Para elaborar como se dice la ruptura, Haydée se llevó a Alicia a pasar el verano en Punta del Este -en enero la farmacéutica vino a juntárseles- mezclándose a la muchedumbre indolente y bronceadade los ganadores, psicoanalistas y cardiólogos presentes en todos los congresos internacionales, ejecutivos de agencias publicitarias o de empresas extranjeras, pintores que lograron entrar en el mercado americano o japonés, estrellas de cine o de televisión, escritores que, siguiendo los consejos de sus agentes, escribieron un best-seller, editores que obtuvieron los derechos por la autobiografía de algún ex presidente americano, ejecutivos de casas de discos, militares, especuladores, hombres políticos, financistas especializados en el blanqueo de capitales, directores de diarios, corredores de autos, jugadores de tennis o futbolistas, y hasta guerrilleros arrepentidos que, a cambio de una autocrítica, pudieron conservar en sus cuentas suizas los millones de dólares obtenidos unos años antes mediante secuestros y asaltos que ellos llamaban expropiaciones hechas en nombre de la clase trabajadora. Hacía un calor matador. Yo me levantaba a las dos o tres de la tarde, a causa de los somníferos, de los tranquilizantes, y de los varios litros de vino diarios que me servía directamente de la damajuana, cuando me sentaba a mirar la televisión a eso de las cuatro de la tarde, de modo que al emerger del sillón a las dos de la mañana podía irme tranquilo para la cama, seguro de que apenas me echase resoplando sobre la sábana tibia me quedaría dormido. A decir verdad, aunque me quedaba sentado todos los días durante diez horas a tres metros del televisor, no miraba nada en especial, y las imágenes que desfilaban en la pantalla y los sonidos envasados que resonaban en la pieza, parecían las representaciones inconexas, fugaces y arbitrarias, por no decir recónditas y fantasmales, de mi propia conciencia en disgregación, pero el hecho de tenerlas delante, en lo exterior y no entre los pliegues del cerebro entumecido, en las puntas nerviosas hipersensibilizadas o en las emanaciones intolerables y súbitas de la memoria, me permitía llegar hasta la noche no enteramente destrozado. A veces me despertaba a la mañana, habiendo decidido arrancarme del marasmo, y entonces me afeitaba, me daba una ducha, me ponía ropa limpia, y me volvía a meter en la cama. Un médico amigo me dio un certificado, de modo que obtuve licencia en el diario por tres meses -el director estaba lo más contento de no verme durante un tiempo-, y durante los tres meses no me asomé al balcón ni a la terraza ni salí una sola vez a la calle. Cada tres o cuatro días, recibía una tarjeta de Alicia, con una vista en colores de Punta del Este, que, sin leer, iba apilando junto con las anteriores en el rincón de la correspondencia sin abrir, incluidas las cartas de Pichón Garay desde París y las del Matemático desde Suecia, en un estante de la biblioteca.
Algo es más que seguro: desde el primer vagido ciego que dio mi cuerpito flojo y ensangrentado al salir a la luz del día por entre los labios rugosos que ahora estaban cerrándose definitivamente en la habitación de al lado, desde el primer latido, empecé a rodar otra vez de vuelta hacia la oscuridad de la que provenía, y el año pasado llegué por fin al último escalón, húmedo y resbaloso a causa de la masa informe que, desde un infinito de negrura, día a día, lo carcome. Hasta que una mañana, en marzo, mi madre amaneció muerta. Las entrañas que mantuvieron durante nueve meses en la ilusión la masa de cartílagos y nervios que no pretendía otra cosa que perdurar indefinidamente en el paraíso tibio de lo idéntico, y la dejaron caer, todavía inacabada e inhábil en el torbellino de lo exterior, se paralizaron por completo y empezaron a fundirse y a confundirse otra vez en el Del mismo modo que ella me expelió de su vientre al mundo, el mundo la expelió a ella del suyo, exactamente igual a como, cualquiera de estos días a pesar de las ilusiones y de los espejismos en los que se acuna, el mundo mismo será expelido a su vez del vientre del ser para ahogarse en su propia nada. Lo cierto es que la enterramos a la mañana siguiente y que un par de días después, recién bañado y afeitado, habiendo interrumpido, por decisión propia, la ingestión de alcohol, somníferos y tranquilizantes, salí a la terraza y empecé a pasearme despacio, frágil y todavía tembloroso, bajo el sol de otoño.
Aunque todavía falta un poco para que anochezca, los letreros luminosos ya brillan duplicándose, invertidos en el suelo mojado por la lluvia. Cuando cierro detrás de mí la puerta de calle y me dispongo a abrir el paraguas, advierto que, durante los cinco minutos de conversación que acabo de tener con mi hermana sentada frente al televisor, la lluvia ha parado. A causa probablemente de la noche que se avecina, pero también de las nubes que siguen acumulándose, el cielo está tan negro como a mediodía, pero gracias a la lluvia la temperatura ha subido un poco, lo que promete más lluvia para dentro de un rato y al mismo tiempo me permite salir de impermeable, bastante más liviano que el sobretodo, y dejar los guantes en reserva en los bolsillos delimpermeable. A pesar de la hora -las seis y media más o menos- la calle está bastante de la tiranía quizás, las telenovelas probablemente, retienen a la gente en sus casas, en las que ya se ven, a través de las ventanas, las luces encendidas. Los autos, los colectivos, pasan rápido levantando con sus cubiertas que adhieren al asfalto un rumor de agua. Junto a los cordones corre un agua rugosa hacia los desagües de las esquinas. En los sectores rotos de las veredas, donde faltan las baldosas, la lluvia se ha acumulado formando estanques cuadrados, rectangulares, oblongos, en forma de T o de L, según la cantidad de baldosas que faltan y el orden en el que se han despegado, y las cosas que se reflejan en esos charcos, fachadas de casas, fragmentos de árboles, o de vidrieras, o de cielo, yo mismo en contra picado cuando me detengo un momento a contemplarlos, ganan, a pesar de que la oscuridad del aire también se adensa al duplicarse, en nitidez, en contraste y en cohesión, ganando también realidad al aislarse durante unos segundos, en los límites estrictos de su propia imagen, del vasto mundo amorfo, incierto y contradictorio al que pertenecen. El letrero luminoso lila, en la vereda de enfrente del bar, sigue en cortocircuito, y me paro a mirarlo un momento, en medio de la vereda casi vacía, las grandes letras de neón lila que anuncian ZAPATOS y que parpadean rápidas, chirriando un poco y sacando algunas chispas a la altura de la Z y de la primera A, de modo tal que un resplandor lila un poco más vivo se enciende y se apaga, rápido pero discontinuo, sobre la vereda.
Cuando me cruzo para mirar de más cerca, deduzco que Vilma y Alfonso no están en el bar, porque las mesas pegadas a la vidriera están vacías, pero para asegurarme empujo la puerta encortinada y entro: la decena de clientes no parece notar mi presencia cuando me paseo un poco entre las mesas, saludo al cajero alzando la mano, y vuelvo a salir a la calle.
Ni rastro de Vilma y Alfonso, a quienes me imagino todavía en el salón Capri o en el bar del hotel Iguazú distribuyendo carpetas amarillas a los futuros vendedores y tomando los primeros cócteles de la noche, y cuando empiezo a alejarme del bar, no puedo menos que asombrarme de un levísimo sentimiento de decepción, tanto la lectura de los comentarios de Alfonso a La brisa en el trigo ha despertado en mí la curiosidad, e incluso una especie de intimidad con el comentarista y su pequeño mundo.
El deseo de saber más sobre el intríngulis como se dice, aunque ya me parece presentirlo todo, me hace vacilar un momento cuando llego a San Martín, más iluminada que el resto de la ciudad en el anochecer de invierno, y estoy a punto de tomar el rumbo del hotel Iguazú, pero después de unos segundos me decido por la dirección contraria y, dejando atrás San Martín, me interno en una lateral más oscura en dirección al Parque del Palomar; al cruzar una bocacalle diviso, una cuadra y media hacia el norte, la silueta del Conquistador en neón verde, las piernas abiertas, las manos aferradas a la empuñadura de la espada ancha de neón igualmente verde cuya punta se apoya en la base del rectángulo de neón rojo que enmarca toda la figura, el monstruo de neón verde sin espalda, sin reverso y que, constituido de dos partes delanteras vigila desde la altura, apoyado en su espada ancha, al mismo tiempo del norte y el sur.
Con su presencia amenazadora y muda, el gigante de neón parecedesaprobar mi interés por lo irrazonable, el lado turbio de las cosas que, por el hecho mismo de trabajar contra lo establecido, lasvuelve mucho más interesantes. Por separado, el best-seller de la década y sus marionetas inconsistentes son, y esto es más que seguro, la inepcia integral, pero, introduciendo lo irrazonable, los comentarios de puño y letra de Alfonso los reintegran al espesor contradictorio del mundo real; lo irrazonable es más excitante no únicamente para mí, sino incluso para el propio Alfonso, y en cierto sentido hasta el incoloro Walter Bueno sale ganando en la operación.
A quince metros del palomar, sumergido ahora en la oscuridad, las primeras gotas de lluvia me sorprenden, frías y gruesas, picándome de refilón en la frente, en el filo de la nariz, y estrellándose apagadamente contra la coronilla de lacabeza y los hombros protegidos por el impermeable; en vez de abrir el paraguas, apuro un poco el paso y subo los tres escalones que conducen a la jaula, refregando a propósito los zapatos contra el suelo de portland para excitar los cuerpitos tensos que, más que seguro, deben ya estar alertas en la oscuridad, pero por más que intento sacudirlos con el ruido de mis zapatos, del que la suela de goma contribuye a reducir la intensidad, y hasta con la punta del paraguas que golpeo varias veces contra el piso, las palomas siguen inmóviles, y a no ser por algunos aleteos aislados, semejantes al temblor autónomo de un párpado o de un músculo secundario en un cuerpo en reposo, ningún signo de excitación general, aparte de un fluido indefinible de desconfianza o de extrañeza tal vez, me llega desde el recinto oscuro. Es cierto que la lluvia, adensándose, se ha puesto a repicar sobre el techo de tejas del palomar, y que quizás las palomas, incapaces de reaccionar a dos estímulos diferentes a la vez, están tratando de elaborar el rumor que rodea ahora su morada, la lluvia banal que, a causa de su interrupción de algunas horas, adquiere, como cada vez que recomienza, la novedad de lo insólito, llenando de estupor y de ansiedad sus sesitos sin memoria.
En vez de correr para protegerme del agua, opto por caminar despacio, pegándome a la pared en la vereda desierta, de tan cerca que por momentos el paraguas, contra el que el tableteo de la lluvia es incesante, a veces roza o choca alguna saliente de las fachadas, balcones de planta baja, molduras, letreritos bajos que sobresalen de las paredes, al costado de las puertas, anunciando alguna profesión o un comercio. De tanto en tanto, algún paseante refugiado en el umbral de una puerta me mira pasar más con desconfianza que con curiosidad. El agua, sacudida por la lluvia que sigue cayendo, corre en torrentes hacia los desagües de las esquinas, que ya empiezan a saturarse, y la claridad que proyecta en las bocacalles él alumbrado público está enteramente atravesada de masas líquidas que, substituidas instantáneamente, al precipitarse, por nuevas masas líquidas, parecen una miríada discontinua y en suspensión, agitándose en una órbita fija, únicos elementos móviles en el interior de un sistema regido por la más perfecta inmovilidad, como un simulacro de nieve sacudiéndose dentro de una bola de cristal. En la esquina iluminada, el agua me impide seguir avanzando, no únicamente la que cae del cielo negro, sino sobre todo la que cubre la calle, y que de un momento a otro desbordará los cordones para cubrir también las veredas, de modo que en la entrada profunda de un negocio que ocupa toda la ochava, entre dos vidrieras iluminadas llenas de prendas femeninas, polleras, vestidos, sacos de cuero y de piel, corpiños y bombachas blancas y negras festoneadas de puntilla, saltos de cama transparentes, cinturones de piel de víbora o de yacaré, lo que hasta no hace mucho tenía la costumbre de llamar "yo", la llamita increíble y frágil que sigue ardiendo a pesar de los torbellinos de agua y de noche que se sacuden en lo exterior, espera apoyándose con las dos manos en el mango del paraguas que he vuelto a cerrar, y que chorrea agua, que la lluvia amaine para continuar su caminata.