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— No lo permitiremos — insistió Ajsa.

El Abuelo se encogió de hombros:

— Ajsa, tiene usted los clásicos prejuicios de los médicos. Cree que el hombre sólo tiene derecho a morir por causa de una grave enfermedad. Pero nosotros, los hombres del cosmos, tenemos nuestra propia manera de rendir las cuentas de nuestra vida. La medimos por hechos y no por años.

— ¿Con qué fin? — preguntó Rachim—. Hay que trabajar con coherencia. Volvamos a la Tierra., informemos. La próxima expedición vendrá equipada para estudiar el fondo…

— ¿La próxima? ¿Cuándo? ¿Dentro de treinta años?

Tolja Varencov quería levantarse, proponerse a sí mismo. Galja le agarró de la manga. Insistí en mi candidatura.

— Está decidido — afirmó el Abuelo—. No perdamos el tiempo en discusiones inútiles. Os ordeno que se inicien los preparativos para el descenso.

Estábamos ultimando los preparativos y aún no lo creíamos. Llegó la tarde del despegue. El viejo capitán hizo preparar una cena de despedida, y él mismo dispuso el menú. Proyectamos nuestra película favorita, un documental, Las calles de Moscú. Luego escuchamos la Novena sinfonía de Beethoven. Al viejo le gustaba porque era tumultuosa e invitaba a la lucha. Bebimos champán. Luego cantamos una canción, nuestro himno cósmico. De autor anónimo:

Para sondear el infinito hará falta una eternidad. Antes de que el viaje se acabe el capitán nos dejará. ¡Pero allí, en el infinito, hallaremos a la Humanidad!

Ajsa lloraba, y también Galja. Un poco ebrio, pregunté:

— ¿No tiene miedo, Pavel Aleksandrovic? Y él contestó:

— Sí, Radij, tengo mucho miedo. Pero lo que más me asusta es que todo esto no sirva para nada. Tal vez lo único que lograré ver serán aguas negras…

Le tomé de la mano:

— Pavel Aleksandrovic, tiene razón, quizá no haya nada. ¡Renuncie!

Y ya sólo somos cinco. En silencio, con los labios apretados, lloramos ante el altavoz. Un zumbido, un pitido, un golpe, un grito. La atmósfera de la infra está saturada de electricidad: son parásitos.

Al fin, la voz tranquila de Carusin se deja oír a través del ruido de las descargas. El Abuelo está aún con nosotros. En la cabina resuena la familiar voz baja, ronca.

— He apagado el proyector — explicó—. La oscuridad no es absoluta. Rayos y relámpagos continuos, breves y ramificados. Se divisan nubes planas, como en Júpiter; están rasgadas. El aire es denso. En los márgenes de las corrientes hay fuertes torbellinos.

Algunas palabras, a veces frases enteras, se pierden. Luego empezamos a oír mejor.

— El aire se hace más transparente — continúa el Abuelo—. Veo el mar. Superficie negra como el carbón. Olas no muy altas, parecen encrespaduras. Desciendo lentamente, el aire es muy denso. Gravedad fortísima. Me resulta difícil moverme. Hasta la lengua me pesa.

De pronto, una exclamación de alegría.

— ¡Pájaros! ¡Pájaros espléndidos! Otros más, otros… ¡Tres juntos! Han desaparecido en un instante. ¿Los han visto en el televisor? He logrado verlos. Son de cabeza redonda, cuerpo grueso, alas pequeñas, vibrantes. Me parece que se asemejan a nuestros peces voladores. Tal vez sean peces voladores y no pájaros. Pero volaban a bastante altura.

Una fuerte caída. Silencio.

— ¿Han oído? He entrado en el agua. El impacto ha sido fuerte, pero no importa. He apagado la luz. Me acostumbro a la oscuridad.

Poco después:

— Me hundo lentamente, unos dos metros por segundo. He encendido de nuevo el proyector. Veo un espectáculo extraordinario. Torbellinos, olas, bancos. ¡Cuántas cosas! Parecen pequeños cangrejos. Cuanto más bajo, más aparecen. En la Tierra sucede lo contrario: en las profundidades, la vida disminuye. Pero es a causa del calor: allí viene de lo alto; aquí, de abajo.

«¿Y esto qué es? Largo, negro, sin cabeza, sin cola. Ballena, cachalote. Es veloz, deja una estela de luz, tiene una fila de puntos luminosos en el costado. Parecen ojos de buey. ¿Será un submarino? Hago señales con el proyector: dos-dos-cuatro, dos-tres-seis, dos-dos-cuatro.

«No me hacen caso. Ha desaparecido a la derecha. Ya no lo veo. Otros monstruos más; son como un cruce entre la tortuga y el pulpo. Pero tienen únicamente cinco tentáculos: uno detrás, a manera de timón, y los otros, dos a cada lado. Las extremidades terminan en gruesas ventosas. Parece un fanal. El dorso está cubierto con un escudo. Tienen los ojos saltones, sobre tallos móviles, la boca de trompa. Puedo dar todos estos detalles porque uno avanza hacia mí. Aquí está. Ahora mira por el ojo de buey. Es horrible; tiene una mirada inteligente. La pupila, con un cristalino y el iris fosforescente. Emite una luz verdosa, como los ojos de los gatos. He leído que los pulpos terrestres tienen una mirada humana, pero nunca los he visto y no puedo comparar.

«El proyector ilumina el fondo. Está cubierto de algunas raíces nudosas. Parecen corales o nenúfares. Veo gruesos troncos, tienen ramas de las que cuelgan cálices dirigidos hacia abajo; algunos parecen apoyados en el fondo. Los cálices de nuestros nenúfares están dirigidos hacia arriba para recibir el alimento que se hunde en el agua. Pero éstos, ¿qué buscarán en el fango? ¿Restos descompuestos? De todas formas, no todos tocan el fondo. ¿Buscan calor tal vez? Entonces son plantas. ¿Plantas sin luz? Imposible. Pero la luz existe: son rayos infrarrojos. ¿Es posible que la energía suministrada por los rayos infrarrojos pueda producir albúmina, escindir el ácido carbónico? Es poca y habría que acumularla. Pero también las hojas verdes de la Tierra acumulan energía. En efecto, son sólo los rayos luminosos los que descomponen el ácido carbónico.

«Estoy detenido — continuó, poco después, el viejo—. He encallado en los matorrales del fondo. Puedo mirar con calma. Estoy cada vez más convencido de que debajo de mí hay plantas. Ahora pasa un pez grueso, sin cabeza. Huye aterrado. Otro, largo, con dientes, lo aferra, se lo lleva hacia arriba. Aquí, sin duda, la corriente de la comida va de abajo a arriba. Los pájaros luminosos son el último eslabón.

Oímos un estruendo y varios sordos golpes metálicos.

— La batisfera se ha movido — explicó el Abuelo—. Alguien la ha cogido y la arrastra. No logro ver lo que es. Delante del ojo de buey no hay nada. El fondo está en pendiente, cubierto de vegetación. Pero, es extraño, las plantas están dispuestas en líneas rectas, como en un huerto. Veo algo muy grande que se mueve lentamente, arranca las plantas de raíz y las engulle como un monstruo voraz. No veo bien… Esa especie de máquina viva desaparece ahora por un lado. Ahora diviso una cadena de escollos. Paso por encima. Un abismo… La batisfera desciende, la presión aumenta. ¡Adiós! ¡Recuerdos a Moscú!

Silencio. Un segundo más tarde, de improviso, ungrito:

— ¡Una grieta!

Oímos unos golpes, siempre más frecuentes. Parece que el agua penetra en la cabina.

—¡Oh!…

La columna de agua debió arrollarle. Le oímos decir aún, precipitadamente:

— En el fondo… Construcciones… Una ciudad… Calles iluminadas… Una cúpula… Esferas, torres flotantes… Veo unos seres extraños… Por todas partes… Tal vez sean…

Una caída, un grito de dolor…

Luego, un silbido y el rumor de los parásitos.

Cinco hombres, en profundo silencio, miran el círculo negro, aunque es imposible ver nada en él, ni a simple vista ni con el telescopio.

— Volveremos dentro de trece años — dice Tolja Varenkov.