mano, abre los brazos sonriendo al verlo llegar. Parola se adelanta con rapidez y lo saluda. También Alfonso parece conocerlo, porque Parola Bis le dirige un gesto amistoso con el vaso. Pero nos instalamos en la otra punta del mostrador, la más cercana al ventanal.
– ¿Whisky para todo el mundo, entonces? -dice Alfonso, con aire decidido.
– No yo tomo agua -le digo.
– No coincide con su reputación -dice Alfonso – ¿Está con antibióticos?
– Para nada -le digo. -Estoy tomándome unas vacaciones.
En sus ojitos afligidos brilla de pronto una vacilación húmeda. La ropa que lleva puesta es probablemente más cara que la de los dos Parolas, menos convencional y más juvenil, a pesar de que es más viejo que ellos, pero hay algo, un contraste entre su ropa y su persona, en el modo de llevarla quizás, o en los estremecimientos de su bigote entrecano o la aflicción constante de su mirada por encima de su campera de cuero y de sus pullóveres de cachemira, que delata el espesor hormigueante de su interior, el carnaval sombrío de los fantasmas que trabajan contra sí mismo. Algo que me refleja.
Alfonso se inclina hacia mí, bajando un poco la voz, y mirando a los costados, como si estuviésemos conspirando:
– Pero cena con nosotros esta noche, ¿de acuerdo? -susurra.
– De acuerdo -le digo.
Alivio y esperanza atraviesan, fugaces, su mirada y, lleno de satisfacción, alzando la voz, le dice al mozo que está esperando del otro lado del mostrador:
– Dos whiskys, hielo y un agua mineral para el señor.
El mozo me dirige una mirada interrogativa:
– ¿Con gas o sin gas?
– Con gas -le digo.
– Con gas no tengo -dice el mozo, echándose a reír.
– Si será vivo -dice Vilma.
Indolente, el mozo se dirige hacia el otro extremo del bar.
– Me fascina el humor de nuestro pueblo -dice Alfonso, entrecerrando admirativo los ojos, con aire de pensador.
– A mí también -dice Vilma. -Pero siempre me queda la duda: ¿es o no de la policía?
Nos reímos, haciendo movimientos afirmativos y entendidos con la cabeza, y después nos quedamos en silencio, pero cuando el mozo viene a depositar el pedido nos reímos otra vez, lo que parece satisfacer al mozo, que interpreta nuestra risa como un renuevo de celebración de su ocurrencia de hace un momento. Alfonso me sirve el agua mineral, extiende el vaso a Vilma, y después, recogiendo el suyo de sobre el mostrador, lo agita un poco haciéndolo tintinear, se toma un trago, lo paladea, sacude afirmativamente la cabeza, y con un segundo trago lo vacía del todo, dejando únicamente los pedazos de hielo. Después deposita el vaso sobre el mostrador y, buscando al mozo con la mirada, le hace una señal con el índice, consistente en sacudirlo verticalmente encima del vaso vacío. El mozo trae la botella y se lo vuelve a llenar. Detrás de su cabeza calva, de la cabeza rubia, un poco más alta, de Vilma Lupo que está parada a su lado, inmóvil, con su vaso de whisky en la mano, se levantan los ventanales que dan sobre la pista en la que vienen a estrellarse los torbellinos de lluvia que, adensándose hacia el horizonte invisible, a pesar de las hileras bajas de luces, o quizás a causa de ellas, forman una especie de nube opaca, grisácea, atravesada de tanto en tanto de brillos y de reflejos inestables y diminutos.
En algún punto de la masa grisácea y agitada, flotando a cinco o seis metros del suelo, una luz roja parpadea, y únicamente después de unos segundos de fijar la vista en ella me doy cuenta de que está avanzando hacia nosotros. Unos segundos más, y el avión entero, gradual, emerge de la lluvia, la trompa alargada, los reactores laterales que cuelgan de las alas invisibles y, en un plano ligeramente superior, la luz roja que parpadea en la punta de la cola. Hostigado por la lluvia cuyas salpicaduras, al chocar contra él, rebotan y se arremolinan a su alrededor, el aparato progresa a duras penas, se arrastra casi, como si estuviese desplazándose por un medio inadecuado, igual que Gulliver en Liliput, para no aplastar por imprevisión a sus huéspedes, o el albatros de Baudelaire entorpecido por el peso de sus propias alas. Su estructura metalizada, lavada por el agua, relumbra al cruzar las hileras de luces de las pistas laterales y, a medida que se acerca, una vibración casi imperceptible a causa de la agitación constante de la lluvia, va haciéndose cada vez más aparente, igual que un temblor orgánico de valetudinario. Lo fantasmal de su presencia se acentúa a medida que se aproxima, ya que los parabrisas de la cabina de comando, sobre la nariz del fuselaje, recuerdan al emerger desde la noche lluviosa el antifaz truculento de una marioneta gótica. Durante un momento, da la impresión de haberse inmovilizado, lo que después resulta ser cierto, porque, con la precaución de un ciego, ya demasiado próximo del ventanal del aeropuerto, ha comenzado una maniobra que parece incompatible con su naturaleza, consiste en girar a la izquierda para internarse en una pista lateral, paralela al edificio del aeropuerto. Por fin, después de varios tanteos timoratos, logra entrar en la pista y avanza unos metros por ella, hasta que vuelve a detenerse, para empezar a recular, paralelo a las instalaciones del aeropuerto, habiendo hecho coincidir de un modo aproximativo la puerta por la que deben subir y bajar los pasajeros con la del hall iluminado en el que, viéndolo llegar cuando menos se lo esperaban, los viajeros impacientes comienzan a agitarse ante la inminencia de la subida a bordo. El avión se ha inmovilizado tan cerca del edificio, que a través de la hilera regular de ventanillas que le perforan el flanco, detrás de lluvia, se divisan confusamente los pasajeros que ya están levantándose de sus asientos. Parola se acerca a nosotros.
– Bueno-dice. -No estamos muy a horario, pero tampoco es catastrófico. Vamos a ir aproximándonos con mi amigo.
Le da la mano a Vilma, a Alfonso y, por distracción, a causa del apuro de la partida, me la tiende también a mí, que ostentosamente simulo no haberla visto, dejándolo una fracción de segundo con la mano en el aire, lo que lo hace lamentarse interiormente de su error, a juzgar por la expresión de odio que relampaguea en sus ojos y que yo ignoro echando miradas falsamente distraídas a mi alrededor: porque un maniquí relleno de paja quiera implicarme en formalidades estúpidas, que por ocurrir además en público pueden resultar incluso comprometedoras, no voy a andar sacando la mano del bolsillo para ponerme en ridículo estrechándole la suya que vaya a saber dónde anda metiendo cuando nadie lo vigila. Como si hubiese aire donde está parado Parola, succionado de golpe por la más perfecta inexistencia, me dirijo a Vilma y Alfonso:
– Voy a hablar por teléfono -dijo, dándome vuelta y dirigiéndome hacia los teléfonos anaranjados adosados a la pared, del otro lado del hall, mientras hurgo en el bolsillo del pantalón buscando una ficha.
– No te espero entonces -dice mi hermana. -Qué lástima. Te había preparado una buena sopa.
– Mañana a mediodía -le digo.
– Me olvidaba. Llamó Alicia. Dice que no dejes de ir a buscarla el viernes a la noche para pasar el fin de semana con nosotros -dice mi hermana. -No me olvido -le digo. -Pero recién somos miércoles.
– Se te oye lejos. ¿Dónde estás?
– En el aeropuerto -le digo.
– ¿En el aeropuerto? ¿Con este tiempo? ¿Qué estás haciendo en el aeropuerto?
– Estoy con unos amigos, pero nos volvemos a comer a la ciudad -le digo.
– No empieces otra vez a tomar -dice mi hermana.
Nos despedimos. Cuelga, y cuelgo a mi vez: cuando me doy vuelta, compruebo que Vilma y Alfonso avanzan en mi dirección y al llegar junto a mí, Alfonso se da vuelta discretamente para verificar que Parola no puede escucharlo, y dice en voz baja:
– Los servicios de este hijo de puta me costaron dos mil quinientos dólares.
– No me imaginaba que fuese tan plomo -dice Vilma.
– Y eso no es nada -dice Alfonso-. Está también bastante metido con los militares.
– Un plomazo -dice Vilma. -Pesadísimo.
– Es la última vez que me saca un mango -dice Alfonso.
– Es bastante buen profesional -dice Vilma.
– Nada del otro mundo -dice Alfonso.
– Yo he estudiado marketing también. Estos tipos sirven para darle lustre a los seminarios. Pero después de ésta, kaput.
Cerrando los ojos, Alfonso sacude varias veces la cabeza, como se suele hacer cuando se sale del agua o para ahuyentar un pensamiento desagradable, y después mete la mano en el bolsillo del pantalón, sacando las llaves y extendiéndoselas a Vilma.
– A partir de ahora, le confío las llaves hasta el viernes a la mañana, señora -dice.
Bajo la lluvia, corremos los tres hasta el estacionamiento, dando saltitos para evitar los charcos de agua que se forman en los desniveles del asfalto. Alfonso insiste para que me instale en el asiento delantero, al lado de Vilma que se sienta frente al volante. Al entrar en el auto, mis zapatos chocan contra una pila de carpetas amarillas de la distribuidora arrumbadas en un rincón del piso, y recogiéndolas, se las alcanzo a Alfonso, instalado en el asiento de atrás con expresión satisfecha. Pero cuando las está recibiendo para dejarlas caer sin precauciones en el asiento trasero, la luz interior del coche cereza se apaga y arrancamos. Con habilidad, al mismo tiempo que enciende un cigarrillo, Vilma saca despacio el auto del estacionamiento, hasta que entramos en el camino asfaltado del aeropuerto que conduce a la autopista. Nadie dice una palabra, pero que me cuelguen si no sé de antemano cuál será nuestro próximo tema de conversación. Un fluido de pensamientos similares que emanan desde mi izquierda y desde el asiento trasero sumido en la oscuridad, flota en el interior del coche y converge hacia mi persona, mientras la brasa del cigarrillo que cuelga de los labios entreabiertos de Vilma -puedo ver su perfil gracias al resplandor rojizo que se proyecta desde el tablero de dirección- se intensifica a cada chupada. Recién cuando entramos en la autopista, me doy cuenta de que Alfonso se ha dispuesto a abrir la boca, no sin antes removerse un poco en el asiento, encender también él un cigarrillo, y carraspear dos o tres veces, tratando de encontrar el tono más indolente y casual para formular su pregunta, ¿he tenido tiempo de hojear el ejemplar anotado de La brisa del trigo?
Y, con una risita, para demorar tal vez mi respuesta por temor de que sea negativa, agrega que, bueno, anotado es mucho decir, que sus comentarios no son más que las observaciones deshilvanadas de un buenconocedor de los usos y costumbres de la región, y un poquito también, por qué no, del alma humana. Cuando le contesto que, efectivamente, he estado hojeándolo esta tarde, Alfonso entra en una especie de agitación o de acaloramiento -ya me tiene acostumbrado- y, aunque no habla, también en Vilma la expectativa parece aumentar, porque la brasa de su cigarrillo, que vigilo de reojo, se intensifica a intervalos cada vez más cortos, de modo tal que el humo de los cigarrillos y el tufo a alcohol -quién hubiese podido imaginarlo- me ahogan un poco. Y como también para mi respuesta he asumido el tono más neutro e indiferente del mundo, puedo permitirme simular que estamos por cambiar de conversación y pregunto, de la manera más amable y convencional del mundo: -¿Puedo bajar un poquitito la ventanilla? Casi al unísono, Vilma y Alfonso responden afirmativamente, con la misma solicitud conque le acordarían a una pierna de cordero la autorización de entrar en el horno. La lluvia, el aire en el que nos desplazamos, la noche de invierno, la llanura invisible que estamos atravesando, ululan, silban, braman apagadamente cuando bajo un par de centímetros el vidrio de la ventanilla y unas chispas de agua helada, colándose por la abertura, vienen a estrellarse de tanto en tanto, contra mi perfil, sobresaltándome durante unos segundos hasta que me acostumbro a ellas y termino por encontrarlas agradables, lo mismo que al aire frío que renueva la atmósfera caldeada y llena de humo en el interior del auto. Yo había observado muchos anacronismos en el libro, digo con suavidad en voz alta, pero el estilo y la concepción general son tan de baja estofa que me pareció superfluo ocuparme de los detalles. Hay tantos errores por página que llevaría una vida repertoriarlos. Usted ha hecho un verdadero trabajo de hormiga. Alfonso no responde de inmediato, aunque por la agitación evidente de su silencio, me doy cuenta de que mi respuesta lo ha satisfecho, pero cuando se decide a hablar, su satisfacción se canaliza en un comentario elogioso que le dirige a Vilma, felicitándola por la destreza con que maneja el auto. Durante alrededor de un minuto entablan un diálogo convencional, un poco absurdo, sobre el tema, intercalando risitas y sobrentendidos, uno de esos dúos privados a los que ya empiezo a acostumbrarme, y con los que parecen celebrar en código el cumplimiento de algún designio planeado de antemano.