— Es curioso, Radij — murmuró Carusin—. Un planeta calentado desde su interior sería un mundo al revés. No puede ser como el nuestro. ¿Cree que habrá vida en él? Las plantas no podrán existir, si no disponen de luz. ¿Y animales? En la Tierra hay animales que viven a oscuras, en las cavernas y en profundidades del océano. ¿Y en las formas superiores? ¿Podría haber formas superiores en las tinieblas eternas?
De repente estalló en una carcajada y me golpeó con una mano en el hombro.
— Haremos un nuevo viaje al cosmos, y podrá buscar su infra.
— ¿También usted, Pavel Aleksandrovic?
Se ofendió, entendiendo la pregunta a su manera.
— ¡Aún no soy tan viejo! No he cumplido todavía los ochenta y nueve años. De acuerdo con las estadísticas, la edad media del hombre es de noventa y dos y medio…
También yo me sorprendí cuando, seis meses después, el observatorio central lunar nos comunicó el descubrimiento de la primera infra.
De no ser por Pavel Aleksandrovic, quién sabe cuánto tiempo se hubiese tardado aún. Pero con ello había descuidado todo lo demás, incluso sus memorias. Su secretaria electrónica no había hecho más que escribir cartas a las organizaciones científicas y sociales, a sus viejos amigos cosmonautas, a los científicos destacados en la Luna, en Marte, en Júpiter, en lo o navegando en naves cósmicas de gran radio de acción. Presionó, insistió con mucho calor para emprender la caza de los soles negros.
Me asombraba la energía del viejo. Parecía como si sólo hubiese esperado una señal, allí en su casita. Tal vez era precisamente eso: esperar… Ahora su vida tenía ya un nuevo objeto; descubrir mundos, lanzarse otra vez al cosmos, buscar, descubrir…
Se descubrieron infras en la constelación de Lira, de Sagitario, de la Osa Menor, de la Serpiente… Pero la más próxima e interesante para nosotros fue localizada en la constelación del Dragón. La temperatura de superficie era de 10 grados sobre cero; la distancia era sólo de siete días-luz. Estaba sólo cuarenta veces más lejos que Neptuno. Un cohete interplanetario podía cubrir tal distancia en catorce años.
Y el cohete partió un año después. A bordo, los Varencov, los Juldasev, Pavel Aleksandrovic y yo. Sólo yo conozco las dificultades que debió superar el viejo para conseguir que las autoridades nos incluyeran en el equipo a él y a mí… A él, por su avanzada edad, y a mí, por ser demasiado joven e inexperto.
Los primeros días de vuelo se asemejaron en todos sus detalles a una primera excursión a Moscú. Fueron interesantes, pero conocíamos ya hasta los más mínimos detalles, cien veces leídos, cien veces vistos en el cine.
La Tierra apareció desde lo alto como un globo gigantesco que cubría el cielo. Gravedad cuadruplicada; luego, el milagro de lo imponderable. La Luna, un mundo blanco y negro con la cara picada de viruelas. Los saltos enormes del moderador, las sombras netas y negrísimas, los barrancos, el polvo secular. Todo cuanto había leído y me había imaginado, pero al verlo me quedé asombrado.
Después transcurrieron los días que los escritores no describen. Una cabina de tres metros por tres, literas, una mesita, un armario. Una puerta, la sala de mando con un telescopio, el cuadro de mandos, instrumentos, máquinas calculadoras. Más allá, los depósitos, la sala de máquinas y medio kilómetro de tanques llenos de combustible. Podíamos pasear a lo largo de los depósitos, o bien ponernos la escafandra y lanzarnos al espacio. Luego, otra vez la litera, la mesita, el armario. En resumen: una prisión.
Treinta años de absoluta segregación.
Tinieblas y estrellas, estrellas y tinieblas. El reloj de veinticuatro horas se detuvo, pues de otro modo nos confundiríamos. Ninguna diferencia entre el día y la noche. Afuera, estrellas, de día y de noche. Silencio. Calma. En realidad, volamos en estado de movimiento uniforme y rectilíneo. En una hora, cerca de un millón y medio de kilómetros; en un día, treinta y cinco millones. En el diario consignamos: «23 de mayo. Recorridos mil millones de kilómetros. — 1ero. de junio. Hemos pasado la órbita de Saturno.» Para celebrarlo, comida de gala. Canciones. Alegría. En realidad resulta algo convencional porque, tanto antes como después de la órbita, sólo existe el vacío. Veíamos a Saturno como desde la Tierra: como un pequeño punto luminoso.
Y Pavel Aleksandrovic, que inventa distracciones de todo género. Es un maestro para llenar las horas. Incluso así, en el cohete, nunca tenía bastante tiempo. Después del sueño, carga cósmica, por lo menos durante una hora. Es indispensable, de otro modo los músculos se atrofian por falta de peso constante. Paseo obligatorio en el espacio, control de las partes externas del cohete; luego, de las internas. Trabajo en el telescopio. Comida. Luego, dos horas dedicadas al dictado de sus memorias. Pavel Aleksandrovic me dicta a mí. Luego, lectura de microlibros. El Abuelo leía una hora exacta y dejaba el libro justo al sonar el último minuto. Un poco de juego y, también, a veces, algo de lucha para levantar la moral. «Hay que esperar el mañana con impaciencia», solía decir el viejo. Procuraba seguirle como podía, pues comprendí que era lo único posible para no debilitarnos, degradarnos. Primero llega la melancolía; luego, la pereza; luego, la enfermedad. Se descuida el trabajo y se olvidan las obligaciones. En el cosmos estallaban frecuentes tragedias: muchos se perdían, o a veces invertían la ruta.
Sólo hay un medio para salvarse de la melancolía: el trabajo. Pero es precisamente trabajo lo que falta. El control, las pequeñas reparaciones, no ocupan mucho tiempo. Me ocupaba de mi proyecto de reconstrucción de los planetas, pero ante todo para mi propia satisfacción. La Humanidad es una colectividad tan potente que por sí solos no se consigue vencerla. Después de un año de vuelo, mis conocimientos, para la Tierra, habían quedado anticuados.
Única ocupación racionaclass="underline" las observaciones astronómicas. Preparábamos un catálogo, medíamos las distancias entre las estrellas. Normalmente, se efectúa una triangulación. La base del triángulo es el diámetro de la órbita terrestre; los dos ángulos de la base se obtienen con la dirección de la estrella. Conocidos un lado y dos ángulos, se obtiene la altura, que es la distancia a la estrella. Pero con este sistema, los triángulos resultan afiladísimos, extremadamente alargados, los errores son grandes, y sólo es aplicable a las estrellas más próximas. Nuestra posición era mejor. Lejos mil veces más del Sol, podíamos medir las distancias con una precisión mil veces mayor. En una palabra, todas las estrellas visibles con el telescopio. Una fuente de ocupación para todo el viaje: medidas, cálculos, medidas, cálculos; luego, anotarlo todo en el libro mayor: «Número de catálogo tanto; categoría espectro AO; distancia siete mil ciento dieciocho años- luz.» Escribes y vuelve a ti la melancolía. Durante siete días-luz gastamos toda una vida y hay siete mil años-luz. Nadie llegará nunca con tales distancias a ese sol de la clase AO.
Aburrimiento, monotonía torturante y, a la vez, estado de alarma. Durante años no sucedió nada, pero cada segundo puede significar una catástrofe. En efecto, el vacío no está absolutamente vacío. Hay en él meteoritos, polvo meteórico. Hasta las nubes de gas, a nuestra velocidad, son peligrosas: es corno navegar por el agua. En el espacio hemos encontrado también zonas más densas, desconocidas por la ciencia. Al entrar en ellas, todo se desplaza, y se siente un peso en el pecho. El motivo no está claro. El polvo meteorítico roe la envoltura, ataca el metal y genera corrientes errantes. Así, poco a poco, todo se desgasta. Se descubren fugas de aire, los mandos no funcionan, los instrumentos no cumplen su cometido. Durante años no pasa nada, pero de pronto… Por eso siempre debe haber una guardia.
La tarea más pesada son los solitarios turnos de guardia. Te acuerdas de la Tierra. Desearías estar en un bosque o en un campo. Ver florecer las margaritas, escuchar el canto de las alondras. Desearías estar en medio de la gente, en el Metro, en un estadio, en un desfile. Quisieras escuchar la bulla, y no este rimbombante silencio; codazos, multitud, mucha gente, gente desconocida, y mujeres, y chicas. Cerré los ojos: la Plaza Roja, el Kremlin, banderas rojas… Los abrí: la litera, la mesita y el armario.