El portillo al que Gargi estaba agarrado tembló y un venablo con la punta rota cayó al suelo gris.
Involuntariamente, Gargi habló más de prisa, intentando hacerlo con claridad. La dicción que enseñan en todas las escuelas de la Tierra le resultaba ahora muy útil.
Un segundo venablo golpeó a Gargi en el hombro. El tejido de la escafandra se regenera de inmediato automáticamente, pero, ¿cómo saber si la punta de piedra había atravesado las dos capas o sólo la exterior? Gargi sabía que bastaba un simple instante para que penetrasen por el agujero millones de microbios, más peligrosos para los habitantes de la Tierra que los lanzadores de venablos. Escondió la cabeza tras el portillo, dejando asomar sólo la antena.
Un tercer venablo le pasó justo por debajo de las narices, y no supo si el lanzador había salido de los matorrales o se había mantenido allí a cubierto.
Era suficiente. Gargi se retiró. Sólo Sung Ling le había contestado. Una presión sobre la llave y el portillo se cerró de golpe. Los treinta y dos pernos automotrices se dispararon. Gargi enchufó el pulverizador. Durante diez minutos debía someterse a un sistema de corrientes desinfectantes. No hacía falta mirar el reloj; el proceso se efectuaba automáticamente. A pesar de todo, era imposible acelerar la operación. El proceso no terminaba hasta que los instrumentos de control hubiesen establecido que todo estaba en orden; sólo entonces se abría la puerta interior.
La desinfección terminó. Se quitó la escafandra y la dejó en el armario. La puerta del tambor se abrió lentamente y, por fin, Gargi entró en el salón.
¡Al trabajo! Debía encender la luz roja de señalización sobre el morro del cohete. Pero para ello era necesario descender la butaca, extenderse sobre ella y sujetarse las gruesas correas acolchadas; mientras, el botón de la luz de señal no funcionaba. Se trataba, en efecto de la señal de partida: significaba que el equipo estaba dispuesto para el vuelo. Por una parte, naturalmente, era conveniente que la expedición a Venus utilizase un modelo seguro, reconocido, pero por otra, aquel viejo sistema de señalización y de seguridad resultaba un poco ridículo. Gargi estaba extendido sobre la butaca, atado como un cajero atacado por unos bandidos, si hemos de creer las viejas películas que a veces pasan por la televisión. Bajo el índice de su mano derecha se hallaba el botón.
Lo apretó una vez, dos, tres. Los rayos rojos brillaban en la cima del cohete hasta en la luz clara del largo día de Venus. Atraería la atención de los venusinos. El rayo debía ser visto por todos desde los matorrales. Que levantasen la mirada hacia el cielo y que no viesen lo que sucedía abajo.
Gargi enchufó el mecanismo del portillo exterior. Para abrirlo bastaría ahora apretar el botón exterior.
Un riesgo, porque también podrían hacerlo los venusinos.
Tumbado como se hallaba no podía ver a través del ojo de buey. Veía sólo el gran reloj colgado ante él. En el cuadrante brillaban las cifras: rojas las horas, verdes los minutos, amarillos los segundos. Si todo marchaba según lo previsto, Ngarroba y Sung Ling, en aquel momento, debían correr hacia el portillo.
Gargi marcó las fracciones sobre el pulsador. Intentó no pensar cómo tres personas (esperaba que fuesen tres) podrían entrar en el tambor. El primero lograría subirse fácilmente. Tendería la mano al segundo. El tercero… ¿Quién sería el tercero? Por un momento, Gargi vio claramente los pies del tercero pender del portillo. Vio a los seres de espeso pelaje, desnudos, agarrar con sus manos fuertes, en un apretón de acero, los pies colgantes, tirar, izarse al portillo…
Sobre el gran cuadrante brillaban las cifras luminosas. Ahora incluso debería abandonar el pulsador, pero Gargi continuó haciendo señales. La luz intermitente de la señal quizá podía tener un efecto mágico sobre los habitantes de Venus.
Pasó el tiempo. Las cifras verdes se alternaban despiadada, inevitablemente. Un minuto más, y otro, y otro…
Gargi sintió que la frente se le llenaba de sudor.
La puerta se abrió. Con sorprendente lucidez, el indio se imaginó que un brazo peludo aparecía por la rendija.
Empezó a quitarse febrilmente la correa que lo tenía sujeto a la butaca.
Por la puerta apareció una mano desnuda, oscura.
— ¡Uf! — bufó alguien.
Gargi dio un salto.
Por el ojo de buey vio, aumentada por la lente, una cabeza hirsuta con los arcos superciliares prominentes,pelos lacios, con ojos pequeños casi sin párpados, que le miraban.
— ¡Cámara! — gritó el indio, casi maquinalmente. El tomavistas instalado frente al ojo de buey entró en seguida en funciones. Silencioso, como todos los aparatos modernos; sólo el disco giratorio con su flecha indicaba que estaba tomando la escena.
La puerta se había abierto ya casi en su tercera parte, pero no aparecía nadie. Sólo se oía llegar del tambor un desesperado jadeo.
Gargi dio dos pasos adelante, y los sonidos que oyó le parecieron música.
— Diablo, ¡qué estrecho es esto!
¡Era Ngarroba!
Gargi se lanzó hacia adelante. Distinguió un lío de brazos y piernas. No se dio cuenta aún de que estaban todos. El primero en liberarse y entrar en la sala fue Ngarroba, que cayó justo en sus brazos.
— ¡Uf! — bufó—. Un minuto más y estaría muerto. No sé cómo hemos conseguido quitarnos las escafandras.
— Y lo dice él, que ocupaba las tres cuartas partes del tambor — se quejó Sung Ling, aparecido en segundo lugar. Añadió, vuelto hacia Gargi—: Karbysev se ha visto obligado a usar la pistola. Nos ha cubierto la retirada. Pero disparando al aire… Pero, ¿qué sucede?
Al salir Ngarroba y Sung Ling, en el tambor quedaba aún una persona tumbada sobre el pavimento. Karbysev tenía un brazo tendido hacia delante, apretando en la mano un puñado de pelos lacios; el otro brazo estaba doblado bajo el cuerpo. La cara, palidísima, parecía la de un cadáver. ¡Rápido! — gritó Sung Ling.
El científico chino había perdido por primera vez su habitual sangre fría.
Ngarroba levantó el cuerpo de Karbysev y lo depositó sobre la butaca extendida, ocupada poco antes por Gargi. Este, con manos temblorosas, tomó una jeringa.
Sung Ling, a su vez, desnudó rápidamente a Karbysev, El cuerpo del jefe de la expedición estaba cubierto de grandes morados y equimosis. En particular, las manos y los pies estaban salpicados de manchas rojizas. Sobre el bíceps izquierdo aparecían las huellas azules de cuatro dedos grandes. En el cuello se notaba una mancha negra.
— Esta es la más peligrosa — silbó Sung Ling, entre dientes—. ¡Pinche!
Gargi ya había apretado el botón de la jeringa.
— ¡El electro animador!
Ngarroba acercó un brillante reflector que había tomado, junto con el cable, de un armarito colgado en la pared. Tras colocar el casco en la cabeza de Karbysev, enchufó la corriente.
— ¡Electro respiración!… ¡Electrocardio!… — se oyó en el profundo silencio.
Rodeado de hilos y de instrumentos, Karbysev yacía examine.
— ¡Esta no se la perdonaré! —murmuró Ngarroba, desolado y con ira, acercando la botella de oxígeno al aparato de respiración artificial.
Sólo al decimosexto minuto los párpados de Karbysev se movieron perceptiblemente.
— Salvado — suspiró Sung Ling, con alivio—. Sólo le debía quedar una gota de vida… Ahora, el máximo de precauciones.
Encendió el electro animador. Gargi reguló el electro respirador y el electrocardio a un régimen más bajo.
Karbysev permaneció inmóvil todavía durante un cuarto de hora. Luego abrió los ojos.