Luego me amodorré. Resonaron las escaleras, hubo ruido de golpear de puertas, sonaron pasos excitados. Escuché la voz de mi médico, mi compañero de colegio:
— ¡Está vivo aún!
Se sentó a mi cabecera y con manos temblorosas empezó a desenroscar un cartucho de plomo.
— ¡Rápido, rápido, enséñamelo! — quería gritar yo.
Y lo grité de verdad, porque el mal ya no estaba en mí.
Una gota cegadora temblaba en las manos del médico, inundando toda la habitación de luz solar. La reconoció. Hacía ya mucho tiempo que soñaba con ella, desde que empecé a instalar mis plantas. Ahora no podía fijar la mirada en aquel pequeño sol tan brillante. Me levanté de la cama, vacilando sobre mis frágiles piernas. Mi compañera salió a mi encuentro para sostenerme, pero la detuve con un gesto y atravesé la habitación por mí mismo. Aun así, di golpes en el suelo con el pie… Mi mujer se apoyó en la pared, radiante, incrédula.
— Gracias, doctor — murmuró.
— ¿Por qué? El mismo es quien ha triunfado sobre la muerte. El es quien ha encontrado el remedio. ¡Esta luz es suya!
Las escaleras retumbaron de nuevo, se abrieron las puertas y toda una muchedumbre entró en la habitación. Eran mis compañeros y una multitud de personas desconocidas. Me rodearon, alguien me estrechó las manos. Mi director se abrió paso entre el gentío.
— ¡Ha logrado comprimir el tiempo! — se congratuló conmigo—. ¡En la antigüedad, junto a su nombre habrían dibujado una lechuza! Una vez formuló usted la hipótesis de que aquel jeroglífico… ¿Lo recuerda?
— ¡Sí, he comprimido el tiempo! En un solo año he vivido una vida entera. Y cuántos años quedan aún ante mí. ¡Un océano de tiempo! — pensé.
¿A quién se lo debía agradecer? Miré a la ventana donde solía estar sentada la lechuza. Pero ya no estaba. Vi sólo el acuario con el loto florido. Más allá de la ventana, lejos, muy lejos en el horizonte, en el pálido azul del cielo primaveral, un gigantesco pájaro volaba, levantando pesadamente sus alas.
Un océano de tiempo me lamía los pies. Yo estaba en la orilla, dispuesto a volver a empezar mi vida desde el principio, y las misteriosas olas del futuro venían hacia mí, una tras otra, y se retiraban llamándome. Mañana navegaré lejos, más allá del horizonte. Casi estaba asustado. A lo largo del año me había acostumbrado a la presencia continua de la lechuza. ¿Habría logrado vivir sin sus llamadas? ¿Aquel potente océano que me esperaba no se transformaría en un arroyuelo que podría saltar sin darme cuenta?
Entonces recordé mi reloj. Sentí un escalofrío: Ya no lo escuchaba.
Tomé la cadena… ¡Sí! ¡Se había parado! ¡El año había transcurrido, había que darle cuerda de nuevo!
Saqué el reloj, introduje la clavija cincelada y la hice girar veinte veces. Finalmente, el muelle resistió, el reloj volvió a caminar. Caminaba hacia el año nuevo.
A. Dneprov
La Máquina CE, Modelo NR-1
La discusión versaba sobre las ilimitadas posibilidades de la técnica moderna. Habíamos empezado por las neveras y los automóviles, para pasar gradualmente a los televisores, los aviones a reacción y los cohetes dirigidos. Cada uno de los presentes hablaba como si fuera un eminente especialista en la materia, a pesar de que el nivel del diálogo no superaba los suplementos ilustrados de los periódicos dominicales.
Como es natural, no podíamos olvidar la cibernética. Hablábamos de esta nueva ciencia casi a media voz, tímida y misteriosamente, como se hacía cincuenta años antes con el hipnotismo, o cien años más atrás, con los espectros. En especial, el hecho de que la cibernética existiera y de que ya existieran máquinas cibernéticas, había acalorado poco a poco a los interlocutores.
— Nosotros las construimos, nosotros — susurraba con entusiasmo el hombre rubio y alto de la usada camisa azul. Extendió hacia delante las manos y separó los gruesos dedos—. Mirad, todos los dedos están cubiertos de manchas rojas. Es el estaño. De la mañana a la noche no hago otra cosa que soldar esas malditas máquinas. Hilos, válvulas… Vistas por dentro, parecen una tienda de radios. Y pensar que todo eso funciona. ¡Técnica! Pueden derribar aeroplanos, o adivinar con quién te vas a casar…
— Trastos viejos, amigo. Trastos viejos — afirmó, con voz ronca, el vagabundo calvo y tétrico, que movía absurdamente las manos sobre el sucio encerado—, Esos trastos no sólo predicen con quién te casarás, sino que nombran a los gobernantes. El año cincuenta y dos, una bestia electrónica llamada «Univac» ha elegido al gobernador del Estado de Nevada. Eso significa algo más que elegir esposa; se trata, se diga lo que se diga, de un superior.
— ¿Es verdad, como dicen, que la policía tiene una máquina que indica dónde y cuándo los muchachos se proponen dar un golpe? Dicen que cuando los muchachos van a hacer un trabajito, ya hay alguien que los espera, amigos — pió, riéndose a carcajadas, un tipo sospechoso de gafas negras.
— Es cierto. Existe. Tanto los tribunales como la policía están armados de máquinas semejantes. Son algo increíble. La máquina te hace algunas preguntas estúpidas, y tú sólo tienes que contestar «sí» o «no». Sólo el diablo sabe dónde debe estar el «sí» y dónde debe estar el «no». Porque te pregunta cosas como: «¿Querrías visitar la luna?» «Cuando eras niño, ¿te han mordido los perros?»… Después de que has esparcido a gusto casi un centenar de estos «sí» y estos «no», la máquina dice; «Pónganle las esposas. Le esperan diez años de trabajos forzados.» Y ya está. Será nuestra ruina — murmuró el vagabundo pelado—. Muy pronto todas esas máquinas ocuparán nuestro lugar. Vivirán por nosotros. Se beberán la cerveza. Irán al cine. Lo harán todo ellas solas…
— Son máquinas inteligentes. Geniales. Restablecerán sobre la tierra el orden y el bienestar. El caos desaparecerá, los negocios florecerán — declamó, inspirado, el borracho intelectual, que destacaba de la masa de vagabundos a causa del frac que había conservado, no se sabe cómo.
— ¿Qué has dicho? ¿El caos desaparecerá y los negocios florecerán? No te vayas a creer que somos todos unos críos. Entiendes tú tanto de electrónica como yo de capar ratones. Esto no sucederá nunca, es inútil que confíes en ello.
El gamberro gordinflón, de fisonomía cubierta de pelo rojo, habló con pasión.
— ¿Y quién es éste, si se puede saber? ¿Claud Shennon o Norbert Wiener? — preguntó sarcásticamente el intelectual.
— Ni Wiener, ni Claud. La electrónica la tengo yo aquí —se frotó, expresivamente, con la palma de la mano el cuello, mojado de sudor.
— Le han puesto una multa porque no había pagado el impuesto de la radio — se burló el tipo de gafas oscuras.
— O le han echado dos meses a la sombra por vender válvulas electrónicas fundidas.
— Se equivocan, caballeros. Si les interesa, conozco demasiado bien estas malditas máquinas electrónicas. Demasiado bien, pueden…