El color menos frecuente apenas si aparece cinco o seis veces en todo el libro, pero me basta leer dos o tres frases destacadas por las líneas violetas que las subrayan para darme cuenta de la significación fúnebre del tono elegido, cuando el inenarrable Wilfredo llega a la escuela del pueblo, a principios de año, Alba está con licencia por enfermedad, y empieza su trabajo un mes más tarde, pero la novela deja entrever poco a poco, por los rumores que corren, que la supuesta enfermedad ha sido en realidad una tentativa de suicidio. Todos los párrafos que contienen la palabra suicidio están subrayados de violeta y acompañados de Comentarios marginales que discuten detalles relativos a la verosimilitud de los rumores, a las contradicciones del texto sobre las diferentes versiones que transmite e incluso al método empleado por la heroína para su tentativa fallida, y el suicidio final, gracias al amplio espacio blanco que queda libre después de la palabra FIN, impresa en mayúsculas, estimula en Alfonso su doble inclinación por la refutación de los detalles y por las consideraciones generales. Encerrada en un cuádruple rectángulo vertical, verde, rojo, azul y violeta, que ocupa cuatro quintos de la página blanca, la prosa de Alfonso adquiere un tono demostrativo y conclusivo no exento ni de solemnidad doctoral ni de cierta pedantería
"Hemos asistido atónitos a una serie de tergiversaciones de todo tipo, ya sea morales, intelectuales o artísticas. La entelequia que José Ingenieros llamara con acierto el hombre mediocre se encarna en este autor tan festejado por el nuevo vulgo surgido de la entidad hombre-masa, en conjunción con el bestsellerismo internacional. Nos hallamos en las antípodas del verismo de un Manuel Calvez, de la aristocracia espiritual de un Somerset Maugham, o de la precisión clínica para la pintura de las pasiones de la literatura francesa. Por donde se la mire, esta obra no escapa a dos gravísimas acusaciones, la primera literaria, la segunda moral, si el pueblo en que transcurre la novela es copia fiel de la aldea pampeana que se pretende representar, el autor comete innumerables errores de transcripción relativos a lugares, paisajes, personajes, etc., pero incurre igualmente en transgresiones morales al revelar la identidad de personas o instituciones contemporáneas, o peor aún, deformando a su gusto los hechos y la psicología, haciéndolo frisar con la calumnia. Un libro que transforma honestos ciudadanos en calumniadores que se escudan en el anonimato, el apostolado sarmientino en desidia e irresponsabilidad, la inestabilidad nerviosa hereditaria (clínicamente comprobada) en ninfomanía, que por culto de la personalidad propia transforma en suicidio un desgraciado accidente doméstico, no puede aspirara la veracidad ni a ocupar un lugar de privilegio en las más sublimes cimas del arte. Todavía no ha llegado el cronista actual de nuestra vida pueblerina, capaz de captar fielmente nuestra idiosincrasia, sin falsos pudores pero también sin efectismos ni por vía del escándalo destinado a halagar los bajos instintos del hombre-masa. La proverbial hospitalidad criolla, la convivialidad probada del hombre de la calle, la dignidad de la mujer argentina, merecían un estilo más elevado que los devaneos calenturientos de un plumífero embebido de soberbia capitalina".
Que me cuelguen y me dejen caer para volverme a colgar y así sucesivamente hasta darme mil muertes si ahora que cierro el libro de golpe y lo tiro sobre la carpeta amarilla de Bizancio no me tiemblan un poco
las manos, de indignación probablemente, o de vergüenza, o de odio, o de todo eso a la vez, o de horror de mí mismo quizás, por estar vislumbrando la causa del malestar que empezó a abrirse paso esta mañana cuando hojeé por primera vez el libro en el bar del hotel Iguazú y caí en la red de esa escritura aplicada y regular, recta como si estuviese apoyada sobre renglones invisibles, de los óvalos trazados con birome y de las rayas rojas, azules, verdes, violetas más limpias y milimetradas que las de un diseño industrial, de los signos de interrogación firmes como ganchos de carnicería o de admiración derechos como bastones, de toda esa proliferación segregada igual que un veneno por la escritura de Alfonso, arracimándose alrededor del texto impreso como pólipos secos, como un cáncer, o como una selva oscura mejor, hasta que el temblor que, a decir verdad, es más interno que exterior, empieza a calmarse un poco cuando enciendo un cigarrillo, sacudiendo dos o tres veces la cabeza y emitiendo la risita sarcástica de antes de la explosión, pero cuando apoyo la frente en el vidrio helado de la ventana que chorrea agua, durante varios minutos me quedo pensativo sin ver, como tantas otras veces, ni el vidrio ni el exterior.
Las decenas miles de ejemplares de La brisa en el trigo se presentan de golpe a mi imaginación, la primera edición agotada en tres días, las reimpresiones sucesivas de tiraje cada vez mayor, y también las ediciones de bolsillo, la edición del Club de Lectores, la edición de lujo en tela, ilustrada por algún dibujante cotizado, la edición española y la edición mejicana, la edición polaca y la edición portuguesa (25.000 ejemplares en el Brasil), el guión de la adaptación televisiva en coproducción con Venezuela y el de la adaptación cinematográfica en vías de montaje financiero, la multiplicación de volúmenes dispersos por el mundo, reactivándose en el subterráneo, en las playas, en los dormitorios, gracias a la lectura de secretarias, de profesores de literatura, de periodistas, de veraneantes, o esperando en una biblioteca, igual que un escorpión en el hueco de un muro, que una mano desprevenida venga a sacarlos para empezar a destilar otra vez su pestilencia, la medusa de ciento treinta y cinco mil cabezas cuyo contacto hiela y petrifica y a cuyo encuentro Alfonso, que no ignora que la lucha está por encima de sus fuerzas, quiere mandarme con mi pluma acerada como única arma, para que la enfrente, la hiera y la aniquile. El monstruo que la engendró, gracias al camión de ganado que destruyó enteramente su coche sport en la ruta a Mar del Plata, está desde hace un año y medio pudriéndose en la tumba pero su criatura, su Frankestein viscoso multiplicado hasta la nausea sigue todavía asolando al mundo, en reactivación permanente, y seguramente cuando Alfonso y yo no seamos más que polvo anónimo, seguirá irradiando un flujo repugnante a su alrededor, en algún coloquio universitario, en alguna reedición prolongada por un investigador americano o en alguna nueva adaptación cinematográfica cuando los derechos hayan entrado en el dominio público, y mejor aún desde algún ejemplar dedicado de la primera edición, amarillo y quebradizo, sepultado bajo el polvo de un desván que, en una tarde de lluvia, un adolescente aburrido empezará a leer, y poco a poco el pueblo, el bosque de eucaliptos-paraísos, las torcazas anacrónicas que, en vez de arrullar, cantan en los anocheceres de invierno, mientras dos adúlteros de opereta copulan en una cama de matrimonio bajo el retrato del marido ausente, el pueblo tirado en la pampa y dividido en dos por las vías del ferrocarril, inexistentes pero definitivos, se agitarán otra vez para perpetuar el asco, el desprecio y la vergüenza.
Soy totalmente sincero: que la tierra sea esférica o plana, que el hombre descienda del mono o de la ardilla canadiense, que la energía se consuma o se conserve, que el porvenir de la humanidad esté todavía saltando en mis testículos, que el mundo acabe en fuego o en hielo, todo eso me parece pura casualidad y, a decir verdad, me importa lo que se dice tres pepinos, por mí la luna podría precipitarse ahora mismo contra esta ridícula costra reseca a la que tantos reptiles se adhieren sin saber por qué, haciéndola estallar en mil pedazos, que no se me movería más que seguro ni un pelo, ni uno solo: porque al universo se le haya ocurrido ser, y después por puro capricho no ser, lo que por otra parte es su problema y no el mío, no voy a andar perdiendo los estribos ni dejando de ponerle queso rallado a la sopa, y sin embargo a pesar de todo el hecho de que a Walter Bueno le haya pasado por encima un camión de ganado en la ruta a Mar del Plata, aunque más de un imbécil atribuya el acontecimiento a la divina providencia, me enceguece de furia porque me priva del placer de hacer justicia con mis propias manos.
El monstruo múltiple que engendró, irradiante y ubicuo, contamina hasta el aire que respiramos, incluso después que la casualidad, tal vez para acentuar todavía más la autonomía de su criatura, haya suprimido algenitor enterrándolo bajo las chapas retorcidas de su convertible.
La ecuación walterbuenamente simple -ser ganador a cualquier precio el mayor tiempo posible- nos relega a los demás a la penumbra confusa de los perdedores, a la culpa, a la humillación y a la impotencia, a lo vago y a lo inacabado, al fango mortal de las transacciones con uno mismo, a las chicanas del remordimiento y del deseo de un mundo alfonsamente complicado.
Waltercito ya estaba lo más tranquilo en su tumba el año pasado, walterbuenamente satisfecho, mientras "yo", o como quiera llamárselo de ahora en adelante, que sin embargo no había escrito La brisa en el trigo ni nada equivalente, lo cual, descalifica toda creencia en la justicia divina, seguía debatiéndome con Alicia, Haydée, la farmacéutica, en orden creciente o decreciente, como se prefiera: sería cómodo excluir a Alicia del complejo interrelacional, como se dice ahora, considerando que es una criatura de ocho años, pero la evidencia es cegadora: la quintacolumna sutil de la farmacéutica, que mantiene a la hija, por control remoto, en contradicción permanente consigo misma, ejerce el mismo influjo a distancia en la nieta, de modo que, aún cuando durante ocho años Haydée y Alicia hayan podido comprobar que la convivencia con "Carlos Tomatis" -es decir "yo"- resultaba al fin de cuentas de lo más agradable, la influencia de esa mujer ha sido tan grande que mi propia hija y mi mujer no pueden evitar un tinte reprobatorio, desconfiado o escéptico en la opinión que tienen sobre mi persona. La madre de Haydée es la inventora de un concepto que se opone al buen sentido jurídico mundial y que ella aplica al universo entero, la presunción de culpabilidad, del que obviamente está exceptuada la gente bien, o sea todos aquellos que compran las grandes marcas, Chanel, Vuitton, Harrod's, etc., o los que han hecho varios tours europeos -en ese sentido no es para nada racista y un judío que haya estado en Miami o en Londres y que lleve puesta una camisa de Ivés Saint Laurent le parecerá digno de pertenecer a la minoría de los que tienen derecho a juzgar negativamente a los demás. Al cabo de seis o siete años de matrimonio con la hija única de esa entidad indescriptible, me empecé a dar cuenta de que yo mismo, considerado hasta ese momento por la opinión de mis amigos como una personalidad sólida y equilibrada, estaba entrando en el campo gravitatorio de ese astro viscoso y oscuro, no porque haya empezado a pasearme por las capitales europeas con una valija Vuitton o a pasar mis vacaciones en Punta del Este, sino porque a través de la hija y de la nieta, teledirigidas con discreción y exactitud desde la farmacia, los efluvios mortales de esa mujer me iban contaminado poco a poco. Yo que había pasado mi vida pensando en Cervantes y en Faulkner, en Quevedo y en Vallejo y en Dostoievsky, me descubrí a los cuarenta años, rumiando para conmigo mismo todo el santo día historias de suegras. Por carácter transitivo, las emanaciones corruptoras, a través de la hija y de la nieta, ya enteramente robotizadas, incesantes, me alcanzaban. Al abrigo de la transmisión lisa y llanamente genética, me insurgía contra esa penetración extranjera, sumergiéndome en una especie de agitación, que cuando era de poca intensidad me inducía a la deambulación ruminatoria y cuando llegaba a la temperatura máxima, al furor, pero Haydée y Alicia, más vulnerables a causa, más que seguro y que me la corten en rebanadas si no estoy en lo cierto, de un terreno propicio de origen hereditario, obedecían sin darse cuenta a la programación a distancia, a tal punto que a veces me daban la impresión de actuar, hablar o pensar en estado hipnótico, igual que autómatas o sonámbulas.