las separa.

En lo continuo, en lo homogéneo, a pesar de la multiplicidad aparente, sigue estando todavía la punta de claridad mortecina -"yo"-, la fragilidad impensable que sin embargo dura y dura, en una especie de somnolencia turbia y monótona de la que a veces, sin ninguna razón, de un modo súbito, se despierta, para percibir, durante una fracción de segundo, la persistencia de lo que fluye, adviene y desaparece, cristalizando y pulverizándose casi al mismo tiempo, dándole la impresión a los sentidos engañosos, de estar regido por leyes, dividido en períodos, con sus repeticiones insensatas y casuales que se dan aires de plan, sus millones de moscas idénticas y de estrellas pasajeras, sus planetas girando porque sí y sus quarks obstinadamente indivisibles, que no se llaman moscas, estrellas, planetas, quarks, por otra parte, ni responden, hasta nuevo aviso, a ningún nombre conocido. Da lo mismo que los llamen moscas o quarks: es evidente que no responden a ningún nombre y que no obedecen a ninguna ley; provisoriamente, los quarks son indivisibles, los planetas giran en su órbita, y las moscas pululan y, sobre todo, provisoriamente se llaman quark, mosca y planeta. Da lo mismo que a ese chisporroteo tantos lo llamen mundo.

Recién cuando vuelvo a cerrar detrás de mí la puerta del cuarto iluminado, acercándome otra vez al escritorio, percibo, por contraste con el aire caldeado por la estufa a resistencia eléctrica, el frío en las manos, en la frente, en las orejas, en las mejillas y en la punta de la nariz, que traigo en mi piel desde la terraza, y durante un minuto más o menos, mientras me siento y empiezo a hojear el best-seller de la década, la sensación contradictoria de frío y la tibieza parecen simultáneas, como si el calor de la habitación, sin poder penetrar en los tejidos contraídos, resbalara por una superficie helada. Abriendo el libro al azar, me detengo en una página cubierta de rayas, de círculos y de anotaciones en los márgenes que sepultan, con su abundancia meticulosa, el texto impreso. Algunas de las frases manuscritas están construidas en forma interrogativa o exclamativa, y al final de una de ellas, escrita horizontalmente en el margen superior, después del punto final, hay una acotación lacónica entre paréntesis: Ver página 98. Sin leer ninguna de las frases, busco la página 98. Cinco líneas de texto impreso, encerradas en un óvalo irregular hecho con birome verde, remiten mediante una flecha a un comentario extenso, en letra diminuta y negra, que, como una guarda regular, comienza en el margen superior, continúa por el lateral derecho, se prolonga por el margen inferior, culmina en el margen lateral izquierdo, encuadrando toda la página y terminando con otra acotación entre paréntesis: (Remitirse a la pág. 33)

El párrafo de cinco líneas encerrado en un óvalo verde dice:

"Alba, distendida y alegre, más bella que nunca, sintiéndose por primera vez mucho tiempo al abrigo de la indiscreción pueblerina en el bosquecillo de las afueras, después de correr sin ton ni son, como una niña excitada, cono muchas flores del paraíso, y con un hilo de coser que traía consigo, fabricó hábilmente un collar de florecillas lilas. Mirándome con ternura, me tendió la humilde ofrenda".

Comentario manuscrito:

"¿En el mes de diciembre? Cualquier buen observador de nuestra flora regional sabe que ya a fines de octubre las flores del paraíso dejan paso a los frutos de dicho árbol, las características bolillitas verdes agrupadas en racimo, no comestibles, de gusto amargo, que persisten en las ramas aún después de la caída de las hojas, bajo un aspecto un poco achicharrado, y habiendo perdido el verde lozano que ostentaban en el momento de la maduración, de un color beige o té con leche. En repetidas ocasiones, el autor se toma sin el menor tapujo toda clase de libertades en lo relativo al clima, la fauna, la flora y las costumbres de la zona, que evidencian un desconocimiento flagrante de los mismos. ¿Dónde va a parar el pretendido realismo tan mentado por la crítica académica u oficial? Tal vez en la procacidad a la moda que so pretexto de sensualismo, linda con la pornografía. Hay que hacer notar también que la heroína, se anda paseando con hilo de coser en el bolsillo, para poder enhebrar en el mes de diciembre, flores de paraíso que brotan de los eucaliptus (Remitirse a la pág. 33)". En la página treinta y tres, un comienzo de frase subrayado, con la misma birome negra de la página 98, entre varias anotaciones y marcas hechas en otro color: "Nos dimos cita en un bosquecillo de eucaliptos de las afueras, que según Alba", se conecta con la frase escrita en el margen superior, con la misma letra firme, diminuta y aplicada: "En el pueblo en el que pretende transcurrir la novela, no existe dicho bosquecillo. Estos supuestos eucaliptus se transformarán más adelante gracias a un golpe de varita mágica del autor, en paraísos". (Ver página 98). En la página 52, el comienzo del capítulo V, un párrafo de varias líneas, aparece enteramente subrayado de verde: "El monótono paso de los trenes, representa la única distracción pueblerina. Al poco tiempo de llegar, tuve que resignarme a participar en esos ritos inmemoriales. El tren de las dos, que venía de Rosario, presentaba mayores atractivos que el de las cuatro, que provenía del norte, de Santiago del Estero y de Tucumán, y venía cargado de campesinos silenciosos que emigraban a Rosario, o a Buenos Aires, para afrontarse con un nuevo destino en la gran ciudad. A veces nos dábamos cita con Alba en la estación, para esperar el tren de las dos, ya que nuestra condición de colegas nos permitía conversar tranquilamente en público sin despertar sospechas sobre el verdadero carácter de nuestras relaciones, que para esa época se habían vuelto íntimas. Pero esos encuentros clandestinos que ocurrían a la vista de todos, aumentaban nuestra frustración, porque no era raro que algún conocido se uniera a nosotros, sin darse cuenta de su indiscreción, y no nos quedaba más remedio que soportar estoicamente sus banalidades".