— Y aquí no hay montañas o rocas que afloren a la superficie. ¡Miren!
A su alrededor se extendía una lisa llanura salpicada de lagos. Por el oeste, el horizonte estaba limitado por un espeso bosque, semejante desde lejos a una barrera de alambre de espino. Sobre la verde extensión se levantaban gigantes aislados con las ramas tensas como dedos abiertos de una mano. Cada «dedo» terminaba en un nuevo racimo de ramitas.
Por el este se veían algunas colinas bajas de contornos suaves, alisados.
Los expedicionarios se pusieron en camino para volver al cohete, deteniéndose de cuando en cuando para tomar fotografías.
La conversación versaba sobre el venablo y sobre un posible encuentro con los venusinos. ¿Cómo terminaría?
— También nosotros disponemos de un arma — dijo Ngarroba, apretando el venablo— exactamente igual a la que tienen ellos.
— Una sola — objetó Gargi.
— Y que no se usará —remachó Sung Ling.
— Sí, es verdad — admitió el vicepresidente de la Academia Africana de Ciencias—. Quizá en un caso extremo…
Karbysev tomó la pistola cargada y desplazó una palanquita.
— ¿Reducir la carga?
— No tengo intención de matarlos. — Karbysev enarcó las cejas—. ¿Bastará un doceavo?
— Es suficiente para tumbar a un toro.
— ¿Y si el hombre de Venus fuera más resistente?
— ¡Hay que explorar a toda prisa esta parte del planeta! Hasta ahora las expediciones han desembarcado en las zonas ecuatoriales y cerca de los polos. Sólo dos han tocado las regiones intermedias, y la sexta no tuvo éxito. Thompson se puso enfermo y todos tuvieron que regresar.
— Uno de nosotros — decidió Karbysev— deberá quedarse siempre en el cohete.
— Yo no — saltó Ngarroba.
— Al que le corresponda. Propongo que lo echemos a suertes.
— El cohete deberá estar dispuesto para el despegue, de modo que pueda ser guiado sólo por un tripulante — observó Karbysev.
— ¡Es interesante la octava expedición! — La cara de Ngarroba estaba radiante—. Por poco no estuve en la séptima. Pero nuestro cohete de Marte se averió y cuando mandaron otro, la expedición a Venus ya había partido. Todavía dependemos demasiado de los astrónomos, de sus cálculos.
— Sí, aún no hay comunicaciones regulares con los planetas.
— Para la Luna hay un puente-cohete.
— ¡Bah, la Luna!
Caminaban, conversando, sobre un terreno viscoso, cenagoso, obligados a contornear lagos, estanques e infinitas y estrechas ensenaditas. Los espejos de agua hormigueaban de minúsculas criaturas de todo género, semejantes a alfileres, a trozos de madera flotantes, a copos verdes.
Cerca de seis horas después se encontraron a los pies de la colina, donde, sobre sus soportes retráctiles, reposaba el cohete.
— Descanso — ordenó Karbysev.
El interior del cohete era seco y cómodo. Los viajeros se quitaron con satisfacción las escafandras y se extendieron en cómodas butacas, fácilmente transformables en camas.
Por la «mañana», según los relojes terrestres que medían el tiempo en el cohete, después del desayuno, llegó el momento de decidir quién se quedaría como centinela.
Ngarroba aparecía tan emocionado que daba lástima.
— Sus nervios parecen un fósil del pasado — observó Gargi.
— Pues yo pienso — replicó en seguida el científico africano— que incluso dentro de mil años los hombres se emocionarán. Si no, no vale la pena vivir. No creo en los hombres impasibles.
— También usted está nervioso, Gargi — observó Karbysev.
— Bueno, hasta la calma de Sung Ling es una pose — replicó el indio—. ¿Quién no está emocionado? ¿Usted?
— Es la primera vez que encuentro un ser racional en otro planeta — esquivó Karbysev—. Hasta la emoción es perdonable. Bien, el que haga menos puntos se quedará como centinela. Empiezo yo.
Tomó un cubilete amarillento, un dado de juego que databa de los tiempos de la antigua Roma, una pieza de museo que su hija le había regalado.
— Cuatro — declaró Sung Ling, mirando el dado que había rodado hacia él.
Ngarroba sacudió largamente el cubilete en la palma de su mano y, por fin, lo lanzó sobre la mesa.
— ¡Cinco! — gritó—. ¡Cinco!
Le tocó el turno al chino. Tres puntos.
— Bueno — dijo Gargi, extendiendo la mano—, me quedan dos probabilidades sobre tres. Por lo menos en teoría…
— Dos — contestó con calma Sung Ling. Y agregó—: La teoría de las probabilidades sólo actúa después de un gran número de tiradas.
— ¿Instrucciones? — preguntó, obediente, Gargi.
— No se aleje del cohete más de diez pasos.
— ¡No sea que lo roben!
— El cohete, no. Pero le pueden robar a usted. Al más mínimo indicio sospechoso, enciérrese en el cohete y observe desde allí. El localizador no funciona; tendrá que usar el ojo de buey, para ser francos, nuestro aterrizaje no ha sido muy brillante. La patrulla estará ausente veinticuatro horas. Si no regresamos, no abandone el cohete. Espere otras diez horas, y esté muy alerta. Doce horas después vuelva a la Tierra.
Durante algunas horas, los tripulantes dispusieron el cohete para la partida. Ngarroba maniobró los martinetes que accionaban las «patas» hasta que el cohete quedó en posición inclinada. Gargi trabajó con la máquina calculadora. Sung Ling preparó el programa del piloto automático.
— Apriete el botón a estas horas — indicó—. Durante cinco minutos. La partida será automática. Es más seguro. No toque nada, mientras no oiga las señales desde la Tierra. Las oirá sólo después del tercer día. Entonces empiece a transmitir. Antes sería inútil; el Sol hace de obstáculo y…
— Ya lo sé…
— Mi deber es darle estas instrucciones. Apriete este botón, y todo lo que le he dicho le será repetido cuantas veces desee.
— Lo sé.
— Muy bien, buena guardia.
— La patrulla saldrá dentro de media hora — advirtió Karbysev, tras echar una ojeada al reloj—. ¡Pónganse las escafandras!
Uno tras otro, los expedicionarios entraron en el tambor, vistieron las escafandras y por la escalerilla móvil descendieron al exterior.
— Controlemos los relojes — dijo Karbysev.
— ¡En marcha!
Un breve apretón de manos, y tres de las figuras con escafandra empezaron a caminar por el fango. La cuarta permaneció junto al cohete, apuntado hacia el cielo.
— ¡Los kou celestes, los kou celestes! — gritó Loo, acercándose a toda carrera a las Grandes Cavernas—. ¡Los kou celestes han descendido cerca de la Gran Agua!
Pero vio que todos callaban y miraban temerosos al viejo Chtz. La tribu estaba reunida. Sólo dos o tres volvieron la cabeza un instante hacia Loo. Chtz, agitando los brazos, decía:
— ¡Eran bípedos! Con la cabeza redonda, la piel lisa, como el gulu. Gente pequeña, débil. Sólo uno tenía una buena estatura, pero era más pequeño que muchos de nuestra tribu.
Chtz indicó con gestos la estatura de los hombres de cabeza redonda. Recogió del suelo un verde fruto del tagu y explicó que así era la cabeza de los extraños seres. Quizá ni siquiera sabían nadar, porque sus pies eran pequeñísimos, rectos y gruesos como vigas.
Chtz dio a entender a los reunidos que los seres que él había visto pertenecían a un nivel de desarrollo muy bajo, más bajo que el de los bípedos de la casta Ho, que no sabían fabricar los «punzones volantes», por lo cual no podían cazar al gulu y se alimentaban de lo que recogían en el bosque.
— Caminan mal — insistió Chtz.
Les había visto caer en un largo plano. Se habían puesto hasta a gatas (en la voz de Chtz resonaba un profundo desprecio) y se arrastraban como si no fuesen bípedos. Lo eran, desde luego, aunque en estado salvaje. Se habían apoderado de un «punzón volante», que extrajeron del cuerpo del gulu. Movían las cabezas así (Chtz repitió los movimientos de los extranjeros); aunque Chtz no pudo comprenderles, se había dado cuenta de que estaban fuertemente maravillados. No sabían hacer los «punzones volantes».