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Pero que me cuelguen si sumando lo secundario de todos mis casamientos el resultado no es un bulto demasiado pesado como dicen para ser arrastrado por un solo hombre. Mi primer matrimonio -el único legal a decir verdad- duró ocho meses, aunque puedo decir que cuando le estaba poniendo la alianza en el Registro Civil a mi mujer, en el mismo momento en que el aro de oro entraba en su dedito de porcelana, ya estaba percibiendo la irrealidad de la cosa, con su familia y la mía bien trajeadas, igual que los compañeros de facultad -mi madre y mi hermana más que seguro más que escépticas, mi padre no muy convencido tampoco de verme en el Registro Civil dos meses después de haber conocido a Graciela en el bar de la facultad, y la familia de Graciela menos todavía a causa de nuestra decisión de casarnos directamente por civil sin pasar por la iglesia. Hace más de veinte años de esto; yo todavía flotaba entre el vasto mundo exterior que me llamaba a su intemperie y la familia dispuesta a acordarme confort y protección a cambio de la promesa de no innovar, a caballo entre lo abierto y lo cerrado todavía, y el hecho de que Graciela, sentada sola en la mesa del bar de la Facultad, haya respondido con una sonrisa al movimiento significativo de cabeza que le hice al entrar al bar y verla, me llevó en línea recta desde la mesa del bar hasta la impresión nítida de irrealidad que me asaltó en el momento en que le metía la alianza en el dedito de porcelana -esa aceptación rápida de mi persona por parte de una chica de lo más bonita, de buena familia como dicen, por añadidura, y tal vez por encima de todo un poco más buena familia que la mía levantó, más que seguro, el espejismo. Los juegos de cubiertos, los veladores en falso rococó, las cobijas, expuestos en el salón durante la fiesta lo empezaron a disipar. Y cuando nos encerramos en el hotel más lujoso de la ciudad para pasar la noche de bodas antes de viajar a Bariloche al día siguiente, ya se había disuelto el sortilegio. No hubo modo de penetrarla -ni esa noche ni las siguientes-. Al cabo de unos diez días, harto del lago Nahuel Huapí, del bosque petrificado y la hostería bávara en la que nos alojábamos, atendida por una familia de refugiados nazis, y que me cuelguen si me equivoco, le sugerí que acortáramos el viaje de modo que, aterrorizada ante la perspectiva de tener que explicarle a la familia su primera desavenencia conyugal en pleno viaje de bodas, accedió a mantener la piernas abiertas y a abstenerse de esquivar la penetración con el movimiento instintivo de las nalgas que venía haciendo cada noche apenas sentía la punta de mi sexo en su hendidura. Que lo corten ahora mismo en rebanadas ese sexo al que me refiero si tenía la intención de hacerle el menor daño y si desde la primera noche no actué en todo momento con la mayor delicadeza y dulzura -no era miedo ni nada lo que tenía sino que le habían machacado tanto y durante tantos años con medias palabras y sobreentendidos desde luego que su virginidad era la carta máxima con que contaba en la lucha por la vida, que más que seguro se había identificado con ella y tenía miedo de perderse ella misma en lo indiferenciado si la perdía, de modo que mantenía su hendidura vertical bien obturada por dentro, por control remoto podría decirse, y aún con toda la buena voluntad que puso al final, y creo que cada vez que hizo el amor, conmigo en todo caso, era una verdadera tortura entrar en ella y yo terminaba, incluso ocho meses más tarde todavía, con la punta de la verga toda lastimada. En los ocho meses, fue incapaz de decidir si había tenido un orgasmo o no, ni si le gustaba o le disgustaba lo que hacíamos- hasta percibir que la manteca está rancia o el tiempo un poco más fresco que ayer hay que tener vida interior. Y a pesar de eso, a la semana siguiente de nuestra vuelta de Bariloche empezó a preparar un cuarto para los niños y almacenar ropa de bebé. A decir verdad no me hubiese importado mucho que no hiciésemos el amor si ella tenía miedo o no le gustaba -hubiese podido arreglármelas de otra manera si ella hubiese sido capaz de discutir conmigo la cuestión, pero el problema era que ella misma no sabía sí tenía miedo o no le gustaba; probablemente pensaba que al cabo de nueve meses de matrimonio la cigüeña deposita en una cama preparada para esta eventualidad el bebé comprado en París y que el papel de una buena madre consiste exclusivamente en comprar esa cama y tejer durante nueve meses ropita para el nene, del mismo modo que en la transformación de una de las habitaciones de la casa en un lugar de ensueño como dicen destinado a procurarle el máximo de felicidad a la personita adorable que la cigüeña dejará caer por la chimenea en forma inminente. Lo que el nacimiento podía implicar de sangre, esperma, pelos, gritos, garras, muerte, lágrimas se le escapaba y era inútil tratar de explicárselo -más de una vez, hablando con ella, a causa de la fijeza de su expresión, tuve la impresión extraña de estar hablándole a una muñeca, y ahora que pienso en ella veinte años más tarde, no puedo dejar de representármela como tal, el pelo rubio demasiado "pelo rubio", los ojos azules demasiado "ojos azules", la carne regordeta y dura a la vez, de un rosa demasiado "rosa", liso y brillante, sobre todo, aparte de la boca entreabierta en una sonrisa convencional, que a decir verdad acababa en los dientes blancos demasiado "dientes blancos", ningún orificio, ni poros, ni vagina, ni ano, ni orejas, ni fosas nasales, para permitirle algún tipo de relación orgánica con lo exterior. De tan convencional, se volvía inaccesible, inhumana, misteriosa, igual que si hubiese sido maciza, por dentro, de una sola pieza como se dice, sin la complejidad oscura de los órganos que orquestan, con su funcionamiento polirrítmico, para bien o para mal, la imprevisibilidad y la riqueza de las especies vivas.

Desde luego que no esperé la separación para procurarme en otra parte lo que buscaba en vano en ella cuando me concedía, con la expresión de estar diciéndome todo el tiempo No te preocupes, no voy a molestarte para nada mientras estés adentro, algún acto sexual, un cuerpo caliente que se estremeciese de verdad contra el mío o que, por lo menos, por razones profesionales o por pura cortesía, lo simulara. La voluptuosidad bien simulada es por otra parte mucho más gratificante que la genuina cuando a la genuina no se la expresa como es debido ya que, de todos modos, del goce ajeno no percibimos más que los signos exteriores, y sólo podemos tener teorías acerca de su existencia, igual que de los pensamientos de un perro – mi primera mujer podía muy bien ser una hoguera como se dice, pero los amoríos pasajeros obtenidos en los bailes de carnaval e incluso en la calle connotaban de un modo más inequívoco su combustión posible en la penumbra roja de los hoteles alojamiento. Y, hay que reconocerlo, es mucho más agradable ir a leer algo bien escrito o a comer una parrillada después de fornicar, que quedarse a esperar nueve meses a ver qué sale del lugar en el que uno ha entrado. La multiplicidad de parejas por otra parte disminuye la pobreza de este acto único, que muy pocas combinaciones y el cambio continuo de objeto puede procurar experiencias sensoriales comparativas, análogas a las justas poéticas en las que, a partir de un tema impuesto por el jurado, los distintos participantes nos deleitan no por la originalidad del tema, sino por el tratamiento singular a que lo someten. El interés viene de lo circunstancial -cosa que también puede suceder, no lo niego, aunque es más raro, si se lo hace siempre con la misma persona. La multiplicidad pone de relieve lo individual de cada una de las parejas ocasionales, los detalles que la vuelven única, momento irrepetible en el flujo perenne de la especie, concreción material individuada más presente, según los casos, a un sentido que a otro, dándole un tono diferenciado a las sensaciones. Forma, estímulos, sensaciones, emoción bien diferenciadas: la memoria los requiere para poder crear, por lo que dura una vida, la ilusión de un pasado empírico. A veces un solo acto sexual basta para fijarlos, a veces son necesarios muchos, y a veces, incluso, el deseo no satisfecho incrusta en la memoria experiencias imaginarias, apetecidas pero no realizadas, más imborrables que las verdaderas.

Que me cuelguen si para procurarse esa multiplicidad la condición de divorciado no deja de tener sus ventajas, en primer lugar porque aleja a "las chicas de buena familia que quieren constituir un hogar" como se dice, sin pasar por un poco de perversión, como Graciela por ejemplo, y después porque la búsqueda de la variación puede ser atribuida por los demás no al libertinaje, lo que me importaría a decir verdad tres pepinos, sino a las vacilaciones comprensibles del que "ha fracasado en un primer matrimonio", lo que puede estimular la curiosidad. Si podemos decir que la relación amorosa como la llaman es un intento de escribir de manera más satisfactoria la historia de la propia familia, puedo asegurar que en mi caso, refractario durante un buen tiempo a la novela-río, frecuenté a y durante años el género breve, la anécdota, el brochazo, el cuento con final sorprendente, la fábula, elinterludio cómico, e incluso el aforismo. Como en muchas otras disciplinas, la extensión media sin embargo es la que otorga más satisfacciones.

Que me la corten en rebanadas si hay la menor jactancia en todo esto: la actividad sexual está al alcance de todo el mundo -hombre o mujer, rico o pobre, feo o hermoso, joven o viejo- a condición de que se la desee, y nadie es responsable de su deseo, así que es igual de meritorio haber tenido muchas experiencias o no haber tenido ninguna -igual de meritorio que para la cebra ser rayada y para un planeta, pongamos el ejemplo aunque sólo lo conozcamos de oídas, girar. A causa de mi opción, misteriosa para mí mismo, por la cantidad, puede decirse que mi segundo matrimonio, siete años después del primero, resultó un efecto ineluctable de la estadística.

Marta fue en mi vida una distracción prolongada – lo primero que se me ocurre siempre de ella es que era un caballero. Distante, afable y un poco irónica hacia mi persona desde la mañana en que, después de una fiesta, nos despertamos en la misma cama, tenía la característica de no mostrar nunca sus emociones, de restarles importancia, lo que yo atribuí siempre a un equilibrio superior y a una cortesía desmesurada, hasta que su suicidio, por desavenencias con un imbécil, tres o cuatro años después de nuestra separación, me dejó entrever lo que hervía detrás de su expresión delicada.

Cuando se tiró bajo un tren, uno de nuestros amigos, ya no recuerdo cuál, lanzó el mot d'auteur como se dice, más wildeano que dostoyevskiano, de que el reverso de la ironía wildeana de Marta era de orden dostoyevskiano. En los cuatro años que vivimos juntos, no dejé de considerar ni un momento que era alguien que yo estimaba demasiado como para confesarle todas las traiciones, mezquindades y ambivalencia que reservaba para su persona, hasta que el día de nuestra separación caí en la cuenta de que a ella le ocurría exactamente lo mismo respecto de mí. Lo que yo atribuí a su ceguera, a su tolerancia y a su bondad, era a su culpabilidad que se lo debía. Todo esto sería cómico -lo es sin duda y, visto de cierta altura, ridículo e incluso inexistente- si no tuviese la certeza de que el hundimiento en plena existencia, la caída escaleras abajo, el agua negra y helada empapándome las botamangas del pantalón, empezó el día mismo de mi nacimiento, con el primer vagido ciego, la certeza de que cada uno de los malentendidos que, sin siquiera ser tenidos en cuenta, darían montones de argumentos de operetas y de comedias americanas, son como martillazos en la cabeza del candidato a hombre, a tal punto que, más que seguro, el estado natural termina siendo el aturdimiento, la somnolencia atravesada de tanto en tanto por manotazos de pánico, la neuralgia. A Marta le debo no únicamente esa lección, sino también mi matrimonio con Haydée.