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El famoso aditamento desapareció de un día para otro entre mis piernas y desapareció está puesto literalmente, porque aún para orinar debía buscarlo un buen rato con dedos distraídos entre los pliegues de piel arrugada y fría que colgaban bajo los testículos. Me importaba lo que se dice tres pepinos puesto que, habiéndose retirado el deseo en general, sus manifestaciones secundarias naufragaban en la inexistencia, igual que, cuando una casa está ardiendo, a nadie le preocupa que a causa del fuego se esté marchitando un ramo de flores en el florero de la sala. Una vez retirado el deseo fue instalándose, cada día menos lenta, la disgregación. Ahora me resulta difícil saber si mi vida familiar como dicen en la televisión fue, con el coadyuvante de un mundo enteramente invadido por los reptiles, la causa principal de mi desintegración, o viceversa como diría Alfonso, pero lo cierto es que lo que mi suegra llama mis defectos, alcoholismo, juegos de azar, ideas subversivas relativas al sexo y al dinero expresadas crudamente, noctambulismo y manía ambulatoria, fueron agravándose durante el año pasado, hasta que, en el music-hall colorido que había sido mi tercer matrimonio, el número final, grandioso, clausuró el espectáculo: una noche, para ser exactos, serían las dos o tres de la mañana, descubrí que contrariamente a su costumbre, Haydée estaba todavía levantada, leyendo o simulando leer en su despacho, con la puerta abierta, de modo que me di cuenta enseguida que me estaba esperando, primicia absoluta desde hacía por lo menos un año ya que apenas si intercambiábamos dos o tres frases a la mañana, antes de que yo saliera para el diario, y cuando volvía, generalmente a la madrugada, ella ya dormía o simulaba dormir, así que yo me desvestía en la oscuridad, y después de buscar un buen rato en el baño, entre pliegues de piel flácida, el aditamento ya prácticamente inexistente desde hacía meses, me metía en la cama y me dormía de inmediato hasta la mañana siguiente. Como estaba seguro de que Haydée se había quedado levantada con el fin de interpelarme con una de esas frases clásicas, copiadas del cine o de la televisión, que intercambian las parejas, pasé por la cocina para servirme la última ginebra con hielo, como suelen hacer por otra parte los personajes de las series televisivas antes de comenzar una discusión, y entré al despacho de Haydée con el vaso en la mano, ostentando esa jovialidad convencional en medio de las situaciones más dramáticas que según mi suegra es uno de los aspectos más desagradables de mi comportamiento no convencional. Pero cuando estuve en el despacho, me di cuenta de que Haydée no tenía la expresión calma conque sabe analizar, de un modo ni comprensivo ni severo, sino aparentemente científico, los móviles ocultos de mi conducta. Cuando encendió un cigarrillo después de responder a mi saludo, le temblaba un poco la mano en la que aferraba, no solamente el encendedor, accionándolo con el pulgar y el índice, sino también un pañuelito estrujado contra la palma por tres los tres dedos restantes.

Sin la menor duda había estado llorando, lo que me intrigó, ya que una de sus virtudes suplementarias es que no tiene el llanto fácil, y en la expresión movediza de su cara, en sus rasgos un poco blandos y en las fluctuaciones errabundas de su mirada, me di cuenta en seguida de que algo la atormentaba, que por una vez no eran los móviles ocultos de mi comportamiento, como solía decir, sino los del suyo propio lo que la había puesto en ese estado. Por cortesía tal vez, o quizás para iniciar de algún modo la conversación, me preguntó dónde había estado, con dulzura inhabitual, pero después de haber empezado a detallarle la lista de bares de mala muerte, con o sin coperas, por los que venía arrastrándome casi todas las noches desde hacía por lo menos un año, sin importárseme un pepino ni los soplones del ejército ni el toque de queda, me callé de golpe, porque me di cuenta de que no me escuchaba y de que se había echado otra vez a llorar. Pensé que alguien podía haberse muerto en la familia pero, en ese caso, por la expresión de culpa que podía percibirse en su mirada, era ella la que debía haberlo asesinado. Después me pidió un trago de ginebra y cuando me devolvió el vaso empezó a hablar de la Tacuara, una chica del barrio, mucho más joven que nosotros, que habíamos visto crecer como se dice, un tiro al aire a decir verdad, un carácter imposible, que tenía problemas con su propia familia desde la pubertad -los padres eran ricos, católicos, patricios, insoportables.

Le decían la Tacuara desde la infancia porque era flaca, menuda y nerviosa igual que un pajarito, y desde los doce o trece años había empezado a fugarse de la casa, y a hacer en forma sistemática todo lo que su familia consideraba inadecuado; se fugaba, la encontraban en Buenos Aires o en Salta o donde fuere a los dos o tres meses, la traían de vuelta a la casa para reintegrarla a la vida de la familia hasta que al cabo de cierto tiempo se volvía a fugar. Era el verdadero estereotipo de la adolescente con problemas -cualquier persona sensata los hubiese tenido habiendo nacido en el seno de esa familia- y cuatro o cinco años antes, como sabía que Haydée era psicoanalista, venía a verla de tanto en tanto, fuera de las horas de consultorio, para conversar con ella de sus dichosos problemas -Haydée le había recomendado a un colega en Buenos Aires, pero ella prefería las conversaciones con Haydée, que no conducían a nada desde luego, pero que le daban la ilusión de haber encontrado una especie de guía espiritual para orientarla durante su crisis de adolescencia, supongo que según el modelo de esas educadoras buenas que aparecen en los telefilms americanos destinados a la juventud y que se proyectan en todas las televisiones del mundo occidental entre las cinco y las siete de la tarde. Para ser totalmente francos, la Tacuara tenía un carácter insoportable y la cabeza más dura que una pared, sin contar sus caprichos de hija de ricos de prosapia -ladrones de ganado, asesinos de indios y escamoteadores de fondos públicos y de terrenos fiscales en su inmensa mayoría-, y sus entusiasmos excluyentes, que hoy podían adherir al yoga, mañana a la cocina mejicana y pasado mañana al monofisismo, se sucedían según la periodicidad de sus fugas, y a cada regreso a la casa paterna traía una convicción diferente que sostenía, igual que todas las anteriores, con la misma agresividad dogmática. Durante sus fases afirmativas, era hasta un poco cómico oírla discutir, insultante y refractaria a cualquier argumento que pudiese venir de su interlocutor, o verla por la calle, flaca y nerviosa, con el pelo negro y lacio cortado a lo varón, menuda y frágil en apariencia a causa de sus miembros de pajarito, chata y de hombros derechos como una tabla, dándose aires de hombrecito y echándole miradas negras y despectivas a quienquiera hubiese tenido la mala suerte de cruzarse con ella en la vereda. Lo cierto es que, después de tantos vaivenes, terminó apasionándose por la política y, como era de esperarse, que me cuelguen si como por casualidad no optó por la posición simétricamente opuesta a la de todos los miembros de su familia: puesto que su familia era conservadora, ella se hizo revolucionaria, y puesto que su familia era católica, ella se hizo materialista dialéctica; puesto que su padre tenía negocios con algunas compañías americanas, ella se hizo antiimperialista, y puesto que su madre, durante una discusión la había tratado de lesbiana, ella encontró un compañero, como lo llamaba, entre los que tenían fama de ser los hombres más viriles de la época, los guerrilleros. Hay que reconocer que la Tacuara pareció haber encontrado su camino no únicamente con sus ocupaciones políticas, sino también con su guerrillero, un muchacho afable y más bien callado, que le llevaba cuatro o cinco años, y que parecía disponer para con ella de recursos de infinita paciencia y de dulzura. Los avalares de la política los obligaban a entrar y salir periódicamente de la clandestinidad y más de una vez nos preguntamos con Haydée si tenían algún domicilio fijo, pero en los tiempos tranquilos la Tacuara y su compañero reaparecían de tanto en tanto en el barrio y venían a vernos, y otras veces ella venía sola a pasar unos días con su familia, para terminar peleándose con todos sus miembros antes de volver a desaparecer. A los dos o tres años quedó embarazada y estaba tan flaca y tenía un vientre tan reducido y puntiagudo, que apenas se estaba en presencia de ella se tenía la tentación de preguntarle, igual que en el viejo chiste malo, si se había tragado un carozo de aceituna. Cuando el nene nació, las cosas empeoraron en política de modo que tuvieron que pasar a la clandestinidad y dejar al bebé con la familia de la Tacuara. De tanto en tanto ella venía a buscarlo y se lo llevaba unos días al padre, que tenía la entrada prohibida en la casa, y a veces venía, pasaba una tarde o un día entero con él y después desaparecía.

Tranquilizándose un poco y dándole unas chupadas interminables al cigarrillo, Haydée balbuceaba cosas incomprensibles sobre la Tacuara, mientras yo, perplejo, trataba de entender lo que me decía. Al principio pensé que había tenido la confirmación de un rumor que venía circulandoen la ciudad desde hacía una semana más o menos, según el cual la Tacuara había sido secuestrada en la calle, en pleno día, por los hombres del general Negri, pero entre las frases entrecortadas que murmuraba me pareció escuchar que Haydée se estaba acusando a sí misma de ese secuestro, lo que parecía tan absurdo que empecé a preguntarme si no estaba borracha -cosa que podía ocurrirle de tanto en tanto, para Año Nuevo o para algún aniversario, como cualquier hijo de vecino-, hasta que poco a poco empecé a entender lo que me decía, sin decidirme a admitirlo todavía, cuando de golpe ocurrió lo increíble, lo incalificable, y que me cuelguen mil veces si me lo esperaba, si ahora mismo que me acuerdo puedo soportarlo y si hay la más mínima posibilidad de que pueda olvidármelo algún día: la diosa lacano-vuittoniana cayó de rodillas sobre la alfombra y empezó a golpear el suelo con los puños y a aullar histéricamente, para venir después en cuatro patas a agarrarse de mis piernas y tironearme los pantalones suplicándome que la perdone, sin obtener otra cosa de mí, que es otro término para designar lo que en las viejas épocas solía llamar "yo", cuando alzó la cabeza para encontrar mi mirada, que el contenido de mi copa de ginebra en plena cara: a causa de haber entendido de golpe -después cuando se calmó un poco me lo contó en detalle- lo que me estaba tratando de decir: que la semana anterior la Tacuara había efectivamente venido a la ciudad para ver a su hijo, y que no había podido acercarse hasta la casa de su familia porque la casa estaba bajo vigilancia policial, pero como le había dado cita a su marido a las ocho de la noche y no podía andar por la calle hasta esa hora por miedo de ser reconocida, y como no tenía un solo lugar donde pasar el día hasta la hora de la cita, ni un sólo lugar en toda la ciudad dónde ir, se le había ocurrido venir a pedirle a Haydée que le permitiera pasar las horas que le faltaban para la cita en nuestra casa -yo estaba en el diario en ese momento-, y que Haydée había aceptado, pero que al parecer no era un día de suene para la Tacuara, porque a eso de la media hora de estar instalada en casa, en la pieza de Alicia, que en ese momento estaba en la escuela, llegó la farmacéutica. Según Haydée, que cuando empezó a darme los detalles ya había dejado de aullar y había vuelto a sentarse en su mesa de trabajo y a hablar en voz baja sin que sus ojos, de lo más móviles sin embargo, se encontraran una vez sola con los míos, pasándose de tanto en tanto la mano por el vestido, a la altura del pecho, tratando infructuosamente de secar la ginebra que le había chorreado de la cara por el cuello o goteado directamente de la mandíbula, según Haydée decía, la farmacéutica había abierto por casualidad la puerta de la pieza de Alicia y había visto a la Tacuara sentada en el borde de la cama leyendo un libro de Alicia, Pinocho probablemente, algún libro de ese tipo, y había vuelto a cerrar la puerta sin dirigirle la palabra, pero de un vistazo nomás había entendido perfectamente la situación, de modo que sin ningún apuro se había encaminado hasta el despacho, donde Haydée estaba sentada en el sillón en que una semana más tarde me lo estaría contando, y le había, no exigido, sino aconsejado, como podía ser su estilo en ciertos casos, obligar a la Tacuara a irse inmediatamente de casa. Haydée pretende haber resistido un buen rato, pero el argumento decisivo de la farmacéutica, que había que hacerlo por Alicia, por la nena, terminó por convencerla, así que diez minutos más tarde la Tacuara estaba en la calle. Al día siguiente nomás empezó a correr el rumor de que los hombres de Negri la habían secuestrado en las inmediaciones de la Terminal de Ómnibus, y desde entonces no se había vuelto a saber más nada de ella. Haydée había estado reprochándoselo durante una semana, sin atreverse a decírmelo: cuando por fin se calló la boca, sin levantar la mirada, secándose las lágrimas de tanto en tanto con el pañuelito estrujado, también yo me quedé inmóvil durante un momento y después, sin decir palabra, fui caminando despacio hasta la cocina, eché una buena cantidad de ginebra en el vaso, lo llené de hielo, y volví al despacho. A esa calma no correspondía ninguna ebullición interna, como suele decirse, ningún sentimiento o emoción no ya pasibles de ser repertoriados, sino ni siquiera lo bastante intensos como para ser percibidos; si había algo, era semejante a los residuos infinitesimales de las operaciones matemáticas, tan insignificantes que ni siquiera son tenidos en cuenta; era igual que si todo lo que había sido hasta ese momento, la ductilidad interna, sus tironeos contradictorios, los cambios súbitos, exaltantes o dolorosos, los matices cromáticos y dinámicos semejantes a los de una masa líquida, hubiesen coagulado de golpe, petrificándose, y sometidos a una presión tan intensa que, como iba a poder verificarlo dentro de poco, terminarían por estallar en mil pedazos. Me acerqué a Haydée y le extendí el vaso de ginebra; ella lo agarró con docilidad, tomó un trago lento y largo, y me lo devolvió. Yo estaba tomando a mi vez un trago cuando advertí que Haydée había alzado los ojos para toparse al fin con los míos, pero en lugar de la mirada suplicante y llorosa que había tenido hasta ese momento, tenía los dientes apretados, que podían verse por entre los labios que se fruncían, terribles, sin dejar de moverse, reuniéndose en una especie de círculo arrugado, más parecidos a un ano que a una boca, y que su expresión hacía pensar en una mancha incandescente de odio.