— ¡Le dormiremos!
Ngarroba se calmó en el acto. Se sentó en una butaca y lanzó una mirada hacia el interior del cohete. Delicados instrumentos, producto de la técnica más avanzada, rodeaban a los viajeros. Agujas nerviosas, cuadrantes, lucecillas brillantes, plumas automáticas que escribían líneas infinitas sobre cintas de papel, analizadores de aire en continua actividad, aparatos de dirección… El cohete era un complejo organismo artificial que parecía vivir una vida propia.
Ngarroba lanzó un profundo suspiro y se acercó al ojo de buey. El joven venusino, el ser salvaje que no conocía ni siquiera el vestido, yacía sobre el blando suelo de su planeta natal.
— Es un ser humano — dijo Sung Ling, expresando lo que todos pensaban.
— Ngarroba, con su carácter, es capaz de arrastrar a cualquiera — suspiró Gargi.
— Un hombre valeroso, fuerte — añadió el científico chino—. Todo su comportamiento lo demuestra.
— Este hombre, aun tan semejante a un animal, no ha conocido las cadenas en su vida — dijo Karbysev, tras una pausa—. En esta zona, siempre caliente, del planeta, donde casi no existen las estaciones, él seguirá viviendo quizá durante miles de años, desnudo, cubierto sólo por esas lanas que, probablemente, le sirven de colchón. Pero, queridos amigos, ha inventado el venablo, razona. Sí, es el amo de Venus. Aunque no lo entienda, aunque no conozca con precisión el mundo en que vive.
— Y he aquí que llegan hombres de otros planetas — terminó Sung Ling, con una ligera sonrisa—, hombres con un nivel de desarrollo incomparablemente más alto, y lo primero que hacen es capturar al hombre libre, a su manera, de Venus y llevarlo prisionero a la Tierra.
— Entonces, ¿qué propone? — preguntó Ngarroba. Estaba terriblemente herido en su ardor deportivo. La máquina tomavistas emitió un breve silbido.
— ¡Rollo! — gritó Ngarroba—. Se está despertando. En su voz resonaba aún una ligera nota de desacuerdo. Gargi cambió el rollo.
Todos se amontonaron sobre el ojo de buey. El pecho del hombre de Venus empezaba a palpitar con mayor fuerza.
— ¿Qué propone? — gritó Ngarroba.
— Nosotros, hombres de la Tierra — declaró Karbysev—, nos hemos convertido en el dios de cuya voluntad dependerá, de ahora en adelante, la suerte de los habitantes de Venus. No sé si ellos poseerán una mitología, pero somos superiores a sus dioses. Somos más poderosos. Depende de nosotros el ejercer una influencia justa en su desarrollo y acelerarlo lo más posible. Después de amplios contactos, cuando hayamos conseguido dar a la población de Venus una idea de lo que es la Tierra, les invitaremos a visitar nuestro planeta.
— ¿Y esto es humanidad?
— Sí.
— Debemos someter este proyecto a la población de la Tierra — dijo Sung Ling.
— E inmediatamente — añadió Karbysev — El cohete está dispuesto para partir a la hora fijada — recordó Gargi—. Dentro de poco se podrá pulsar el botón.
— Pero es una pena abandonar este planeta tan pronto — protestó Ngarroba—. Es la primera vez que me encuentro en Venus…, y había deseado tanto participar en esta expedición… Miren, se levanta…
El cuerpo del joven aborigen fue sacudido por un estremecimiento. El venusino abrió los ojos redondos y penetrantes y por un instante se fijó en el cohete. ¿Vio a los terrestres? De improviso, se incorporó y echó a correr. Luego se detuvo y volvió a caminar sin prisa, bamboleando el cuerpo, mirando a su alrededor. Un instante después desapareció en la espesa vegetación.
— ¡Simpático muchacho! — Sonrió Ngarroba—. Y, además, parece un tipo de carácter…
Loo corrió hacia adelante, en dirección al extraño gulu posado sobre tantas patas, sin que él mismo supiese el motivo. Algo le empujaba hacia el gran monstruo acurrucado en la colina. El miedo que tuvo cuando el cohete descendió de las nubes, había desaparecido. Loo no podía decir con seguridad si el objeto bajado de las nubes, que tanto le había asustado, y aquella masa encogida, como si estuviese a punto de dar un salto, fuesen la misma cosa. Pero estaba emocionado, como cuando, delante de toda la tribu, quería hablar de los kou celestes.
Loo no hubiera debido salir de la maleza. Según el plan del jefe, tenía que permanecer al acecho con sus compañeros. Pero lo hizo, y echó a correr como si alguien le empujara. Vio el enorme ojo del gulu, y en su interior vio brillar algo. Todas las criaturas que Loo había encontrado en su vida tenían los ojos saltones y faltos de expresión, en los que no aparecía nada que se pareciera remotamente a una sombra. Sólo los bípedos poseían ojos capaces de adoptar expresiones distintas.
Loo se acercó y se puso a mirar en el ojo del gulu, grande como la entrada a la Caverna del Fuego.
Y lo que vio le impresionó. Dentro del ojo había bípedos. Sí, sí, unos bípedos. Chtz siempre habla proclamado que los seres que no caminan a cuatro patas y no saltan como los gulus irritados son kou, bípedos. Sólo los kou caminan erguidos. Los kou que Loo veía con los ojos abiertos de par en par no eran semejantes a los bípedos de su tribu o a los de la tribu de Ho. Pero caminaban sobre sus piernas y agitaban las manos, casi como hacían los kou de la tribu de Loo cuando hablaban. Tenían una piel con pliegues, sin lana, y sus piernas eran demasiado largas. En general eran feos, pero Loo sentía que aquellos seres eran kou.
Chtz, irritado, le llamó. Tras el fracaso del ataque contra los cabezas redondas, todos habían regresado a la maleza. Sólo Loo había permanecido cerca del gran gulu. No podía alejarse de allí. ¿Dónde estarían los extranjeros? Habían desaparecido en la boca que el gulu tenía en el vientre. Y los kou que se hallaban en el interior del gulu no se parecían a los de cabeza lisa que habían entrado…
En aquel momento Loo vio a sus pies un hueso brillante, estuvo a punto de pisarlo. Lo cogió. Un golpe en la cabeza le hizo caer.
Cuando volvió a abrir los ojos, el gran gulu bailaba sobre él. Lo miró y el gulu se calmó. De pronto fue presa del miedo. Un miedo incontenible. Saltó sobre los pies y se puso a correr. Luego, el miedo se le pasó. Volvió a caminar despacio, mirando en torno suyo; el gulu le miraba con su ojo, en el que de nuevo algo brillaba.
Chtz ordenó a todos que se escondieran tras las matas y que no asomasen ni la nariz. El jefe pensaba que los cabezas lisas saldrían otra vez. Entonces, los cazadores los cogerían. El jefe ignoraba quiénes eran; nunca había visto otros parecidos por las cercanías.
Un antiguo y vago instinto engendraba en él una cierta preocupación. De haber podido expresar con palabras sus propios sentimientos, habría dicho que lo desconocido lleva en sí un cierto peligro. Alargando las narices, Chtz husmeó ávidamente el aire.
Desde su escondite, Loo observaba al gran gulu. ¿Estaría de píe o sentado? Era difícil de saber. Sólo los ojos brillaban a veces como los de algunos animales nocturnos.
Así pasó mucho tiempo. No sucedió nada.
De improviso, un rayo cegador se desprendió del cuerpo del gulu, lamiendo las pendientes de la colina.
Loo sintió que le fallaban las piernas.
El gulu rugía con tal fuerza que Loo comprendió claramente que era un ser celestial. Sólo los seres celestiales truenan sobre todo el mundo cuando charlan entre ellos. El gulu gritaba algo al cielo.
Luego empezó a levantar el morro y las patas desaparecieron. Las había retirado o doblado, como hacen los kici, que flotan entre los lagos.
El gulu rugía. Ahora estaba tieso como el tronco de un árbol y ya no tocaba el suelo. Se levantó. Alzaría el vuelo porque era un gulu celeste. Y los kou que él había visto en el ojo del gulu eran los Kou celestes. El ruido era tal que no podía oír nada más.
El gulu empezó a levantarse lenta, muy lentamente. Luego, de pronto, saltó hacia arriba y desapareció entre las nubes, Sólo el rayo, como una cola transparente, quedó visible durante un cierto tiempo, hasta debilitarse, y desapareció.