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Eran amigas de infancia -provenían de la misma cuadra y del mismo magma sociológico, en el que sus familias tenían funciones complementarias, ya que el padre de Marta ejercía la medicina dos casas más allá de la farmacia, a la que los enfermos que salían del consultorio se dirigían del modo más espontáneo, sin siquiera haber tenido tiempo de guardarse la receta en el bolsillo. Fueron juntas a la misma escuela primaria, a la misma escuela secundaria y alquilaron juntas un departamento cuando se instalaron en Rosario para entrar en la universidad. En la distribución de roles, Haydée era la "seria" y Marta la "aventurera", Haydée la "idealista reformadora" y Marta la "escéptica"; desde chicas, habían decidido que Haydée estudiaría medicina para especializarse en enfermedades tropicales y Marta etnología, y que apenas obtuviesen sus diplomas se embarcarían para el África, pero al final de sus estudios universitarios Haydée había descubierto su vocación por la especialidad médica de la zona templada, el psicoanálisis, y Marta un campo de investigación no desprovisto de interés para un etnólogo, la literatura francesa. Simone de Beauvoir e incluso María Bonaparte, y más tarde Jacques Lacan, les servían de vasos comunicantes y siguieron juntas en Buenos Aires, hasta que Marta se fue a París -mariposa nocturna atraída por la luz centrípeta de l'Ecole Practique- y Haydée instaló su consultorio en Belgrano. No únicamente el correo, sino también la farmacéutica, en sus viajes periódicos al viejo continente, les servían de enlace. Hacia el norte, los bolsos Vuitton iban cargados de dulce de leche, de yerba, de chismes sobre ex compañeros de facultad, de flores secas de paraíso, y cuando volvían al hemisferio austral como le dicen, los textos estructuralistas -únicamente las grandes marcas- se frotaban en ellos con los pañuelos de Dior y los perfumes de Nina Ricci. Pero como al cabo de un tiempo sus padres murieron en un accidente, Marta se volvió a la ciudad. Y es ahí donde hago como se dice mi aparición.

La herencia familiar le permitía pretender que vivía de sus traducciones -la noche que la conocí había terminado un libro de Nathalie Sarraute que, lo supimos más tarde, ya había salido varios meses antes en una edición española. Al menos, que no me la conviertan en una especie de Pardo Bazán, se quejaba, riéndose resignada, con esa expresión tan suya que, me di cuenta después de su suicidio, no significaba como yo creía Al mal tiempo buena cara sino más bien No soy digna de otra cosa. Pensándolo bien ahora, el respeto distante hacia su modo de ser era de mi parte una crueldad, pero que me cuelguen si no hacía más que plegarme a una especie de pacto tácito al que ella misma me había inducido y según el cual, no únicamente para los demás, sino sobre todo para nosotros mismos, debíamos ser "divertidos", "cultos" e "independientes". Nos inscribíamos en la categoría "conscientes de la complejidad de las cosas", diferentes de lo que llamábamos, y los que sobrevivimos seguimos llamando, la horda o la conspiración religioso-liberal o estalin o audiovisual o tecnocrática o disneylandiana. De no haber existido Haydée, tal vez todavía hoy hubiésemos seguido juntos.

Antes de conocerla a través de las referencias de Marta y de algunas fotografías, ya tenía la certidumbre de que iba a acostarme con Haydée, por carácter transitivo quizás de la intimidad que había entre Marta y ella.

Había incluso empezado a desearla antes de haber visto sus fotografías, y cuando por fin vi una de ellas, la protuberancia en el labio inferior me inculcó una idea errónea, aunque persistente, de su moral sexual.

La inercia de la mía me hacía concebir su persona como un punto a alcanzar, atravesar y dejar atrás, por el movimiento uniforme conque mi deseo se desplazaba en línea recta hacia el infinito. Pero la primera vez que la vi, el movimiento se atascó y, de un modo inesperado, me enamoré, como se dice, de ella. Que me cuelguen con un gancho del prepucio y me hagan girar si después de los treinta años me esperaba semejante accidente, y en tanto que las razones de mi primer matrimonio fueron de orden sociológico, ya que la familia de Graciela era desde un punto de vista social más acomodada que la mía, y los de mi segundo de orden estadístico, ya que a fuerza de cambiar de pareja debía por la ley de la diversidad quedarme enredado con una de ellas durante cierto tiempo -con cada pareja se produce una especificidad y con Marta me toco la de la duración-, las razones de mi tercer y, esperemos, último matrimonio, se confunden en un magma borroso y se pasan al campo de su contrario, lo irracional, dejándome, tengo que reconocerlo, bastante maltrecho.

Todo esto forma -hay que darlo por seguro- un buen amasijo. La indiferencia aparente de Haydée, durante los primeros encuentros, en los que estábamos siempre acompañados de Carlos y de Marta, volvía, en razón de la imposibilidad de manifestarlo, mi interés exorbitante: más ella parecía ignorarme, más yo deseaba que reparara en mi presencia.

El delirio como lo llaman es lujoso en sus manifestaciones y, en comparación con el sentido común, abundante, y algo debe tener de bueno puesto que también pisotea como decía hace un momento la economía.

En las noches de verano que pasábamos los cuatro charlando y fumando en la oscuridad bajo los árboles, estaba todo el tiempo al acecho, tratando de percibir, en la silueta calma de Haydée, de la que adivinaba la boca por la brasa de su cigarrillo que se intensificaba a cada chupada, algún signo mudo, onda o estremecimiento, de connivencia. Y cuando nos separábamos, el beso convencional en la mejilla, que solía reforzar con una palmadita supuestamente prescindente en el brazo, buscaba, de un modo discreto, calculando casi cada milímetro de piel, la proximidad de la boca. No podía sacármela de la cabeza, imaginándomela a veces en actitudes diferentes y a veces en una misma estampa repetitiva que se interponía entre "yo" y mis pensamientos, y debo decir que, si esa imagen estimulaba el amor como se dice, no pocas veces generaba también, tan inmotivado como el primero y bien fuerte, el odio. A veces me imaginaba dominándola, moral y sexualmente, pero otras el desprecio de mí mismo me incapacitaba para todo sentimiento de supremacía. Me felicitaba por conocerla, incluso sin el provecho de la posesión, pero al minuto siguiente abominaba el haber nacido. Me la representaba por momentos casta y por momentos ramera. Y sin sospechar que ya para esa época Carlos había pedido y, para su satisfacción, obtenido la dispensa definitiva de la papesa Juana, me parecía que la lascivia más repugnante era la de acostarse con su marido. Tenía urgencia por acostarme con ella y al mismo tiempo tomaba la decisión de no hacer nada para conseguirlo. En momentos de exaltación celebraba el universo porque la contenía, pero unos segundos más tarde me la imaginaba muerta, desfigurada, en estado de putrefacción. En público acostumbraba a ironizar sobre su persona y sobre todo, sobre su profesión, pero en mis ensoñaciones me veía recostado en su diván, contándole mi vida íntima con docilidad. Me la representaba fornicando en las posiciones más viciosas, pero me costaba comunicar esas postales al plano genital, y si quería masturbarme por ella por más que me toqueteaba tenía dificultades para mantener mi erección, aunque cuando hacía el amor con otra, Marta o algún encuentro ocasional, era imaginármela a ella en su lugar lo que multiplicaba mi excitación. Algunas mañanas, al despertarme, hacía una especie de voto de castidad, que mantenía durante todo el día, lo que me daba un estado placentero y una opinión elevada de ella, del mundo y de mí mismo, pero a la noche, después de las primeras copas, terminaba, lleno de sensaciones turbulentas, en la cama de un hotel con la primera puta barata que se presentaba. Me sentía todo el tiempo observado por ella, juzgado en cada uno de mis actos en el momento mismo en que los realizaba, igual que si estuviese presente, y mantenía diálogos imaginarios con ella, componiendo mis frases y las suyas, una serie de sketchs, siempre los mismos, que iba puliendo durante semanas, así como algunas frases que pensaba decir en su presencia, construidas con cuidado, para producir en ella un efecto profundo, del que únicamente nosotros dos estaríamos al tanto, pero cuando llegaba el momento de pronunciarlas se me enredaba la lengua y me ponía a balbucear o me equivocaba en los términos, o no producía en ella ningún efecto, o ella no la oía o simulaba que no la oía. Dos o tres veces encontré algún pretexto para ir a Buenos Aires -ellos venían seguido a la ciudad para ver a esa mujer, la farmacéutica- pensando en llamarla por teléfono, pero las veces en que tuve el coraje de discar colgué apenas levantaron el tubo del otro lado y me pasaba dos o tres días esperándola en los lugares que me imaginaba que ella podía frecuentar, sin el menor resultado desde luego.

Su actitud impenetrable, por otra parte, me obligaba todo el tiempo al trabajo interpretativo: cualquier gesto, palabra o acto suyo podía significar cualquier cosa o contrario; el silencio con que recibía alguna de mis frases, en vez de ser neutro o vacío de significado desbordaba, más bien, de una multiplicidad de sentidos diferentes, complementarios o contradictorios que yo iba atribuyéndole sin decidirme en favor de ninguno.

Ciertas cosas que ella decía eran sometidas también a un análisis minucioso, palabra por palabra, aislando cada una del contexto y sopesándola con meticulosidad, tratando de penetrar su sentido último como se dice, y, después de haberlo encontrado, o de creerlo así, percatándome de un modo súbito que la frase en realidad estaba compuesta de otra manera y que era necesario recomenzar el examen. La entonación de un saludo, la dirección de una mirada, el modo de vestirse o de encender un cigarrillo, no escapaban al desmantelamiento analítico y mandaban siempre, por debajo de su apariencia contingente, algún mensaje secreto. Todo lo relativo a su persona me parecía, aún en los casos menos probables, intencional. El más inesperado de los encuentros por ejemplo, tenía a mi juicio las características evidentes de un hecho provocado. Toda circunstancia que nos ponía en relación, en contigüidad o en contacto, era la revelación de una afinidad segura entre la disponibilidad de Haydée, los pliegues espacio-temporales y mi propia voluntad. Durante un buen período tuve a la casualidad, piedra fundamental de mi filosofía por decirlo de algún modo, abandonada, en suspenso. Si Haydée llamaba por teléfono cuando Marta estaba ausente, eso se explicaba a mi juicio porque Marta no era más que un pretexto y yo el verdadero destinatario de la llamada, pero si al volver a casa una noche me enteraba de que Haydée había llamado a Marta mientras yo estaba fuera, no podía abstenerme de pensar que lo había hecho con la intención de no dar conmigo, por lealtad para con Marta o por miedo a traicionarse durante la conversación. No pocas de estas especulaciones se hacían a distancia, porque Haydée vivía todavía en Buenos Aires y pasaban muchas semanas entre cada encuentro. Un día bruscamente, Haydée se instaló en la ciudad y Carlos, mi tocayo, por razones de trabajo adujeron, siguió en Buenos Aires. Aunque viajaban todo el tiempo, los dos y en los dos sentidos, percibí con facilidad que como se dice se me hacía el campo orégano y, desde luego, la instalación de Haydée en la ciudad no presentaba desde mi punto de vista mayores problemas interpretativos -gracias a esa impresión durante un tiempo me pareció haberme liberado de ella, dándome por satisfecho con la confesión implícita que representaba su mudanza, pero al poco tiempo nomás las emociones recomenzarán, más fuertes que al principio ya que, con mudanza y todo, Haydée se volvía cada día más impenetrable. Nos veíamos todo el tiempo, pero siempre de a tres o, cuando Carlos estaba en la ciudad, de a cuatro, y de: a muchos también en reuniones más amplias.