Un altavoz invisible dispersaba sobre la ciudad las notas fuertes y puras de un vals. No conocía a su compositor. Ni siquiera me parecía escuchar una música. No era una orquesta, y las trompetas no eran trompetas ni los violines eran violines, pero si lo eran las voces de mis sentimientos. Y cuando se pusieron a cantar los instrumentos, cuando cantaron las maderas, todo quedó claro: eran los deseos, seguros bajo llave, que cantaban en voz baja en su cajita de madera, limitados por los confines de mi breve vida.
— Tú quieres vivir — me decía el desconocido compositor—. Mira lo que han hecho de ti esas pocas notas que firmé hace cien años, durante mi breve y penosísima permanencia entre los hombres. Escucha: a quien se le ha concedido poco tiempo, ama la vida con un amor más fuerte, más consciente. Es mejor no poseer y desear, que poseer y no desear. Amé mucho la vida y te transmito ese amor.
Luego bajó la voz:
— Y ahora escucha. En la misma brevedad de mi vida encontré la máxima felicidad. Sabes de qué hablo. ¿Y tú? ¿Nunca te ha estrechado la mano un hombre agradecido como para conmoverte el corazón? ¿Nunca has visto, dirigidos precisamente a ti, ojos llenos de lágrimas de amor?
Aquellos pensamientos me impresionaron. Nunca había sentido nada semejante. Sí, había amado, pero nunca vi tales ojos. No conocí una gran amistad, nunca merecí el agradecimiento de los hombres… Incliné la cabeza; ya no escuchaba la música, y las luces de la ciudad se apagaban a mí alrededor. Oí una sola cosa: un alegre tictac. Era el reloj, regalo del bandido, que cumplía su trabajo, contaba el tiempo, mis segundos:
— ¡Tienes toda la vida por delante! ¡Un año entero! ¡Apenas has nacido! ¡Ahora eres más joven que antes! ¡Corre hacia tu trabajo! ¡Todo está allí, la amistad y el amor! — Eché a correr, cogí un taxi.
— ¡Pronto, pronto, al laboratorio!
Y el taxista, embragando la tercera, se volvió, perplejo para observar al insólito pasajero.
Subí corriendo las escaleras. En el corredor, cerca de la estufa al rojo, dormía sobre una silla la vieja que se encargaba de la calefacción. La desperté a empujones, — ¡Pronto, pronto, déme todos mis papeles! Esta mañana le he dado una papelera llena…
— ¿Ahora se acuerda?
Empecé a gruñir y a escarbar entre las cenizas de la estufa.
— Lo he quemado todo…, todo. Arden bien…, no hay papeles que ardan así. Me he calentado tan bien que hasta me entró sueño…
— Tictac, tic… — cantó el reloj del bandido en mi bolsillo.
Apretando los labios, abrí la habitación de trabajo y empecé a llevar al taxi algunos aparatos. Había decidido trabajar de noche en mi casa. Y podía merecer el más alto reconocimiento de los hombres, pero aún no había empezado nada…
Al aparecer con un maletín bajo el brazo en nuestro alojamiento de solteros, encontré ya reunidas junto al televisor unas cuantas personas, las de costumbre.
— Entonces está decidido. ¡Los festejos se han aplazado! — rió el burlón.
Estaba manejando los botones del televisor. De pronto, sobre la pantalla aparecieron las piernas de los futbolistas. Todos los espectadores se inmovilizaron. Sus ojos fijos se hicieron más grandes de lo normal. Escuché el sonido de mi reloj y comprendí: si nuestro televisor funcionase continuamente durante dos mil años, estos cinco hombres permanecerían así, inmóviles, sin separar la mirada de la pantalla, y serían conservados para la posteridad como semillas de loto.
Aparté a alguno, junto con las sillas, para que no estorbasen el paso de mis cajas, llevé a la habitación todos los aparatos y despedí al chofer.
Mi lechuza se hallaba en el lugar de costumbre, más allá de la ventana. Ahora me dejaba indiferente. Desde mi habitación, una lamparita la iluminaba de lleno. ¿La veía con claridad? Me acerqué a la ventana. Durante un cierto tiempo nos miramos recíprocamente. Luego la lechuza se deslizó a lo largo del hierro, como hacen las de su especie, por entre las ramas del parque zoológico. Plegó su amarillenta garra, que parecía sembrada de manchas de cera, y se rascó con enorme rapidez el pico, al igual que las gallinas. Luego, tranquila, se encaramo verticalmente y fijó sobre mí dos círculos acerados, los ojos. Veía perfectamente a mi lechuza.
Volviendo en mí, abrí con celeridad las cajas y dispuse los aparatos. Cinco minutos más tarde mi habitación brillaba; gracias a cristales y niquelados, se había convertido en un laboratorio.
«¿Qué haré? —pensaba—. ¡Necesitaré por lo menos diez años!»
Intenté recordar algo de las notas quemadas en la estufa del laboratorio. Intenté escribirlas de nuevo, pero no lo conseguí.
— ¡Hubiesen acortado el trabajo a la mitad! — golpeé la mesa con el puño.
Vi entonces en el suelo la carta del bandido, que había dejado caer aquella tarde. No tuve tiempo de leer los últimos renglones, precisamente los que ahora se me ofrecían desde el suelo.
— Puedo serle útil. ¿Entendió lo que le he contado acerca del bandido? Si se lo pide a la mujer que tiene delante, le entregará el cuaderno donde he anotado, en secreto, sus ideas, las que durante dos años ha echado a la estufa. Deseaba aprovecharlas, ya que a usted no le servían.
— ¿Y dónde puedo encontrarla? — grité, también sin terminar la lectura esta vez. Pero al punto vi las palabras: «Su teléfono…»
Pocos instantes después estaba, como en la fábula, entre hombres a los que el televisor había hundido en el sueño, que respiraban rítmicamente con los ojos abiertos. Apoyando el aparato telefónico en la espalda de uno de ellos, marqué el número. Oí algunas señales y luego su voz.
Desde aquel momento empezó en mi nueva y breve vida, un nuevo capítulo. Se inició por mi culpa con malentendidos.
— ¡Dése prisa! — Estas palabras se me escaparon antes que me diera cuenta de su insolencia—. ¿Dónde está el cuaderno? ¿Por qué no me lo ha dado?
— No me lo ha pedido — contestó su voz—. Ni siquiera ha leído la carta. La nota decía…
— ¡Por lo visto usted no valora el tiempo! — se me escapó otra vez.
— Perdóneme…
El receptor enmudeció de golpe.
— ¿Por qué se calla? — Grité de nuevo—. ¡El cuaderno, el cuaderno!
— Ahora voy — respondió en voz baja y acariciante.
Al escuchar sus pasos, comprendí al punto que no era sólo el cuaderno lo que yo esperaba. Desde el instante en el que la había visto por primera vez, fui atraído por aquella mujer, lenta, insensiblemente, como una ramita es arrastrada gradualmente por el agua hacia una cascada. ¿Era yo quizá un segundo ramito dorado que se acercaba al orificio de la clepsidra, para caer como un relámpago en su fondo?
Entonces ella abrió la puerta y entró, serena, bellísima, no muy alta, con sus hombros torneados.
— ¡Te amo! — gritó todo lo que había de vivo en mí.
Comprendí que en mi nueva vida ya había terminado la infancia y estaba comenzando la adolescencia. Pero de pronto oí un golpecito en los cristales que me dejó helado. No tuve necesidad de mirar hacia la ventana. Todo estaba claro.
Apenas saludé a la mujer. Le arranqué el cuaderno de las manos y, volviéndole la espalda, lo abrí. Vi los esquemas, los apuntes y los cálculos que durante años había arrojado por doquier y quemado. Hojeé las páginas.
— ¡Ah! Trabajaré en el instituto y en casa; esto me dará otros dos años. Organizaré el trabajo de forma tal que los experimentos se desarrollen simultáneamente en más de una dirección, de día y de noche — exclamé.