Ya no sabiendo más que inventar para seguir emborrachándose de sangre humana hete aquí como dicen que se les ocurre la apuesta de Pascal que traducida en términos corrientes vendría a significar más o menos lo siguiente:
Mire Tomatis le damos a elegir a ver qué le parece, por un lado le proponemos una estadía por tiempo indeterminado en un hotel de lujo, con pileta de natación de agua de mar en una estación balnearia de moda y al mismo tiempo le mandamos dos lindas tetonas de veinte años, una negra y otra blanca para que le hagan lo que usted quiera y las puede cambiar por otras cuando lo desee, el bar y todos los restaurantes están también a su disposición, y todo esto por supuesto a usted no le cuesta un centavo, corre por cuenta la producción; por el otro lado lo dejamos chapaleando con la mierda hasta el cuello lo cual no cambia nada de su situación actual y al primer gesto suyo que no nos guste lo agarramos a sopapos y en una de ésas se la cortamos en rebanadas; nos damos cuenta de que la decisión no es nada fácil pero francamente con la mano en el corazón usted qué elegiría.
Un publicitario de Dinners Club se haría echar a patadas si propusiese un argumento de venta tan grosero, y eso dejando de lado el hecho de que el que lo inventó era tan experto en la materia como lo eran los tres otros vivillos de los que hablaba hace un momento. Justamente el último de estos tres se sentó un día al lado de la estufa pretendiendo que a partir de ese momento iba a empezar a poner todo en duda, menos desde luego lo que es obviamente falso, no fuera a ser que si se atrevía a afirmar en voz alta lo que todo el mundo sabe en su fuero interno, lo agarraran a sopapos e incluso se la cortaran en rebanadas. Y todo eso con el fin de permitirle al general Negri y a sus cómplices tirar viva a la gente de los helicópteros, o fusilarlos sin juicio previo después de haberlos sometido por puro placer al tormento.
– En la puerta dentro de diez minutos entonces. ¿Anotó bien la dirección? -le digo a Vilma por teléfono, y antes de colgar miro mi reloj pulsera: son las dos en punto.
Parado en la vereda, compruebo que ya no llueve, pero las nubes color pizarra se acumulan en el cielo. Como los negocios están todavía cerrados, hay muy poca gente por la calle, pero sin duda a causa del frío, de la lluvia, y de los tiempos que corren, no habrá mucha más dentro de una hora, cuando los negocios empiecen a abrir. Detrás del vidrio de la ventana en la planta alta, en la vereda de enfrente, Berta me sonríe y me hace una seña con la mano en la que sostiene un vaso, como si estuviera brindando conmigo. Le contesto alzando la mano. Dejando el vaso en alguna parte detrás suyo, Berta se da vuelta un momento, y después abre la ventana y me dice algo. Como no la entiendo, me cruzo de vereda y le lanzo una sonrisa interrogativa.
– No -dice Berta. -Dónde vas con esta lluvia decía.
– Salí a ver si pasa alguna rubia en auto y me invita a subir. ¿Cómo está Mauricio?
– Loco como siempre -dice Berta. -Pero tranquilo.
– ¿Está ahí arriba? -le digo. -No -dice Berta. -Hoy fue al hospital. Dice que está preparando un informe secreto para las Naciones Unidas.
– Si por lo menos le hicieran caso -le digo.
– Cállate -dice Berta. -Vos sos más loco que él todavía.
El coche cereza dobla en la esquina, casi sin ningún ruido, y avanza despacio hacia nosotros, probablemente porque Vilma está buscando la dirección, pero ahora debe haberme visto parado en la vereda porque acelera un poco.
– Ese auto me gusta -le digo a Berta. -Le hago dedo.
Vilma, sin parar el motor, frena a mi lado cuando extiendo el brazo, y baja la ventanilla.
– ¿Viste? -le digo a Berta.
– Más loco que mi marido todavía -dice Berta y cierra la ventana.
– Parecían Romeo y Julieta -dice Vilma. -Me pongo celosa.
– ¿De veras? -le digo. Y, bajando a la calle, paso por delante del auto, abro la puerta, y me instalo junto a ella en el asiento delantero. En el de atrás, todavía está la pila desordenada de carpetas amarillas que anoche Alfonso, impaciente por saber si había leído sus anotaciones al best-seller de la década, dejó caer con negligencia. Arrancamos.
– Me causa un placer infinito este paseo -dice Vilma, aferrándose al volante y acelerando después de pasar la esquina.
– Infinito no significa nada -le digo. -Es un superlativo vago de mucho, que ya es la vaguedad misma.
Siguiendo mis indicaciones, Vilma toma en dirección al río. Y después de quedarse un momento pensativa, dice que no está de acuerdo, que no es un superlativo de mucho, sino una suposición, y vuelve a quedarse callada. Como si la ausencia de Alfonso disminuyera su aplomo, hoy está seria, un poco tensa quizás, aunque su familiaridad para conmigo da la impresión de haber aumentado por alguna razón inexplicable, la costumbre quizás, ya que desde hace más o menos cuarenta horas, cuando nos vimos por primera vez en la mesa del bar, hemos venido haciendo progresos espectaculares en lo relativo a nuestra intimidad, aunque, al fin de cuentas, no hayamos intercambiado una sola confidencia. Sin Alfonso parece otra persona, ni mejor ni peor que la primera, únicamente diferente, y no logro saber si esa diferenciación es voluntaria, pero me hace pensar en esos dúos cómicos de los espectáculos de variedades que, cuando actúan por separado, tratan de construirse un personaje completamente diferente al que interpretan en el binomio. Estoy por retomar la conversación interrumpida de anoche, cuando volvíamos del aeropuerto, pero como me demoro un poco tratando de encontrar un pretexto discreto para reiniciarla, es ella quién, adelantándoseme, vuelve a ponerla en el tapete: probablemente usted -es decir "yo", o sea "Carlos Tomatis"-está intrigado por el empecinamiento de Alfonso en demoler el libro de Walter Bueno que, dicho sea de una buena vez, no merece ni medio minuto de conversación, dice. Y después de una pausa en la que, con gran lentitud, se dedica a encender un cigarrillo, echar la primera bocanada de humo, y dejar el cigarrillo encendido en el cenicero abierto del tablero de dirección, agrega que también a ella la intriga, pero que, a decir verdad, aunque cree adivinar las razones, no puede admitir sobre la cuestión más que meras conjeturas. Cuando fue a verlo por primera vez a la distribuidora, uno de los primeros temas de conversación había sido La brisa del trigo, que Vilma había leído al llegar de vuelta de Europa, porque una amiga lo había recomendado, y, sin conocer la opinión de Alfonso, ella, Vilma,le había dicho lo que pensaba, es decir que se trataba de una inepcia incalificable, y a partir de ese momento, dice Vilma, Alfonso no volvió a dejarla escapar, y no únicamente la nombró, "asesora literaria de Bizancio Libros", sino que empezó a tratarla de convencer para que escribiera el artículo. Reina, el psiquiatra -Es amigo suyo, ¿no?-, le había hecho llegar a ella, a Vilma, mi artículo, y ella se lo había pasado a su vez a Alfonso quien, entusiasmado por la lectura, había sacado un montón de fotocopias que le distribuía a todo el mundo. Cuando empezaron a preparar el seminario en la ciudad, Alfonso le dijo que estaba pensando seriamente en proponerme la dirección "literaria" de la futura sucursal, y que si yo no aceptaba, iba a tratar de convencerme para por lo menos escribiera el famoso artículo. Vilma deja de hablar durante medio minuto, y después, girando de un modo fugaz la cabeza para tratar infructuosamente de encontrar mi mirada, me lanza la pregunta: Y usted, ¿lo va a escribir?
No le respondo. Acabamos de dejar atrás la avenida del puerto, y estamos entrando en el puente sobre la laguna, que desemboca en el camino de la costa y en la ruta a Paraná.
Ahora no hay más que pantanos desolados, ranchos dispersos, semiderruidos y desiertos, y el cielo vasto, increíblemente oscuro y bajo, aunque por ahora no llueve, que cubre la tierra chata hasta el horizonte lejano, el cielo tormentoso en el apogeo del invierno que, privándonos desde hace por lo menos una semana del espacio abierto en el que titilan los cuerpos luminosos que, insondables y periódicos, nos visitan, nos confina en nuestra bola exigua de fango en la que chapaleamos hasta que un buen día, por obra de la misma sinrazón que nos trajo a la superficie, sin haber entendido nada del tumulto al mismo tiempo interno y exterior, aniquilados, nos hundimos. Recién después del desvío a Paraná, que dejamos a nuestra derecha siguiendo por el camino de la costa, Vilma vuelve a formular su pregunta.
– No -le digo.
Sin dejar de mirar el camino vacío, Vilma asiente, varias veces, y enciende un segundo cigarrillo, aunque el primero, al que no le ha dado más que un par de chupadas, termina de consumirse, humeando todavía, en el cenicero del auto.
– En la próxima calle, doble a la derecha -le digo.
– ¿Calle? -dice Vilma. -¿Hay calles por aquí?
– Es arena -le digo. -Más transitable cuando está mojada.
Aminorando, nos internamos en el callejón arenoso. Desde la puerta de una casa de ladrillos sin revocar una vieja inmóvil contra el rectángulo negro de la abertura, nos mira pasar, y desde detrás de la casa, dos o tres perros salen corriendo y nos persiguen un trecho, ladrando sin convicción hasta que se cansan, casi de inmediato a decir verdad, y se vuelven trotando al rancho, con un aire de satisfacción pueril, probablemente habiéndonos olvidado en el instante mismo de darse vuelta, sin que les haya quedado más que seguro de su brusca agitación sensorial otra cosa que unos estremecimientos musculares y nerviosos cada vez más leves en las terminaciones remotas de sus cuerpitos tibios y palpitantes. Avanzamos un buen trecho, dando bandazos ligeros, agitando al pasar el agua de los charcos superficiales formados por la lluvia en los desniveles de la calle tortuosa, en la que no hay lugar más que para un solo vehículo, y dividida en dos a todo lo largo por una franja de yuyos grises que crecen entre las huellas y que, cuando son demasiado altos, chasquean, doblegándose, contra el paragolpes delantero. Al fondo de la calle, primero un espacio pantanoso y después un riacho, nos interceptan. Vilma frena y apaga el motor. Bajamos.
El cielo parece incluso más bajo y el aire está cada vez más oscuro.
No hay ningún otro ruido como no sea el chasquido de nuestros pasos entre los yuyos mojados y el sonido de nuestras voces, pero al cabo de un momento dejamos de hablar y nos detenemos, de modo que el silencioes total, y que me cuelguen si de golpe el mundo no se vuelve bruscamente real, compacto, denso, gracias tal vez a la escasez de elementos que lo componen, el espacio desnudo y pantanoso, cubierto de vegetación grisácea, el riacho de no más de veinte metros de ancho más luminoso que el cielo y que el aire, el cuerpo de Vilma, que se ha alejado inmovilizándose a cierta distancia y que refulge un poco envuelto en el impermeable blanco -comprado en Londres o en París sin la menor duda-, más irrefutable y nítido que la totalidad improbable de lo exterior, de la que pareciera ser, en este momento, la síntesis o el emblema. "Yo mismo" cobro a mi vez realidad, como si un cable desconectado, en alguna región ignorada o inaccesible entre los muchos paisajes sombríos de mi interior, hubiese vuelto, por puro azar, a hacer contacto. El auto color cereza abandonado en el extremo del camino arenoso, anacronismo lustroso y un poco chillón, parece incorporarse, por su forma o sus dimensiones, o a causa de su color quizás -mancha geométrica de un rojo vivo- a la monotonía verde y gris del paisaje, adquiriendo una vivacidad misteriosa, una vida nueva sin nada que ver con su utilidad, con su costo, ni siquiera con la acción de causa a efecto, de la que soy perfectamente consciente, y que ha venido a depositarlo en este punto y en ningún otro del universo ilimitado. Con pasos lentos, Vilma y yo caminamos todavía un poco, alejándonos uno del otro, y los dos del coche abandonado, reconcentrándonos en nuestro silencio, como si estuviéramos buscando el lugar óptimo para observamos mutuamente incluidos de un modo exacto en lo exterior donde vamos cobrando, segundo tras segundo, cada vez más densidad y nitidez. Ahora trato de imaginarme a mí mismo visto desde afuera, esforzándome, no sin nostalgia, sentimiento que desde meses no me visitaba, preguntándome cómo mi aspecto externo podría reflejar esta sensación inesperada de armonía que, igual que todo lo que aparece en este mundo, por puro capricho, me visita. Durante un minuto por lo menos, algo dentro de mí se vuelve fluido, fácil, fértil, y, cuando trato de aprehender con la mirada, en el lugar más pobre del universo, mi pertenencia a este presente que me acoge, benévolo, me saltan, inesperadas, pero de ningún modo bruscas, las lágrimas.