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– Ah, qué buena sorpresa -dice. – ¿Cómo encontró Rosario? ¿Siempre en el mismo lugar?

– Todo anduvo perfecto esta mañana, y esta tarde nuestro amigo Tomatis me sacó nomás a pasear. Fue espléndido a pesar del mal tiempo. Todo está arreglado para mañana, no se preocupe. Los medios están informados, y es casi seguro que tendremos la televisión. Y usted cuándo llega: ¿mañana a las diez? ¿Quiere que lo vaya a buscar? Ya sabe que soy su esclava. Regio, regio. Lo espero en el hotel entonces, con el desayuno. Le mando un beso. Hasta mañana.

Vilma cuelga y me mira.

– Alfonso -dice. -Llega mañana a las diez, para el lunch. Es un ángel.

– Estoy seguro -le digo. -¿De qué clase son sus relaciones con él?

– ¿Recién ahora se le ocurre preguntarlo? -dice Vilma con cierto desdén, mientras se da vuelta hacia la mesa de luz buscando el encendedor y los cigarrillos, como si quisiera dar a entender que el tema no es lo bastante importante para ella y que en cambio el interés que parece despertar en mí me descalificara ligeramente. Como en los cinco minutos que acaban de transcurrir en silencio, ha fumado plácida el mismo cigarrillo, sin olvidárselo en el cenicero para encender otro casi inmediatamente, deduzco que su respuesta, que ha dejado traslucir cierta reprobación, ha sido más una lección abstracta de moral -y probablemente de una moral a la que ella no adhiere- que la expresión de algún sentimiento o emoción que tenga que ver con nuestras relaciones. Y ahora que han transcurrido más o menos dos minutos más, Vilma, dejando deslizar con indiferencia su mirada por el cielorraso blanco, dice que Alfonso es el hombre más bueno del mundo – loco como una cabra eso sí- y que sería un error grosero de mi parte desconfiar de él o no tomar en serio sus proyectos. Alfonso ha puesto muchas esperanzas en mi persona, y cuenta conmigo para el artículo contra Walter Bueno y, dentro de unos meses, para la dirección de la revista. No debo confundirme, a pesar de su agitación permanente y de su propensión alcohólica, dice Vilma, Alfonso es una luz para los negocios, y ella, Vilma, tiene la impresión de que ha sufrido mucho en la vida y que, por ejemplo, nunca se repuso completamente de la muerte de Blanca -Vilma la llama por su nombre como si la hubiese conocido. Mucha gente en Rosario afirma que se suicidó, pero la versión de Alfonso es que fue víctima de un accidente doméstico, y que tomó veneno creyendo que era bicarbonato. Del período Walter Bueno ella, Vilma, no sabe nada, pero le parece obvio que, siendo lo que es, La brisa en el trigo no puede constituir de ningún modo una referencia. Alguien que no escribe bien, dice Vilma, no puede transmitir nada verdadero. En cuanto a ella, a Vilma, dice, ¿vale realmente la pena contar que se casó a los dieciocho años con el hijo de un industrial rosarino, que al año siguiente ya se había separado y que seis meses más tarde se había ido a vivir a Europa -Londres y Roma principalmente- y que, harta de los europeos, se había vuelto el año pasado para instalarse otra vez en Rosario? No, dice Vilma, no vale la pena. Mejor cuénteme algo usted. A ver, ¿en qué está trabajando?

– Será en otra ocasión -le digo, saliendo de la cama.

– ¿Ya me abandona? -dice Vilma. -Pensé que cenábamos otra vez juntos.

– Hoy sí que no puedo -le digo. -Pero nos vemos mañana a mediodía.

– Lo mato si no viene -dice Vilma, con total indolencia, mirando distraída a su alrededor como si estuviese buscando en qué ocuparse cuando yo haya salido.

Ya es bien de noche. Dejando atrás la entrada embanderada del hotel, me aventuro en la vereda con paso rápido, pegándome a la pared para protegerme de la lluvia, que es menos densa ahora que hace un rato, cuando llegamos en auto desde la costa. Como pronto va a ser la hora de la cena, o quizás a causa de la lluvia, o de los tiempos que corren probablemente, las calles están desiertas, y apenas si cruzo tres o cuatro coches y unos pocos transeúntes durante las cinco o seis cuadras que me separan de mi casa, y cuando estoy subiendo las escaleras, sacudiéndome el agua de lluvia del pelo y de los hombros del impermeable que me empiezo a desabrochar, puedo oír que en la televisión, en las primeras informaciones de la noche, están comentando la, como la llaman ellos, misa solemne de esta mañana.

De modo que cuando desemboco en el living puedo ver al general Negri que, en la primera fila de bancos, se persigna de cara al altar, en su uniforme de ceremonia, más convencido más que seguro queyo mismo de que ninguna presencia habita el altar, el recinto enterode la iglesia, el universo, que no hay otra cosa que el flujo a la vez continuo y discontinuo, neutro y arcaico, cuajando de tanto en tanto en formas tercamente repetitivas que, a causa de su absurda obcecación por durar se exponen, aguijoneándolo incluso a veces, en conflicto con la pretensión de su propio deseo, contradictorias, al tormento. Pero el living está vacío, y las imágenes coloreadas que se suceden mediante saltos luminosos que vibran en la semipenumbra entibiada por el calor de la estufa, fluyen a su vez para nadie, del mismo modo que las vibraciones sonoras del televisor, idénticas a las que deben estar resonando en todos los livings de todas las casas de la ciudad y quizás de la región, a su vez flujo electrónico continuo y discontinuo al mismo tiempo, no más habitado que el otro más grande que lo incluye, de sentido o de plan, pero igualmente distante a pesar de su proximidad ilusoria, irreal e inaccesible.

Brusca, mi hermana sale de su dormitorio.

– Justo acaba de llamar Alicia -dice. -Quiere hablarte.

Cuando me lo pasa, el teléfono está tibio, de modo que deduzco que mi hermana ha estado hablando un buen rato, con Haydée quizás, antes de conversar con Alicia.

– A que adivino lo que me vas a decir -le digo a Alicia. -Que no tengo que olvidarme de ir a buscarte mañana.

– Sí -dice Alicia, con tono severo.

– No me había olvidado -le digo. -No valía la pena llamar todos los días.

– Sí valía -dice Alicia.

– Bueno, valía entonces -le digo.

– A las siete en punto -me dice. -Un beso. Y cuelga. Su severidad ostentosa, bastante cómica en definitiva, me deja sin embargo una impresión de fragilidad a la que ella misma, estoy seguro, es ajena, pero me doy cuenta, cuando entro en la cocina iluminada, de que a pesar de todo ha logrado comunicarle esa ansiedad a mi hermana.

– Por favor no te vayas a olvidar -me dice.

Ahora que hemos terminado de comer y que sabe que me dispongo a subir a mi cuarto me lo repite, riéndose esta vez, como si la ansiedad de que ha sido contagiada, semejante a un alcohol liviano de efectos poco duraderos, ya se estuviese disipando. La oigo canturrear en voz baja mientras subo, en la oscuridad lluviosa, la escalera de la terraza hasta que por fin, cuando estoy arriba, caminando como de costumbre en la negrura hacia mi cuarto, ningún sonido me llega desde abajo. Me siento, por dentro y por fuera, compacto, apretado, tranquilo, bien exterior, hendiendo con mi cuerpo el aire negro y helado, la luz de adentro brillando fija y firme, un poco más clara que de costumbre, bien presente entre las cosas del mundo que, a pesar de haber sido borradas por la noche, no están menos apostadas a mi alrededor en su lugar de siempre, viajando en mi compañía, por un tiempo todavía, en el interior del inmenso desplazamiento. Y ahora, sentado ante el escritorio, después de haber empujado hacia el borde la carpeta amarilla de Bizancio, la página del diario con mi artículo, el ejemplar ajado de La brisa en el trigo lleno de anotaciones marginales y de rayas rojas, azules, verdes y violetas, abro la carpeta color ladrillo, estudio durante un rato los manuscritos y sacando una hoja blanca, me pongo a copiar.

THE BLACK HOLE

El astrónomo ausculta el firmamento explorando tenaz un agujero por el que, hervor vertiginoso y lento, pasa al no ser el universo entero.
Olvidado de sí, paciente, atento a la espiral de ese resumidero, no oye soplar contra su nuca el viento de un maélstrom más hondo que el primero.
Es cierto que el espacio es espesura y el tiempo esfinge donde el mundo aflora para un chisporroteo que no dura.
El que lo sabe sin embargo ignora que, mas grande, lo acecha otra negrura la que en sí mismo se abre y lo devora.

Me desvisto despacio y, apagando la luz, en la penumbra rojiza a causa de la resistencia eléctrica, me meto entre las sábanas frías y, cuando apoyo la cabeza en la almohada, me vienen a la memoria, porque sí, inconexos y vacíos de toda presencia humana, los lugares que he recorrido durante el día, desfile autónomo y sin orden lógico, demorándose en mí, de un mundo del que ya estoy ausente. Y, poco a poco, anticipando el sueño que se avecina, empiezan a intercalarse entre esas imágenes de las que tal vez, empleando una dialéctica sutil, podría probar su origen empírico, otras de las que es imposible determinar la fuente, paisajes desconocidos y grises que no tienen existencia real en ningún punto del tiempo o del espacio y que son tan intensos y nítidos como los lugares más familiares.

Que me cuelguen si ahora Bueno padre no está esculpiendo mi estatua en una posición demasiado teatral, excesivamente erguido y solemne, de la que me avergüenzo un poco, lo que no me impide discurrir con cierta pedantería, mientras estoy posando, sobre el punto y la línea: según mis ideas rebuscadas a las que Bueno padre, mientras trabaja, no les presta la menor atención, el mundo está compuesto exclusivamente de puntos y de líneas porque es a la vez continuo y discontinuo: el punto representa el espacio y línea el tiempo, y pontifico con delectación sobre la línea de puntos, sobre los átomos como puntos, sobre la frase considerada como una línea y el punto que la termina y la separa de las otras. Pero por más que me esmero en atraer su atención, Bueno padre sigue trabajando en mi estatua demasiado erguida y teatral, y parece ignorar a propósito mi discurso, con una sonrisa abstraída y ligeramente burlona, como si hubiese reconocido en mi discurso pedante una maniobra de seducción. Tratando de despertar por fin su interés, cambio de tema y empiezo a hablar del número dieciocho, afirmando que nadie en realidad sabe lo que es el número dieciocho, que conoce los signos que lo denotan, pero que de la cantidad en sí no sabemos nada, cuando unos ruidos extraños que parecen provenir de la habitación de al lado, empiezan a inquietarme. Ahora Bueno padre y la estatua han desaparecido y yo estoy inmovilizado en una camilla, en la penumbra, con una luz intermitente, fuerte, que me da en los ojos.