Del mismo modo que el adolescente idealista que ha decidido estudiar derecho para desterrar las injusticias del mundo termina a los cuarenta años abogado de la mafia, Haydée eligió confusamenteel psicoanálisis para luchar contra ese fluido malsano que venía irrigandosus pensamientos y sus nervios desde la infancia, para encontrarse en la edad adulta en estado tal de sumisión que es incapaz de reconocer que ha sido enteramente recuperada por el enemigo. Por supuesto que la farmacéutica puso el grito en el cielo cuando se enteró de que su hija quería ser psiconanalista, ya que hubiese preferido alguna otra especialidad, más rentable probablemente, cirujano por ejemplo, lo que permite cobrar dinero negro por cada operación, o cirugía estética, pero cuando vio que el psicoanálisis ponía al alcance de su hija todos los tailleurs Cacharel que se le antojaran, empezó a respetar su especialidad, y me juego la cabeza que lo hizo con la convicción de que lo que su hija aportaba a sus pacientes les era tan necesario como los remedios dudosos que ella vendía en la farmacia a su propia clientela.
Haydée que, desde que la conozco, no dejó pasar sin interpretarlo uno solo de mis lapsus, es completamente ciega en lo que se refiere a la madre, lo que me indujo un día a susurrarle la reflexión siguiente: Que yo sepa, ningún texto de Freud excluye explícitamente a esa mujer de sus teorías. Como respuesta a mis observaciones frecuentes sobre la amoralidad y la suficiencia dañina de su madre, la respuesta invariable de Haydée es de un modo aproximativo la siguiente: Es mi problema, y únicamente a mí me incumbe administrar esa relación. Lo que no le impide por cierto amasar los ñoquis con azúcar impalpable, poner una sola papa en un puchero para ocho invitados o tolerar que a su hija de dos meses un cura le eche encima con sus dedos malolientes -la higiene corporal le ha parecido siempre sospechosa a la iglesia católica- un agua inmunda en la que han estado metiendo las manos, después de haberlas paseado quién sabe por dónde, todos los mojigatos de la parroquia. Y que me cuelguen si no había estado enamorado de ella a tal punto que, en los primeros tiempos de nuestra relación, me sentía imperfecto, equivocado, oscuro y pervertido en su compañía, ella la estrella radiante y yo la larva inacabada y untuosa, hasta ponerme a reconsiderar mi vida pasada como una mancha informe y repugnante de la que únicamente podrían rescatarme por completo su equilibrio emocional sublime, su inteligencia serena y el envoltorio corporal perfecto que los contenía. No sé cómo no me alertó el hecho de que su primer marido, haya decidido, después de obtener la dispensa de la papesa Juana, como él decía, separarse definitivamente e irse a vivir a Buenos Aires, poner quinientos kilómetros de distancia entre él y las radiaciones malignas que emanaban de la farmacia, cuando al fin de cuentas sus relaciones con Haydée, después del divorcio, en público por lo menos, parecían de lo más cordiales, aunque pensándolo mejor ahora me doy cuenta de que la cordialidad jovial con que siempre evocaba sus relaciones con Haydée podrían traducirse más o menos de la siguiente manera: Es verdad que visto desde aquí de la orilla el río en el que ayer estuve a punto de ahogarme es de una indiscutible belleza pero que me cuelguen con un gancho del prepucio y me hagan girar si en el resto de mi putísima vida vuelvo a meterme otra vez en el agua.
Entre el apetito y la nausea, entre el entusiasmo y la apatía, entre el deseo y el rechazo, la línea de separación es tan delgada, que uno y otro se entremezclan todo el tiempo, una rayita inestable, fluctuante, como un reflejo luminoso en el agua oscura que la menor turbulencia despedaza: podría inscribir una lista interminable de razones, la habitación de Alicia decorada enteramente de rosa por ejemplo, o el almuerzo obligado de los domingos con la farmacéutica para no dejarla sola a mamá, o la educación religiosa clandestina de Alicia, o las continuas intromisiones en las decisiones vestimentarias de Haydée, e incluso la influencia evidente de la Weltanschauung farmaceútico-cachareliana, microclima ideológico en el interior del complot religioso-liberalo-estalino-audiovisualo-tecnocrático-disneylandiano, en las opiniones, los sentimientos y los comportamientos de mi hija y de mi mujer, e incluso hasta en la práctica y los diagnósticos de Haydée, para no hablar una vez más del trabajo incesante y subrepticio de esa mujer destinado a desintegrar no únicamente mi imagen, sino también y principalmente mi persona.
Va de cajón que mis defectos principales según ella, desprecio por todo comportamiento convencional, gusto por los juegos de azar, alcrudeza verbal, noctambulismo y manía ambulatoria, sin contar mis ideassubversivas acerca del hombre y la sociedad, el sexo y el dinero, igual que mi desprecio por toda veleidad religiosa, serían considerados por una asamblea de sabios como los atributos imprescindibles de todo hombre verdadero, y que cuando más esa mujer insinuaba que yo los tenía, más me obstinaba en exagerarlos, sobre todo en su presencia, y cuanto más ella persistía en la negación de mi ser -directamente o en forma teledirigida a través de Haydée y Alicia- más yo me rebelaba con terquedad afirmativa, pero después de cierto tiempo me di cuenta de que me había embarcado en una lucha desigual, en escaramuzas inciertas que fueron dejando, sobre todo en los últimos años, y sobre todo el año pasado, de lo que había sido "yo", los retazos colgantes, irrecuperables y retorcidos. Probablemente, todo esto venía ya desde el nacimiento, o desde antes quizás, desde cruces casuales e inmemoriales que me depositaron, sin prevenirme, en la luz de este mundo, y la concatenación infinita de acontecimientos igualmente deleznables que trajeron primero al mundo y después me metieron a mí en el interior de ese mundo, agregaron las formas exquisitas de Haydée más el suplemento de su indescriptible madre más todos los aficionados a los Eurotours para dar la ilusión de causas precisas y circunstanciadas a lo que no es más que perdición pura, ser llegado porque sí para enseguida disgregarse en medio de los más atroces dolores y desaparecer, de modo que aún sin todo eso hubiese terminado por encontrarme como me encontré, el año pasado, en el último peldaño de la escala humana, hecho añicos por dentro y por fuera, conel agua negra y viscosa empapándome las botamangas pantalón, tan cerca ya del fango oscuro que en este momento en que, gracias a esfuerzos sobrehumanos, he logrado subir hasta el penúltimo escalón, todavía incierto y tan frágil que el menor soplo podría mandarme de nuevo al fondo, puedo sentir sin embargo que quedaba algo vivo en mí.
Algo es más que seguro en todo esto: mis relaciones con Haydée, sexuales quiero decir, que habían andado tan bien y durante tantos años, empezaron a echarse a perder, haciéndose cada vez más espaciadas, hasta que dejaron de existir por completo. Mire joven, me dijo una madrugada un viejo en un cabaret, usted se la mete una vez a una mujer, una vez sola nomás póngale la firma, y ella no se lo perdonará nunca, le hará la vida imposible y no se quedará tranquila hasta no verlo bien en el fondo de la tumba. Por supuesto que exageraba y me reí cuando me lo decía desde la mesa de al lado en la que estaba tomando champagne con dos o tres coperas, pero desde que las cosas empezaron a andar mal más de una vez me pregunté si no podía haber algo de cierto en su observación, tanto me parecía que Haydée, con su estúpida sumisión a la farmacéutica, se las arreglaba para envenenar nuestras relaciones.
Hay un punto que tiene que quedar claro y es el siguiente: es universalmente sabido que la erección del pene representa en general para el portador de dicho aditamento un estado agradable, a partir del cual el placer puede ir en aumento hasta alcanzar, durante el orgasmo, su punto culminante, y que elportador del aditamento, por razones desde luego casuales y que el mismo ignora, a causa de la repetición insensata que como ya lo he dicho pareciera ser la ocupación exclusiva de lo que llamamos naturaleza, puede recomenzar hasta el hartazgo el mismo proceso, con frecuencia mayor o menor según su constitución física y psicológica, a lo que hay que agregar la contribución más o menos favorable de las circunstancias. Es evidente que no hay ningún mérito personal en ese proceso, y que el aditamento sea grande, mediano o chico, es un dato que no reviste la menor importancia, del mismo modo que la frecuencia, la intensidad, y la duración de la erección: obedeciendo al estímulo sensorial o puramente imaginario -por reflejo condicionado probablemente- la sangre afluye por lo que los fisiólogos llaman la arteria de la vergüenza, el aditamento se infla y se pone duro y punto. A unos dos mil quinientos millones de individuos de sexo masculino que andan vivos respirando el aire de este lugar que llamamos mundo les ocurre eso varias veces por día en el mejor de los casos, y jactarse o sobre todo hacerse ilusiones acerca de algo a causa de eso sería pura y simplemente un desvarío. Ahora bien, precisamente en mi caso, frecuencia, intensidad y duración, que siempre representaron un cociente elevado, en los primeros años de mi relación con Haydée alcanzaron su punto culminante manteniéndose por encima de mi término medio habitual durante años, incluso aún después que las cosas empezaron a echarse a perder, de modo tal que las peores discusiones terminaban siempreen la cama, lo que me llevó a preguntarme si no había empezado a padecer lo que a falta de un nombre mejor se me ocurrió llamar erecciones nerviosas, como quien dice risa nerviosa, es decir una reacción contraria a la que razonablemente hubiese debido esperarse de las circunstancias, como el condenado a muerte que, en vez de llorar y suplicar, se echa a reír sin poder controlarse ni explicarse por qué cuando lo sientan en la silla eléctrica. Pero hasta esas reacciones nerviosas pasaron y a partir de cierto momento, no solo ya no hubo más discusiones ni posesión, sino ni siquiera deseo, no únicamente deseo de ella, sino deseo en general, esa alerta de todo el ser, inesperada y misteriosa que, aunque sin que nos demos cuenta nos mantiene enhiestos y palpitantes del nacimiento a la muerte, a veces prolifera tanto en nosotros que ocupa, además de los pliegues más secretos de nuestra carne, nuestra memoria, nuestra imaginación y nuestros pensamientos. Ningún deseo, nada. Saliendo a cabalgar al alba, el día de mi nacimiento probablemente, demorado una y otra vez por obstáculos imprevistos, atravesando regiones desconocidas, extraviándose en bosques, en callejones sin salida, en pantanos, cambiando infinidad de veces sus caballos exhaustos, el correo secreto de la papesa Juana logró por fin golpear a mi puerta y, sin decir palabra, me entregó el papel que me acordaba la dispensa definitiva.