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— ¿Por qué esa prisa? — preguntó la mujer, viendo con cuánta precipitación conectaba los cables conductores y preparaba los aparatos.

— Me queda muy poco… — dije. Y corté la frase—. La vida es breve, el trabajo largo. Tengo prisa.

Puse todos los aparatos en funcionamiento, alegres luces se encendieron entre matraces y retortas, por los tubos de cristal corrieron burbujas de ebullición, tierras raras empezaron a fundirse en los crisoles.

Mi lechuza dormía fuera de la ventana, con la cabeza escondida bajo el ala. Decidí comprobar una cosa, disipar mi última duda.

— ¿Qué hay allí afuera? — pregunté de improviso a la mujer, señalando a la lechuza.

Apenas hube pronunciado esas palabras, que el inmenso pájaro levantó la cabeza y movió con celeridad las lentes amarillas de sus ojos. La mujer se acercó a la ventana y apoyó la frente en los cristales, protegiéndose los ojos con ambas manos.

— No hay nadie — dijo, sonriendo.

Luego calló. Sus ojos me siguieron atentos. Se mordió el labio como golpeada por una imprevista revelación.

— No hay nadie — repitió—. ¿Ha visto a alguien? ¿Le siguen?

20

— Eso quiere decir que no hay nadie — contesté evasivamente. De golpe, ella, ¡ella! me hizo una pregunta que me asombró.

— ¿Por qué ha cambiado de habitación?

Perplejo, me estremecí, pero guardé silencio. Ya estaba dominado por la nueva disciplina. Giré la manivela de mi vieja calculadora, había que hacer algunos cálculos. La mujer no me quitaba los ojos de encima.

Una hora después no resistió más y se puso a reír suavemente.

— Dígame, al menos, hacia dónde se dirige…

— ¿Adonde? Una persona que conoce muy bien, ya se lo habrá explicado…

— Sí, en efecto… A-. —Bien, voy en la misma dirección. He vivido una vida entera y no he hecho nada hasta ahora. Sin embargo, podría ofrecer algo a la humanidad. No tengo lugar en la tierra mientras un hombre agradecido no me haya estrechado la mano de una forma que conmueva al corazón. Trabajaré para él. Cuando llegue, será un día feliz.

Mis palabras parecieron gustarle. Tras una pausa, continuó:

— ¿Por qué pierde el tiempo? No se le parece. Además tiene usted a su disposición una calculadora nueva, perfecta.

Tampoco le contesté esta vez. Ella me tomó de la mano y me condujo hacia la puerta.

— ¿Qué pasa? — y me detuve.

— No pierda el tiempo — insistió ella, imitándome—. No tenga miedo. ¡Puedo hacerle ganar tiempo!

Me guió hasta el apartamento antiguo, el que hasta hacía un mes había habitado mi extraño compañero. Tomó una llave, abrió la puerta de la habitación, encendió la luz y se volvió escondiendo una sonrisa. Yo, por el contrario, no pude ocultar mi alegría. La habitación contenía novísimos, costosos aparatos, exactamente los que necesitaba. Empecé a examinarlos, a manejarlos, olvidando por completo a mi compañera.

— ¿No le da vergüenza? — Escuché de pronto su voz—. ¿Pretende no haber visto nunca estos instrumentos?

— ¿Qué quiere decir? — pregunté, brusco.

— Habrá visitado alguna vez a su compañero — contestó ella evasivamente—. ¿Tampoco ha visto esto?

En el alféizar, en un acuario, crecía una gran flor blanca desconocida, de intenso perfume. La mujer me hizo observarla. Parecía como si me sometiese a un examen. Entonces recordé.

— Es un loto. Ha crecido de una semilla que ha permanecido durante dos mil años en una tumba…

— Exacto — exclamó ella, triunfante— Le doy sobresaliente. ¿Y ésta, la conoce?

Me enseñó una calculadora modernísima, como nunca me habría atrevido a soñar. Aquel aparato podía sustituir a toda una oficina de operadores dotados de calculadoras normales.

— ¿Puedo utilizarla? — no supe contenerme.

— ¡Está perdiendo el tiempo! — levantó ella la voz, repitiendo una frase no sé si mía o del bandido—. ¡Naturalmente, todo esto es suyo! Todos los instrumentos. ¡Incluso el loto!

Me pareció ofendida por algún motivo.

— Ya comprendo — prosiguió recelosa—. Ha cambiado de cara, de voz, por lo tanto debe cambiar también de habitación. Para que nadie sepa, nadie hable… Ni siquiera los amigos…

¡Debería haber meditado aquellas palabras! Pero como ya he dicho, estaba distraído por la nueva disciplina que había transformado mi mente. Decidí no darles importancia.

En una sola noche mi trabajo dio un gran salto hacia adelante. Me convencí de que mis viejas suposiciones eran exactas. A ese ritmo en unos ocho meses obtendría el primer resultado, y con él pondría en actividad a todo el instituto. ¡Los escépticos se verían obligados a deponer las armas!

Insensible a cuanto me rodeaba, lleno de las más fantásticas esperanzas, entré al día siguiente en nuestro laboratorio. Desde la puerta oí un alegre rumor. Adiviné que mi eterno adversario S. debía ya haber respondido a mi artículo.

— ¡Qué temperamento! — exclamaba irónicamente nuestro director.

Del círculo de mis incondicionales surgía y se amortiguaba, con cada palabra mía, una ola de voces alegremente amenazadoras.

Todos estaban reunidos alrededor de mi mesa. El director se reía y para completar tan hermoso cuadro faltaba sólo el escribano con la pluma sobre la oreja, es decir, yo.

— Bien, querido boxeador, ahora le toca a usted — anunció el director y puso sobre la mesa un recorte de periódico.

Los asombré a todos. Ni siquiera leí el artículo de S., que ahora me parecía un ingenuo inofensivo. Ya no se me inflamó la sangre, que ahora ardía en otro fuego muy diferente. Lo aparté como una mosca. Y debo decir, recordando los acontecimientos, que S. continuó aún largo tiempo publicando artículos destinados únicamente a mí. En una nota decía que yo guardaba un púdico silencio, en otra que me había puesto los lentes del villano, que me escondía tras las matas, que escondía la cabeza como el avestruz. Hacía quiquiriquí desde lejos y batía las alas para inducirme a continuar la lucha.

Al ver que apartaba el recorte, mis compañeros se cambiaban unas miradas.

— ¿Pero eres el mismo? — preguntó atónito el burlón—. ¡Miradle, parece que ni siquiera se ha afeitado! ¡Amigos, ha tirado el abrigo sobre la silla! Veamos… Veamos… Le faltan dos botones… ¿No les parece una suplantación de personalidad? Si se parece vagamente al otro…, al que se sentaba a su lado…

Y lanzó una mirada significativa a la silla del bandido.

Era verdad, yo había cambiado bruscamente de carácter. Me había convertido en otro hombre. Había olvidado como por encanto las actitudes de gran científico, ya no hablaba con sonsonete, ya no mariposeaba en torno a tonterías. Había emprendido el gran vuelo, me hallaba en éxtasis. Se había despertado en mí un consciente deseo de vivir y aunque sea raro decirlo, se había modificado mi concepto del placer.

¿En qué gozaba? En mirarla continuamente a ella. Se había instalado definitivamente en mi habitación, trayendo consigo un catre plegable, y trabajaba día y noche en los aparatos. No sé incluso si dormía. Y yo disfrutaba observándola desde lejos sentado en el taburete, fascinado por la curva de su cuello y de la cabeza inclinada. Parecía una joven madre china con su niño.

Y mirando aquella curva de la cabeza, del cuello y de la espalda ondulante, aquel arco acariciable y levemente grácil que, por sí solo me permitiría reconocerla en cualquier parte, soñaba. Hubiera querido que se girase, que volviese su mirada. Adivinaba siempre mi tácita orden, se giraba, apoyando el mentón en su hombro. Pero algún problema de nuevo absorbía su atención y, tras una larga mirada, volvía a su trabajo.