Así un día tras otro, un mes tras otro. Éramos seis en el cohete. Para cada uno, dos años de guardia y cuatro de sueño. Un sueño artificial, claro está: hibernación. No se hace solamente para ventaja nuestra, sino, sobre todo, por economía. Durante los dos tercios del viaje, la dotación duerme, no come, no bebe y casi no respira. En cuanto salimos del sistema solar y el espacio se hizo más puro y disminuyó el peligro de choques, cuatro de nosotros se prepararon inmediatamente para dormir. Primero, tres días de ayuno; luego, la narcosis… el agua helada. La temperatura del cuerpo disminuye poco a poco, llega hasta dos grados sobre cero, y el hombre se queda como una piedra. Luego se le mete dentro del termostato, una caja de cristal con regulación automática de la temperatura. Se precisa una gran exactitud. Si la temperatura es demasiado alta, las bacterias vuelven a activarse; si es demasiado baja, la sangre se hiela y los cristales lesionan los tejidos. De esta forma, con los camaradas petrificados al lado, más allá de la pared de cristal, comes, bebes, haces cálculos, respiras. Y cuando llega tu turno de dormir no sientes nada. Sólo al principio la cabeza te pesa un poco a causa de la narcosis. Luego, todo se vuelve negro… Luego, una llama de luz. Han pasado cuatro años y te están devolviendo a la vida. Es el momento más peligroso, porque el cerebro ha descansado, el pensamiento es extraordinariamente límpido y la curiosidad grande: ¿Dónde estamos? ¿Quéha sucedido durante estos cuatro años? Tienes unas ganas enormes de ponerte a trabajar. Pero durante cuatroaños, el corazón casi no ha latido y no puede cambiar repentinamente de régimen. Por ejemplo, yo soporté bien el despertar, pero el Abuelo sintió mucho malestar. Es viejo y tiene el corazón gastado. En el primer sueño se portó bastante bien, pero después del segundo tuvo desvanecimientos, dolores agudos en el corazón y en el hombro derecho. Ajsa, nuestro médico, debió cuidarle durante cuatro horas, diagnosticando luego que no soportaría otra prueba semejante. El viejo deberá, probablemente, estar despierto durante los catorce años de nuestro regreso…
… Catorce años de viaje, hasta que llegó el momento en que pudimos contemplar nuestra meta: un circulito negro que tapaba las estrellas. Habíamos llegado con precisión; los astrónomos terrestres no se habían equivocado. Pero no previeron una cosa: el infra del Dragón no era un cuerpo único, sino doble. Existían dos soles negros: A y B. A era más pequeño; B, un poco más grande. A, más próximo a nosotros; B, un poco más alejado. Un «poco» cósmicamente hablando, porque la distancia que los separaba era mayor que la de la Tierra a Saturno.
Temblábamos todos de impaciencia. Pavel Aleksandrovic en particular, pese a no demostrarlo. Ya tenía dispuesto todo el equipo de los contactos inter planetarios: señales luminosas, proyectores infrarrojos. También había un alfabeto con cuadritos en relieve y una colección de figuras geométricas.
Llegó el día solemne del encuentro.
Por la mañana empezamos a frenar. Volvieron a aparecer lo alto y lo bajo, cosas olvidadas en el aire cayeron sobre el pavimento. A mediodía, la mancha negra de la infra empezó a crecer sensiblemente, a apagar las estrellas una tras otra. Por fin nos encontramos frente a un gran plato opaco. Nos detuvimos, convertidos provisionalmente en un satélite artificial de la infra.
Imaginen nuestra desilusión. Los astrónomos terrestres cometieron un pequeño error. Habían calculado la temperatura de la superficie en diez grados sobre cero, cuando en realidad era de seis bajo cero. La atmósfera era rica en gases: metano y amoníaco, como en Júpiter; ácido carbónico, como en Venus; mucho hidrógeno y vapor de agua en nubes densas y compactas. Bajo ellas se abría un océano helado; hielos, nieve, glaciares. Espesor del hielo: decenas y centenares de kilómetros. Lo supimos gracias a las explosiones.
No valía la pena viajar catorce años para ver una vulgar noche ártica…
El Abuelo estaba completamente abatido. ¡La última tentativa, fracasada! ¡El sueño de toda una vida no se había realizado!
Decidimos visitar luego la infra B.
A primera vista parecía la cosa más natural del mundo. Estábamos allí, ¿por qué no hacerlo? Pero el cosmos tiene sus leyes. Allí todo depende del combustible. En la Tierra, la duración del viaje, los kilómetros recorridos, dependen del combustible; en el cosmos, sólo la velocidad. No se consume siempre, sino sólo en la salida y la llegada. Ir a la segunda infra significaba retrasar el regreso en tres o cuatro años. No deseábamos invertir más tiempo en el viaje, pero cuando se queman treinta años de vida, tres más, tres menos, tienen un valor relativo. Ninguno de nosotros quería dar media vuelta dejando un mundo inexplorado.
Durante cerca de un año navegamos hacia la infra B. Vimos otra vez cómo la pequeña mancha crecía y se transformaba en un círculo negro como el carbón. Nuevamente frenamos, adoptamos una órbita circular y enviamos al explorador automático a las tinieblas. La oscuridad no era esta vez completa, sino surcada por relámpagos, probablemente debidos a temporales. Sobre la pantalla eran visibles los contornos de las nubes. Por radio, el explorador automático comunicó: temperatura del aire, + 23°. Quizá éste era el motivo del error de nuestros astrónomos. Los rayos emitidos por los dos cuerpos, la infra A y la infra B, se confundían en el espacio: la medida resultaba alrededor de + 10 % próxima a la realidad.
Tampoco nuestros cálculos debían ser completos, porque el cohete explorador cayó y se hundió. En el último instante vimos en la pantalla del televisor una superficie líquida con profundas olas oblicuas. Enviamos un segundo cohete, que dio varias vueltas alrededor de la infra. Vimos nubes; vimos lluvia, perpendicular y no oblicua, como suele ser la de la Tierra, con gotas más pesadas. Vimos de nuevo las olas, mares por todas partes, sólo mar, ni siquiera una isla. Océano en el ecuador y océano en los polos. Era lógico, porque la infra posee calor interno y el clima es igual en todas partes; los polos no están fríos.
Ningún continente, ninguna isla, ninguna cima volcánica. Océano, océano, solo océano…
¡Y nosotros que pensábamos encontrar, al igual que en la Tierra, océanos y continentes! Porque los seres racionales se pueden desarrollar sólo en tierra firme. También esperábamos estudiar el océano, pero partiendo de la tierra firme: recorrerlo y descender hasta el fondo con una pequeña batisfera. Pero nuestra astronave estaba adaptada sólo para posarse sobre tierra firme.
Este es el círculo negro que se sitúa entre las estrellas, plato opaco de bordes turbios. Las estrellas se apagan por un extremo para reaparecer por el otro media hora después. Constelaciones conocidas, aunque más luminosas y con dibujos nuevos, complejos. En una hay una estrella de más, nuestro querido Sol. Pero no miramos al Sol, no es el encaje de las estrellas lo que nos atrae. Nuestras miradas están fijas sobre el círculo negro, aunque no se pueda distinguir nada en la profunda oscuridad, ni a simple vista ni con el telescopio.
— ¿Nos vamos? — preguntó el Abuelo. Es la centésima o la milésima vez que hace esta pregunta. Sí, debemos partir, no hay otra solución. Nos hemos exprimido el cerebro sin resultado. Hay que partir, sin haber descubierto casi nada.
— Queda una solución — dice el Abuelo. Miramos al jefe con perplejidad. Ajsa es la primera en comprender.
— ¡Nunca! — grita—. ¿Pretende descender con la batisfera?
Todos estamos agitados. Sí, es posible descender con la batisfera, pero no regresar con ella. El explorador automático no puede despegar. La batisfera se quedaría allí abajo para siempre…, y con ella, su tripulante.