Karbysev sacudió la cabeza.
— Esa boca no es capaz de asir a un hombre como usted, aun admitiendo que el tautolón le haya podido tomar por un bocado apetitoso.
— ¿Quién sabe lo que le ha pasado por la cabeza? Hubiera podido aplastarme sin darse cuenta siquiera. ¿Ha oído alguna vez que los tautolones corriesen con tanta rapidez? Ya saben que estoy considerado como un buen velocista en distancias medias. Hoy, desde luego, he batido un récord, y aunque la gravedad sea aquí inferior a la de la Tierra, me lo homologarían. Pero este pánfilo — dio una patada en el costado del animal—, por lo visto corre más.
— Sólo él sabrá qué ha pasado — comentó Gargi, pensativo—. ¿Cuándo se despertará?
Karbysev miró el reloj fijado sobre la manga de la escafandra amarilla.
— Se lo he descargado todo. Suficiente como para tres animales como éste. Pero creo que dentro de diez minutos pasará el shock y podrán saberlo.
— ¿No sería mejor alejarnos un poco? — Propuso Gargi—. Una aventura como la de hoy es ya suficiente. Nuestra expedición acaba de empezar… Pero el espectáculo ha sido divertido — añadió, de repente—. Este animal, con su caminar bamboleante corno un pato asustado, y el amigo Ngarroba delante de él…
— ¿Asustado? — Repitió Sung Ling—. Es una idea. Quizá de hecho no pretendía agredir a nadie.
— ¡Pero si se lanzó sobre mí! —Exclamó, con vehemencia, el africano—. Y yo no estaba en su camino.
— Probablemente, el tautolón deseaba huir de algo escondido en la vegetación… ¡Ah! ¡Ya vuelve en si!
El cuerpo del animal tendido en el fango fue sacudido por un temblor. Luego, la pequeña cabeza se levantó. El cuello sufrió dos o tres convulsiones y se enderezó de golpe, como si alguien lo hubiese llenado de aire. El cuerpo, parecido a un balón desinflado, recobró vida y la perdida elasticidad.
Los cuatro hombres, protegidos por las escafandras, siguieron atentamente los movimientos del monstruo.
— ¿Quién lo habrá asustado? — murmuró, pensativo, Karbysev—. En Venus no existen carnívoros, lo afirman todas las precedentes expediciones. ¿Quién puede causar miedo a una mole semejante?
Gargi se encogió de hombros.
— Nos encontramos en un continente completamente desconocido. ¿Pero qué hace? ¡Ngarroba!
Porque el africano ya se había lanzado a toda velocidad hacia el tautolón.
El animal se bamboleaba sobre sus patas posteriores, fuertes y elásticas como las suspensiones de un vagón de cien toneladas. Parecía como si se dispusiera a saltar de un momento a otro.
— ¡Es una locura! — Gargi palideció.
Karbysev metió rápidamente la mano en el bolsillo para coger el cartucho de reserva. Charlando, se había olvidado de que la pistola estaba completamente descargada.
Pero nadie consiguió detenerlo.
La escafandra azul saltó sobre la cola de la mole que había vuelto a caminar, justamente en la base, tan gruesa como un tonel. Una mano de Ngarroba se tendió hacia lo alto, como si quisiese golpear o pegar al animal en el lomo. Un instante después, el tautolón sacudió su grupa con tal violencia, que Ngarroba salió despedido a quince pasos de distancia y cayó de espaldas en un profundo estanque.
Contoneándose sobre sus costados, el gigante se puso a trotar hacia el agua, que, no muy lejos, enviaba pálidos reflejos bajo la espesa cortina de nubes.
— Ahora comprendo el motivo de que el tautolón se haya lanzado sobre él — afirmó el indio, entrando en el agua hasta la rodilla, para tender una mano al africano—, ¡Le ha agredido usted al pobrecillo! Sí, apóyese en ese bastón. ¿Dónde lo ha cogido? Ahora, ¡así!
— Límpiele el casco — indicó Karbysev.
Cuando le quitaron el fango grasiento que se había depositado sobre la esfera transparente del casco, aparecieron primero los dientes blancos y luego la cara del vicepresidente de la Academia Africana de Ciencias, Ngarroba mostraba una sonrisa tan grande y triunfante, como nunca le habían visto sus amigos.
Embarrado de la cabeza a los pies, seguía sujetando en la mano el bastón, una vara delgada de metro y medio de larga, parecida a un junco o una caña.
— Si no logro coger este utensilio justo en el último momento, ese bicho se lo hubiera llevado consigo. Esto es lo que le ha empujado a huir del matorral.
— Parece una aguja — murmuró Gargi—. ¿Han visto alguna vez púas de estas dimensiones?
— No — contestó Sung Ling—, no figura nada semejante en ninguna descripción de la flora de Venus.
— Entonces, ¿es un nuevo descubrimiento?
— ¡Y qué descubrimiento! — Exclamó Karbysev, que parecía muy emocionado—, ¡Mírenlo bien!
— No comprendo. — Gargi se encogió de hombros.
— Cójalo.
Gargi tomó el bastón que Ngarroba le tendía, e hizo deslizar sus dedos de un extremo a otro. En uno de ellos, los dedos palparon un saliente pequeño. Luego, el bastón se adelgazaba hasta terminar en una punta muy dura.
— Pero esto… es… — murmuró, emocionado.
— Un venablo — concluyó Sung Ling. Sus ojos brillaban bajo el casco transparente.
— ¡Qué descubrimiento! — Gritó Ngarroba, que por poco no se puso a saltar—. He terminado en el barro por dos veces, pero al menos ha servido para algo… ¡Qué suerte haberme cruzado con ese animalote!
— Sí, amigos — declaró solemnemente Karbysev—.
Nuestra expedición ha encontrado, probablemente, la primera prueba de la existencia en Venus de seres racionales.
— Y con un nivel de desarrollo que les hace capaces de construir un arma, aunque sea sencilla — terminó Gargi.
— Esperemos que sólo se utilice para la caza. — Sung Ling tomó la azagaya de las manos de Gargi y examinó atentamente su punta.
Los expedicionarios se miraron.
— Venga, cargue la pistola — dijo Gargi.
— Sabe perfectamente que la electro pistola es un medio de defensa personal y sólo es eficaz en distancias cortas — observó Karbysev.
A pesar de todo, tomó un pequeño cilindro y lo introdujo en el arma.
Ngarroba tendió una mano hacia el venablo.
— ¡Démelo!
Lo sospesó como si se dispusiese a lanzarlo.
— Creo, amigos, que con este juguete ninguno de nosotros conseguiría agujerear una coraza gruesa como la piel del tautolón.
— Pero en nuestra escafandra… — susurró Sung Ling.
— Este ligero tejido nos defiende de la picadura de los insectos, del mismo modo que su piel protege al tautolón. Estamos a cubierto de nuestros enemigos principales, las bacterias, pero frente a una jabalina…
Ngarroba frunció el ceño.
Karbysev sintió el impulso de volverse. Detrás no había nadie. En los matorrales, a unos cincuenta pasos, se movieron dos o tres delgados troncos.
Gargi se acercó a un árbol parecido a un gigantesco hinojo. No tenía hojas y el tronco estaba cubierto por un espeso mantillo de pequeñas agujas.
— Nunca podré habituarme a esta ñora — dijo el indio—, aunque comprendo que las plantas crecen tan rápidamente por el exceso de ácido carbónico de la atmósfera. Quisiera saber de qué están hechos estos venablos. Seguro que con este árbol no…
— Ya determinaremos a su tiempo de qué madera se trata — objetó Sung Ling—. Es más importante descubrir las piedras que usan para las puntas. Es de una clase que desconozco.