Выбрать главу

— ¡Ah! — De la multitud se levantó una exclamación de desprecio.

— Sabéis que nuestro pueblo es el más fuerte — continuó Chtz—, el más valeroso, el más listo.

Gesticuló, se golpeó el pecho, asumió la actitud que indicaba la fuerza, el valor, la astucia.

— Nadie sabe de dónde vienen esos extranjeros de cabeza redonda.

En aquel momento, como empujado por una fuerza misteriosa, Loo se adelantó. Mientras el viejo Chtz hablaba de los extraños forasteros, Loo temblaba de impaciencia. ¡Cuántos acontecimientos de golpe! Cuando el jefe explicó, desdeñoso, que los cabezas redondas se arrastraban a cuatro patas, Loo quiso ocultarse: recordaba que él mismo había violado la ley. Pero lo que vino después le hizo olvidar todo. Y cuando el jefe dijo que desconocía la procedencia de los forasteros, se adelantó.

— Los kou celestes — murmuró—. Los kou celestes. - El, Loo, había visto algo bajar desde las nubes. - Loo no sabía hablar como el viejo Chtz, el cual sabía muchas palabras y era capaz de mostrar lo que resultaba difícil de expresar con palabras.

Loo tenía la cabeza llena de pensamientos. Nunca había pensado tanto. Quería decir… ¿Qué quería decir? Ni siquiera él lo sabía.

Agitó los brazos y murmuró:

— Los kou celestes.

Saltaba sobre su sitio, volviendo los ojos ardientes, suplicantes, hacia sus compañeros de tribu.

Al principio todos callaron, en espera de sus palabras, pero luego, el jefe levantó una mano y empezó a golpearse el pecho.

— Chtz sabe lo que hay que hacer — gritó—. ¡Chtz sabe! ¡Escuchad a Chtz!

Moverse en el cohete inclinado era incómodo, aunque los equipos y parte del pavimento hubiesen adoptado automáticamente una posición horizontal. Había que salvar los obstáculos que se habían formado en el interior.

En el horizonte, una línea de bajas colinas ligeramente ondulada, Gargi no notó nada. Era una grave limitación el no poder comunicarse con la patrulla por radio. Las paredes del cohete no permitían el paso de las ondas de radio y la antena exterior estaba ya colocada para la recepción de las señales de la Tierra. Las instrucciones eran claras: no se podía tocar nada, nada debía modificarse en el cohete, preparado para la partida. Naturalmente, las instrucciones preveían que, en este caso, todo el equipo estuviese en el cohete y nadie saliera de él por ningún motivo. Evidentemente, había algo superado en las instrucciones o en la construcción del aparato.

Tras mirar durante unos diez minutos la conocida y monótona línea del horizonte, Gargi volvió a su puesto principal de observación. Sentado en una butaca, vio, a través del ojo de buey, la pendiente gris de la colina, sobre la cual se hallaban esparcidos dos o tres docenas de venablos. Habría podido recoger una buena colección para el museo de poder salir. El asedio duraba ya unas buenas dos horas.

Es probable que los seres ocultos en el bosque que limitaba el claro donde se había posado el cohete hubieran confundido éste con un tautolón de raza desconocida. Las dimensiones no asustaban a los venusinos, acostumbrados a los gigantes del reino vegetal y animal. Y sabían hacer frente a los tautolones, lanzándoles espesas nubes de venablos.

Como es natural, las puntas de piedra no habían logrado perforar el cohete. Las jabalinas rebotaban, probablemente, ante el pasmo de los cazadores. Pero… Gargi echó una ojeada al reloj. La patrulla ya debería haber regresado una hora antes. Gargi se acercó de nuevo al ojo de buey de la parte opuesta. Por muy importantes que fuesen las observaciones científicas, no podía olvidar que estaba allí de centinela.

Por aquella parte, la pendiente de la colina aparecía desnuda y el terreno descubierto hasta el horizonte. No, por aquella parte no era posible acercarse al cohete sin dejarse ver.

— ¿Habrán encontrado los venusinos la patrulla y han venido aquí después? — pensó Gargi.

Pronunció estas palabras en voz alta. Hacía dos horas que hablaba en voz alta, comentando cada uno de sus pasos, expresando cada uno de sus pensamientos. La grabadora debía fijarlo todo en el diario.

Gargi se sobresaltó. En el horizonte había aparecido una figura oscura. Gargi amplió el ojo de buey. La figura se acercaba, pero era imposible distinguirla bien. Se delineó confusamente en lontananza durante sus buenos diez minutos y luego desapareció de improviso. ¿Qué había pasado? ¿Resbaló, quizá, por un escarpado? ¿O había caído a un barranco? Esperó, pero la figura no reapareció.

Por el contrario, vio otra en el horizonte. ¡Escafandra azul! ¿Ngarroba? ¿Entonces, el primero era Sung Ling? Porque su escafandra es negra. ¿Y Karbysev?

Ngarroba caminaba solo, lentamente, sobre un terreno accidentado. Gargi le vio rodear pequeños lagos. Hasta distinguió el venablo que el africano se había llevado consigo. De improviso, Ngarroba desapareció también.

¿Adonde habían ido a parar? Gargi examinó atentamente el punto donde las figuras desaparecieron. De repente reapareció la primera, saliendo del punto en donde se había ocultado poco antes. Parecía reemprender el camino en dirección al cohete.

La inquietud del científico indio aumentó cuando la escafandra negra de Sung Ling desapareció nuevamente, tan de improviso como la primera vez. El campo de visión del ojo de buey quedó vacío.

Pasó un minuto, dos, tres… Reapareció de nuevo una figura humana, pero no era Sung Ling…; era Ngarroba, salido del mismo sitio que su compañero. Ahora era él quien se dirigía al cohete.

Tras recorrer unos quinientos metros, Ngarroba desapareció de nuevo, pero Gargi ya no se maravilló. Esperó la reaparición de Sung Ling, que no tardó en producirse.

El indio había comprendido. La patrulla regresaba en formación dispersa para evitar una emboscada, era evidente.

¿Pero dónde estaba el tercero? ¿Dónde se había metido el jefe de la expedición?

¿Y qué debía hacer ahora?

¡La patrulla iba justamente al encuentro del peligro que quería evitar!

Pero no era preciso hacer nada. Los venusinos se encontraban al otro lado de la colina y no veían lo que Gargi divisaba desde el ojo de buey. Bastaba con que Sung Ling y los otros se reuniesen al pie de la colina, lo más cercano posible del cohete, para saltar con rapidez a la escotilla durante el breve instante en que ésta se podía abrir sin peligro. En aquel momento sería conveniente distraer la atención de los sitiadores.

Sin embargo, había que comunicar inmediatamente la situación a la patrulla. Tenia que abrir la escotilla. Sólo se podía hacer eso.

Gargi se acercó a la escotilla de salida, quitó el seguro y apretó un botón. El pesado postigo se deslizó lentamente sobre sus guías.

El mecanismo, ya viejo, no era muy rápido. Gargi esperó a que se hubiese abierto lo suficiente y se introdujo al punto en el tambor. Ahora debía esperar a que la puerta se cerrara de nuevo. Sólo entonces podría extraer su escafandra del armario hermético.

Al ponerse la escafandra, Gargi observó el tambor. Estaba calculado para una sola persona, pero en caso de apuro habría podido contener hasta dos. ¿Y tres? Pensó en la maciza corpulencia de Ngarroba y sacudió la cabeza. ¿Cabrían los tres? ¡Hasta entonces sólo había visto dos!

Ya tenía la escafandra puesta. Ahora, el portillo exterior. Este se abrió de golpe.

Gargi gritó rápidamente las frases que tenía preparadas, mirando más hacia el lado de donde llovían los venablos que hacia la pendiente desnuda. Aún consiguió ver cómo Sung Ling llegaba casi al pie de la colina. Sung Ling se tiró al suelo a su grito de atención y permaneció tendido, escuchando. Ngarroba también escucharía, desde luego. Quizá, incluso Karbysev, a pesar de que…