— ¿Todos sanos? — preguntó, volviendo la mirada al rostro de sus compañeros.
Sus mejillas recobraron el color. Levantó la cabeza.
— Le han zurrado bien — dijo Gargi, feliz.
— Ha sido Ngarroba — bromeó Karbysev, moviendo, con fatiga, los pálidos labios—. Me ha apretado tanto que me ha reducido a la mitad de mi volumen normal. Pero he entrado en el tambor. ¡Gracias, Ngarroba!
— No, no he sido yo — replicó Ngarroba, extendiendo una pomada blanca sobre las equimosis del cuerpo de Karbysev.
Las manchas azules y rojas, al punto empezaron a desaparecer.
Karbysev tensó todo su cuerpo. Intentó sentarse.
— ¡Los huesos están enteros, menos mal! Nunca he visto gente tan fuerte.
— ¿Y tu pistola?
— Humm…
No se encontró ni en el tambor, ni en la escafandra.
— No recuerdo… ¡Ha sido como un sueño! Extraños seres me apretaban por todas partes, morros bestiales, de narices enormes, manos de cuatro dedos con membranas en la base, dedos largos… Me agarraban, me estiraban. Luego, Ngarroba me ha subido. Creo que han quitado la escalerilla… No recuerdo más.
— Bien — Gargi sacudió la cabeza—. Se diría que hemos armado a nuestros adversarios.
— No deseaba considerarlos como enemigos — dijo, lentamente, Karbysev, y se tendió de nuevo en la butaca.
— Intenta explicárselo. — Ngarroba indicó el ojo de buey.
Aún estaba allí la cabeza hirsuta de ojos redondos. Más lejos se veían otros venusinos. Los cazadores de tautolones habían comprendido, evidentemente, que el cohete no podía pegar patadas, ni moverse, aunque tuviese muchas patas. Quizá la desaparición en el interior del cohete de los tres hombres perseguidos había suscitado en ellos ciertos pensamientos. En una palabra, se habían hecho más valientes.
— No lo asustéis — aconsejó Sung Ling, pero algo alejó al venusino, que desapareció. El tomavistas emitió un leve silbido. Gargi se inclinó para cambiar el rollo.
— ¡Qué pena haber perdido un ejemplar semejante!
El venusino se hallaba ahora a diez pasos del ojo de buey y podía ser observado de cuerpo entero. Alto, de una caja torácica muy saliente, pies enormes con largos dedos, recubierto de lanas lacias, daba la impresión de una poderosa fuerza primitiva.
— No es muy guapo — observó Gargi—. Según nuestros cánones, naturalmente. Pero, por supuesto está sano y fuerte.
— Observen el cráneo — dijo Sung Ling—. Parece el del hombre de Neandertal con…; palabra de honor, me parece haberlo visto ya en algún museo de la Tierra. Probablemente tiene el cerebro muy desarrollado, más de lo que parece. La caja torácica, sin duda, se ha hecho tan amplia por alguna necesidad. Los pulmones tienen que absorber mucho aire, dada la carencia de oxígeno. Miren, el volumen del tórax es casi la mitad del cuerpo.
— De todas formas, estos seres hace tiempo que olvidaron la época en que caminaban a cuatro patas — precisó Ngarroba—. Sus ademanes son torpes, a causa de la estructura del cuerpo, pero, en cambio, ¡qué seguridad!
De pronto, se rió.
— ¿Qué pasa? — preguntó Gargi.
— Algo divertido. Durante cuatro horas hemos seguido a estos seres y no vimos ni uno. Y usted, Gargi, el desafortunado que tuvo que quedarse de guardia en el cohete, fue el primero en verlos.
— ¿No encontraron ninguno?
— Vimos un tautolón cubierto de venablos. Después de esto se nos pasó el deseo de hablar sin intérprete con los propietarios de esos venablos.
— Era evidente que habían interrumpido la caza de improviso — añadió Sung Ling.
— Comprendimos que habían descubierto el cohete. ¿Qué otra cosa podría haberles maravillado o asustado tanto? Entonces, decidimos regresar. Y para no caer en sus manos hemos tomado algunas medidas de seguridad. Es por esta razón que tardamos tanto en llegar.
— ¿Y su venablo? — preguntó Gargi.
— Lo tiré —declaró Ngarroba—. Me estorbaba al embarcar. Por otra parte, cerca del cohete había tantos, que creí que quizá usted había hecho una cosecha suficiente.
— No he podido — confesó Gargi, desolado—. Han aparecido de golpe, y me refugié inmediatamente en el cohete. Los venablos los lanzaron luego. Es posible que ni me han visto; deben haber atacado al cohete.
— Creo que pretendían cogernos vivos — declaró Ngarroba—. Debemos ser para ellos un misterio más grande del que lo puedan constituir ellos para nosotros. ¡Quizá hayan decidido estudiarnos más a fondo!
— Parece que se preparan para marcharse — observó Gargi, que miraba por el ojo de buey.
— Es más probable que se escondan en la maleza — repuso Sung Ling.
— No creo que levanten el asedio. Los venusinos abandonaban el claro que rodeaba al cohete. Algunos recogían los venablos.
— ¡Se llevan las últimas pruebas materiales! — Exclamó Gargi—. Sólo nos queda la película. Y no hemos descubierto siquiera con qué roca hacen las puntas.
— Allí queda alguien aún.
— Sí, pero de guardia.
Efectivamente, el venusino que había mirado a través del ojo de buey no parecía tener la menor intención de irse.
— No importa — declaró, de repente, Ngarroba, con decisión—. ¡No nos lo impedirá!
— ¿Pretende usted salir por los venablos?
— ¿Los venablos? — Ngarroba se levantó. Tendió sus brazos de atleta y tensó sus músculos—. Ese chico debe ser más fuerte que yo — Ngarroba señaló al ojo de buey—, pero dudo que conozca todas las llaves de lucha libre, mi deporte favorito cuando yo era joven.
— ¿Un chico?
— Seguro. Entre nuestros asaltantes había uno lleno de arrugas, por supuesto, el jefe, que se mantenía aparte, y se limitaba a agitar sus largos brazos. Con respecto a él, ese de ahí fuera, es un lactante.
— Pero, ¿qué está pensando? Quiere…
— ¿Por qué no?
— Un trofeo semejante… — murmuró, pensativo, Gargi.
Karbysev levantó una mano como si tuviese intención de decir algo, pero la expresión del rostro de Sung Ling lo detuvo.
— No lo conseguirá —observó, con calma, el científico chino.
— Cuenten conmigo. — Ngarroba se irguió en toda su estatura.
— Es por lo menos tres veces más fuerte que usted — insistió Sung Ling—. Observe su musculatura.
Con la cabeza inclinada, el hombre peludo caminaba por la ladera cubierta de pisadas, lanzando de vez en cuando, por debajo de su mata de pelo, una ojeada al cohete. Sobre su amplia espalda se levantaban a cada movimiento de los músculos unas gruesas protuberancias.
— No intente convencerme — cortó el africano—. Después de todo, nosotros somos cuatro. Y tenemos ocho brazos, y también eso cuenta.
— Dejemos aparte las reglas deportivas, que aquí no sirven para nada; si nos echamos todos sobre él, lo reduciremos.
Sung Ling miró a Ngarroba con una sonrisa infantil.
— La idea es tentadora— admitió Gargi—. Pero, ¿qué hacemos con nuestra pistola…?
— ¿Aún está cargada?
Karbysev no tuvo tiempo de contestar.
Un fugaz rayo azul salió del cañón. El hombre peludo cayó al suelo. Su enorme y prominente pecho se quedó inmóvil.
— Magnífica ocasión para probar la resistencia del organismo del hombre de Venus — dijo Sung Ling, plácidamente—. Será interesante observar en cuántos minutos recuperará el sentido.
— ¡Ahora! — gritó Ngarroba, lanzándose hacia la puerta.
— ¡Quietos! — se opuso resueltamente Karbysev, intentando sentarse. Estaba pálido de la emoción.
— Hay que traerlo aquí antes de que se despierte — replicó, impaciente, el africano.
— ¿Y qué ocurrirá cuando despierte? — preguntó Karbysev.
— Lo pondrá todo patas arriba — reconoció Gargi.